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martes, agosto 5, 2025

Dos décadas de política argentina, un presente incierto y el futuro en disputa

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¿Hacia dónde va la Argentina? La pregunta resuena en cafés, noticieros y hasta en España, donde estuve en julio. Es un eco de una historia que gira en círculos, pero esta vez con un sabor distinto. Viejos liderazgos se apagaron, nuevos estallaron, y el individualismo vació a los partidos. No es solo una crisis económica: también es simbólica, emocional y cultural. Un país que busca futuro mientras discute su pasado, que vota sin creer y anhela orden sin caer en autoritarismo. Con el kirchnerismo y el macrismo agotados, más relato que resultados, quedó un terreno fértil para el surgimiento de Javier Milei. No llegó por herencia ni por estructura. Llegó por enojo, no se lo votó por lo que prometía, sino por lo que venía a romper. Milei, más que una novedad, es una gran pregunta. ¿Encarna un cambio de rumbo o un nuevo ciclo de autoritarismo? ¿Estamos ante una refundación democrática o ante una versión libertaria del populismo?

Ocupar el vacío

En las últimas décadas, no gana el que mejor propone, sino el que mejor interpreta el vacío.

He tenido la oportunidad de trabajar en distintas campañas en varios países y la experiencia me indica que no triunfa necesariamente quien tiene el mejor proyecto de país, sino quien logra leer con precisión los vacíos que deja el sistema. Esos momentos de quiebre donde la representación se diluye, el desencanto se vuelve mayoritario y el ciudadano ya no busca soluciones, busca una salida. El denominador común en América Latina es claro, cuando las instituciones se desgastan, el poder no entra por la puerta, sino por las grietas. Fujimori, AMLO, Bukele, Noboa, Humala o Xiomara Castro llegaron más como respuesta al hartazgo que como proyectos sólidos. Capitalizaron el miedo, la bronca o el vacío. La región muestra que, en contextos de desconfianza, el poder suele surgir no por mérito, sino como reacción. A veces en nombre del orden, otras del cambio o la revancha. Pero el patrón se repite: cuando las democracias no ofrecen respuestas, el sistema no se quiebra… se cuela alguien por la fisura.

En ese mapa regional lleno de turbulencias, Argentina no es ajena. Su historia reciente está marcada por dictaduras, transiciones democráticas sin gloria y una ciudadanía que no olvida el golpe del ’76. Por eso, antes de preguntarnos hacia dónde vamos, conviene mirar cómo llegamos hasta acá. Porque el pasado inmediato sigue respirando, y a veces, aunque no lo veamos, sigue escribiendo lo que viene.

La crisis de representación

El fenómeno que expulsó al kirchnerismo y agotó al macrismo.

El poder en Argentina, como en la región, muchas veces no se gana, se hereda del fracaso ajeno. Así llegó Kirchner en 2003, por ausencia de Menem más que por entusiasmo popular. Pero supo llenar ese vacío con autoridad y relato. Dos décadas después, Milei emergió del mismo modo, no por adhesión masiva sino por canalizar el hartazgo. En 2023, la democracia seguía en pie, pero vaciada de legitimidad: el voto existía, pero no la confianza.

El kirchnerismo, agotado tras dominar dos décadas, se desplomó en los cuatro pilares clave de una democracia: confianza en el voto, en la justicia, en la representación política y en las instituciones intermedias.

A ello se sumó una economía sin rumbo, salarios pulverizados y una inflación con ritmo de hiperinflación. Massa, como ministro de Economía y candidato al mismo tiempo, prometía en campaña lo que no podía cumplir desde su propio despacho.

Ese doble rol, esa insistencia en pedir el voto mientras el país se deshacía bajo su gestión, simbolizaba el cinismo político en su forma más cruda: actuar como si nada tuviera que ver con el desastre que él mismo administraba. Y cuando la política se vuelve un club cerrado, el outsider se vuelve opción. El kirchnerismo vació de poder la presidencia.

El macrismo no logró llenar ese hueco con ideas transformadoras.

Así apareció Milei, como un reflejo del hartazgo. No prometió arreglar lo roto, prometió prenderle fuego. No vendió esperanza, vendió ruptura. Y funcionó. No porque construyó una mayoría propia, sino porque la mayoría ya no quería saber nada con nadie. Milei, con su motosierra simbólica y su estética de anti casta, se metió por esa rendija. No fue una elección de esperanza. Fue una elección de «basta».

Así, una democracia tambaleante, aún formalmente intacta, incubó un liderazgo de trazo autoritario, pero surgido por vías legítimas. En 2003 Kirchner interpretó el vacío. En 2023, Milei lo explotó. Dos momentos distintos, un mismo patrón, cuando la política abandona el centro, alguien lo ocupa. Y ese alguien, casi nunca, viene con intenciones moderadas.

El perfil social

¿Qué tan lejos (o cerca) estamos de los modelos totalitarios?

Argentina, al igual que muchos países de América Latina donde he trabajado midiendo la opinión pública, comparte un patrón inquietante, la democracia es más cuestionada por sus resultados que valorada por sus principios. En los estudios cualitativos, una y otra vez emergen las mismas frases: «la democracia trajo corrupción», «aumento de la pobreza», «solo sirve para que los políticos se enriquezcan y se eternicen en el poder». En este clima, la pregunta que se impone no es si la democracia ha generado frustraciones, porque claramente las hay, sino si lo que tenemos puede seguir llamándose democracia. Y entonces surge la pregunta fundamental: ¿cómo se mide una democracia?

Para medir la calidad de una democracia no basta con contar votos, hay que medir la confianza. Desde la sociología aplicada y la opinión pública, propuse una escala basada en cuatro pilares: confianza en las elecciones, en la justicia, en la representación política y en las instituciones intermedias (ONGs, universidades, sindicatos y medios).

Cada pilar se califica del 1 al 5 según la percepción ciudadana, y el promedio ubica a la democracia en uno de cinco niveles:

5: plena, con alta confianza;

4: funcional, con tensiones;

3: degradada, con creciente desconfianza;

2: vaciada, con instituciones sin legitimidad;

1: autoritaria con fachada democrática.

A fines de 2023, Argentina se ubicaba en un nivel 2,3 sobre 5 en la escala democrática mencionada, estaba entre una democracia degradada y una vaciada. Había elecciones, pero faltaba representación; leyes, pero poca fe en su aplicación justa. La sociedad oscilaba entre la esperanza y el desencanto, marcada por desigualdad, desconfianza y años de crisis. La clase media, antes motor de ciudadanía activa, hoy sobrevive entre la incertidumbre y la desilusión. Cree en la democracia como ideal, pero no en su práctica. Esa brecha entre lo esperado y lo vivido es el caldo de cultivo para el autoritarismo.

¿En qué espejo nos miramos?

¿Argentina está en camino de parecerse a países como Venezuela, o algún otro de la región?

Argentina se encuentra en una zona gris, no es una dictadura, pero su democracia sufre un desgaste crónico. A su alrededor, hay modelos que advierten y otros que inspiran. Venezuela, Cuba y Nicaragua muestran el extremo, regímenes que conservaron las elecciones como ritual, pero vaciaron su contenido democrático. Perú ofrece otro camino, sin dictadura, pero con presidentes presos o fugitivos, su sistema se desangra por falta de credibilidad. Honduras y Colombia conservan la forma democrática, pero sacrifican confianza institucional en nombre del orden. Haití cayó en el vacío, sin Estado, sin reglas. Incluso EE.UU. muestra que una democracia consolidada puede tensarse. En el otro extremo, Uruguay es un ejemplo de institucionalidad y cultura cívica democrática. Argentina navega entre estos polos, con cada decisión acercándose más a uno u otro destino.

A diferencia de otras naciones que se quiebran, aquí el deterioro es lento, como una oxidación. Parte de esta singularidad radica en el perfil del argentino medio, con mayor educación formal que el promedio regional, pero marcada por la desigualdad y el desgaste institucional. Se percibe culto, crítico y con aspiraciones europeas, pero convive con una emocionalidad intensa, escepticismo hacia las instituciones y personalización de la política. Su vínculo con el poder es pendular, apasionado y contradictorio, exige mucho, pero se compromete poco. La pertenencia colectiva es frágil. Predomina la desconfianza social, el cortoplacismo y una mirada más mítica que estratégica sobre los recursos del país. Así, Argentina sigue oscilando entre el desencanto democrático y la esperanza de un futuro distinto.

¿Puede Argentina convertirse en una nueva Venezuela o Perú? No fácilmente, pero tampoco está blindada. Su ciudadanía, crítica, impaciente y con una aspiración de excepcionalidad, es tan difícil de gobernar como resistente al poder absoluto. Ningún presidente logró perpetuarse ni cerrar el sistema. Esa rebeldía actúa como antídoto frente al autoritarismo, aunque no garantiza inmunidad. Hoy, el vacío simbólico, la polarización emocional y el hartazgo social abren grietas. Argentina aún tiene anticuerpos. Pero si el desgaste se profundiza, también podría enfermar. La diferencia es que aquí, cuando la democracia tambalea, siempre hay ruido. Y mientras haya ruido, hay vida.

El estilo de Milei

¿Estamos frente a una democracia en reconstrucción, en descomposición o en mutación?

Mi opinión personal es que Milei apunta a una democracia plebiscitaria de nuevo tipo, basada en la relación directa con «la gente» y la legitimidad de origen, sin necesidad de intermediarios. No construye una dictadura, pero sí desplaza el eje democrático, de la deliberación plural al espectáculo individual. El riesgo no es un quiebre visible, sino una erosión sutil, donde la democracia sigue en pie, pero vacía de alma. Y el destino no lo definirá un líder, por disruptivo que sea, sino la sociedad misma, será ella quien decida si esta demolición inaugura una transformación necesaria… o anticipa un final que creíamos superado.

Redacción

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