Durante décadas América Latina fue el llamado patio trasero de Estados Unidos. Ahora Washington ha declarado a la región su jardín delantero. La nueva Estrategia de Seguridad Nacional de la Administración de Donald Trump, publicada el viernes, pone su principal foco geopolítico en el continente americano, en detrimento de Europa o de Oriente Próximo. Dos siglos después de su proclamación, vuelve la doctrina Monroe del siglo XIX que abrió una era de intervencionismo de Washington en América Latina dirigido en su mayor parte contra gobiernos y simpatizantes de izquierda, y regresa con características trumpistas. La campaña militar en torno a Venezuela es una de ellas. La presión ―llegando a la injerencia electoral― en favor de gobiernos y políticos afines en una región más polarizada que nunca es otra.
En lo que la Casa Blanca define como “el corolario Trump a la doctrina Monroe”, y que ya ha comenzado a apodarse jocosamente como doctrina Donroe (por la D de Donald), América Latina se percibe como una región de donde emanan algunos de los problemas más graves de Estados Unidos, y que es conminada a colaborar para que Washington cumpla sus metas: el recorte drástico de la migración, la “neutralización” de los carteles de la droga y la delincuencia transnacional, y la desaparición de las inversiones de China que florecen en la región. Por las buenas —mediante incentivos de colaboración económica—, o por las malas: el documento deja claro que el gran despliegue naval en el Caribe ante las costas de Venezuela permanecerá allí un buen tiempo.
“Queremos garantizar que el Hemisferio Occidental permanece lo suficientemente bien gobernado y razonablemente estable para impedir y desalentar la migración masiva a Estados Unidos; queremos un Hemisferio en el que los gobiernos cooperen con nosotros contra los narcoterroristas, los carteles y otras organizaciones criminales transnacionales; queremos un hemisferio que se mantenga libre de incursiones hostiles extranjeras y de posesión foránea de activos clave, y que apoye las cadenas de suministros fundamentales; y queremos garantizar nuestro acceso continuado a localizaciones estratégicas clave”, proclama la Estrategia de Seguridad.
El objetivo principal, de momento, es Venezuela. En ella y su régimen chavista confluyen todos los factores de interés estadounidense: abundantes recursos naturales incluido el petróleo, delincuencia transnacional, emigración masiva, un régimen en las antípodas ideológicas con buenas relaciones con China y Rusia y un presidente, Nicolás Maduro, que Washington ―y Europa, y otros gobiernos de la región― consideran ilegítimo, en especial tras el fraude electoral de julio de 2024.
Ante el despliegue naval en el Caribe, las tensiones se encuentran en máximos. Trump las ha elevado aún más esta semana, al reiterar que “muy pronto” la campaña militar que hasta ahora se ha centrado únicamente en ataques contra supuestas narcolanchas, y que ha dejado al menos 87 muertos y 22 embarcaciones hundidas, podría pasar a una nueva fase de acciones en territorio venezolano.
El contenido de la nueva Estrategia no constituye una sorpresa. Desde su regreso a la Casa Blanca, la retórica de Donald Trump y de su Administración ya había suscitado denuncias de neoimperialismo y comparaciones con la doctrina Monroe de 1823, que evoca la política hegemónica de Estados Unidos en la región y agita el fantasma de sus episodios más atroces; desde apoyos a golpes de Estado y dictadores como el general Augusto Pinochet en Chile a intervenciones militares, la última de ellas en Panamá hace apenas tres décadas. En enero, el presidente estadounidense amenazaba con hacerse con Groenlandia (territorio autónomo danés) en el Ártico y con recuperar por la fuerza el control del canal de Panamá. Desde entonces, y con el halcón anticomunista Marco Rubio al frente de su política exterior, la atención de la Administración hacia el continente ha sido cada vez más notoria.
“Todo lo que hemos visto en los últimos meses apunta a una especie de diplomacia de las cañoneras versión 2.0. No hay que pensar demasiado para saber que la Administración de Trump no concibe lo que solíamos llamar poder blando y piensa que el único poder que existe es el de la fuerza, y obligar a la gente a elegir estar de tu bando”, opina John Walsh, director para los Andes y la política antidrogas de la ONG Oficina de Washington para las Américas (WOLA, en sus siglas en inglés).
Recompensas para los afines
Lo que sí hace el documento es codificar esa reordenación de una política en la que Trump no ha dudado en intervenir en ayuda de sus aliados o para tratar de perjudicar a quienes percibe como hostiles, en la que ya no se alude a la democracia como valor imprescindible, no se hace mención alguna a la corrupción y se prometen “recompensas” para los afines. También reconoce la necesidad de colaborar con los gobiernos de orientación “distinta” que estén dispuestos a cooperar en asuntos de interés común. Pero para los recalcitrantes, como Venezuela, hay un aviso: “despliegues selectivos” de una fuerza militar que va a aumentar su presencia y que podrá recurrir “a la fuerza letal donde sea necesario”.
Trump se ha reunido en el Despacho Oval con Nayib Bukele de El Salvador; ha rescatado a la Argentina de Javier Milei con un paquete de 20.000 millones de dólares [unos 17.178 millones de euros]; ha recortado aranceles a esos dos países y al Ecuador de Daniel Noboa. Su Administración se ha deshecho en elogios hacia el nuevo presidente derechista en Bolivia, Rodrigo Paz. Y ha intervenido en procesos electorales, algo que parecía ya era cosa del pasado: condicionó la ayuda a Argentina al triunfo de Milei en los comicios del 26 de octubre. La semana puso patas arriba las elecciones de Honduras al expresar su apoyo al candidato de la derecha Nasry Asfura. Daba el golpe de gracia al indultar al expresidente hondureño Juan Orlando Hernández, que cumplía en Estados Unidos una pena de 45 años de cárcel por narcotráfico. Algo que contradice sus declaraciones de que su hostigamiento a Venezuela tiene la lucha contra la droga como razón de ser.
Mientras, ha arremetido contra Gustavo Petro, presidente de Colombia, al que ha insultado como “matón” y “narcotraficante”, y ha tratado de sofocar a Luiz Inácio Lula da Silva con una montaña de aranceles contra Brasil, antes de dar marcha atrás, forzado por la galopada de los precios de la alimentación que su decisión generó en Estados Unidos.
“Estados vasallos, esto está buscando” Washington, opina el exministro y antiguo embajador de Chile Jorge Heine. “Y lo dice abiertamente en esta Estrategia de Seguridad Nacional. Que va a tratar con los países con los que tiene afinidad ideológica y no con los otros. Es una cosa muy cruda”, agrega este catedrático investigador de la Universidad de Boston. Su país, precisamente, es uno de los que se encuentran en el punto de mira de la estrategia de Washington: el próximo día 14 se celebrará la segunda vuelta de unos comicios en los que el ultraderechista José Antonio Kart se encuentra por delante de la progresista Jeanine Jara en las encuestas. El resultado de esos comicios puede inclinar de un lado u otro la balanza ideológica entre los países de la región.
Heine apunta, entre otras cosas, a los apartados en el documento que especifican que los países latinoamericanos —“especialmente aquellos que dependen más de nosotros, y sobre los que, por tanto, tengamos más capacidad de presión”— tendrán que adjudicar contratos a las compañías de Estados Unidos sin necesidad de concurso público. O que Washington hará “todo lo posible para expulsar a las empresas extranjeras que construyen infraestructura en la región”, una alusión a China, cuyas corporaciones levantan desde puertos como el de Chancay en Perú al sistema de metro en Bogotá.
El exembajador recuerda que, en el pasado, las empresas estadounidenses renunciaron a ese tipo de proyectos por encontrarlos poco rentables. “¿Qué deben hacer entonces los países latinoamericanos, decir que no a los que no gustan en Washington y resignarse al subdesarrollo?”, se pregunta. “Estados Unidos llega demasiado tarde; ya no hay marcha atrás para la presencia de China en América Latina”.
Primera prueba de fuego
La primera prueba de fuego para la nueva estrategia será lo que ocurra en Venezuela. El presidente estadounidense se enfrenta a un dilema: si actúa, corre el riesgo de enfurecer a su base electoral, el movimiento MAGA (Make America Great Again), opuesto a guerras innecesarias en el extranjero. Pero, si se limita a algún tipo de acción simbólica, “el régimen va a continuar y quedará más fuerte”, sostiene Heine. No sería una demostración de esa “restauración potente del poderío estadounidense” que busca la Casa Blanca.
“En su escenario ideal, Trump logra algún tipo de acuerdo con Maduro que le da a Estados Unidos la oportunidad de presumir”, opina Walsh. La caída del chavismo le daría puntos políticos internos muy valiosos en lugares como Florida. “Y hay esta idea ―es más bien de Marco Rubio― de que podría generar un efecto dominó entre los regímenes autoritarios de izquierda en la región. Tendrías una Venezuela completamente al servicio de Estados Unidos, porque el nuevo Gobierno le debería su existencia a la intervención. Y después Nicaragua, y la joya de la corona para Rubio: Cuba”.
Pero incluso el panorama de una Venezuela sin Maduro no está exento de riesgos. El precedente de Irak es un claro recordatorio de que los cambios de régimen tienden a ser sangrientos, complicados y —muy importante para Trump— extremadamente caros.
Y si se llegara a ello mediante una intervención militar, “otros países en América Latina van a empezar a pensar de manera muy diferente, en términos de su propia soberanía y de estar bajo el puño o a las órdenes de otro, incluso si están más alineados políticamente con Washington, dada la larga historia de intervenciones de EE UU y cómo, con frecuencia, han acabado horrendamente mal”, advierte Walsh.

