Dos mujeres, un abrazo y aplausos. Liliana Heker y Sylvia Iparraguirre, la socia literaria y el amor eterno de Abelardo Castillo, se abrazaron entre lágrimas en medio del homenaje al gran escritor que el próximo 27 de marzo cumpliría 90 años. Organizado en conjunto por Malba y editorial Planeta, el Auditorio del museo se nutrió este miércoles de anécdotas en la propia voz de los discípulos que asistieron a su mítico taller literario y que homenajearon a un autor que brilló en todos los géneros, fundó revistas literarias que hicieron historia (El Escarabajo de Oro, El Grillo de Papel, El Ornitorrinco) y, por más que renegaba del término, supo convertirse en un maestro.

Su legado se ramificó en infinidad de recuerdos que concluyeron con la proyección de Un hombre que escribe, documental a cargo de Liliana Paolinelli. Cómo dijo su amiga Heker, “El mejor homenaje es leerlo a fondo”.
Mercedes Güiraldes, editora de Seix Barrial, tomó el micrófono. «Vamos subiendo». Y abajo, alguien comentó: «Son un montonazo», mientras una veintena de fieles asistentes al taller de Abelardo se acomodaban en una fila de sillas prolijamente dispuestas en el escenario. Allí había escritores consagrados, como Alejandra Kamiya y Gustavo Nielsen, entremezclados con otros no tan conocidos. También periodistas, como Federico Bianchini, o cineastas como Edgardo González Amer.
La periodista Hinde Pomeraniec, coordinadora de la primera parte del evento, los introdujo y evocó una pequeña anécdota con Castillo: cuando lo acompañó durante una sesión de fotos en la calesita de Plaza Irlanda. El escritor, con mirada penetrante, voz grave y pinta de recio –rasgos que serán recordados una y otra vez a lo largo de la jornada– se dejaba retratar con inocencia aferrado a un caballito de la plaza que a él, según cuenta la periodista, le encantaba. Los talleristas escuchaban dispuestos, aferrados a hojas de papel o a sus celulares, como performers para comenzar a materializar a su maestro mediante recuerdos y enseñanzas.
Tumultuoso, estruendoso
«El recuerdo que tengo es hermoso. Un taller tumultuoso. Estruendoso. Nos reíamos a carcajadas. Éramos muy punzantes a la hora de las críticas», dijo Marcelo Caruso, ganador del Premio Clarín Novela 2019 por Negro el dolor del mundo. Alejandra Kamiya recordó cuando asistía con su pequeño hijo de siete años y se ponía a jugar al ajedrez con el autor de El que tiene sed y Crónica de un iniciado. La periodista Gabriela Saidon rememoró su peculiar batisillón que incluía un atril y un estante para depositar libros. Muchos evocarán las arduas y extensas entrevistas a las que Abelardo los sometía antes de admitirlos al taller. Clara Anich contó como a los 19 años pasó por una charla de admisión de más de cuatro horas de duración.

Gustavo Nielsen compartirá algo distinto: nunca asistió al taller formalmente pero fue a algunos encuentros hasta que Abelardo lo echó luego de discutir con fervor: “Volví porque hacía mucho frío y me había olvidado la campera junto con un lápiz mecánico que adoraba”, apuntó.
“Gracias por haber sostenido esta familia espiritual”, le dijo Sebastián Basualdo a Sylvia Iparraguirre, notoriamente emocionada, sentada en primera fila. El académico Enrique Foffani aportó otra anécdota: cuando un tallerista se atrevió a decir que “Sartre era un gil” y Abelardo, furioso, se despachó con una clase magistral de dos horas sobre el intelectual francés. Y agregó una hipótesis más: “Fue de los pocos escritores argentinos a los que les interesaba la pregunta sobre Dios pero de manera heterodoxa”.
Luego de haber tenido un pasado con enseñanza religiosa ortodoxa, en el colegio Wilfrid Barón de los Santos Ángeles en Ramos Mejía, Castillo abandonó la fe de manera estricta pero no se cansaría de repetir en entrevistas o conferencias que para él el cristianismo era una ética, una forma de entender el mundo y de relacionarse con los otros.
Desde entonces, pasó a definirse como agnóstico pero manteniendo esa forma de entender la vida mediante el respeto, la tolerancia y la comprensión hacia las penurias ajenas. Quienes lo conocieron de cerca han destacado su lucidez para analizar el pulso de la época, tal como lo volcó en ensayos y en las revistas que dirigió.

Castillo, el escritor
Luego de una breve pausa, las emociones continuaron. Alrededor de las cinco de la tarde, el auditorio se llenó un poco más para recibir, con aplausos, a Liliana Heker. A los 82 años, pese a que confesó que se mantendría de pie debido a un pequeño problema de salud que no profundizó, se la vió rozagante y feliz de poder hablar acerca de la obra de su amigo. “Le dije a Sylvia: aunque sea en camilla, voy a ir”. Aquel que la cobijó en sus revistas literarias y que se convirtió no sólo en un compinche de las letras sino en un entrañable amigo. Aunque, aclaró: “Hoy no voy a hablar de la amistad sino de Castillo, el escritor».
En una mesa dedicada a analizar sus novelas, cuentos y poesía, Heker se detuvo en varios de sus cuentos. Lo definió como uno de los más grandes cuentistas argentinos y desmenuzó piezas notables como “La madre de Ernesto”, “El candelabro de plata”, “Los muertos de piedra negra” y “Patrón” –que puede ser leído en clave feminista, dijo, porque habla de cómo “fue encontrando nuevos temas y nuevas formas de decir”–.
Heker también se refirió a “cómo instala lo fantástico sin que haya ningún quiebre con la realidad”. Y concluyó: “Fue un escritor que se la jugó por la realidad que vivía. En su escritura hay una verdad coherente con su ideología pero nunca subrayada. El mejor homenaje es leerlo a fondo”.
Luego de los aplausos llegó el turno de Gonzalo Garcés. El escritor y crítico contó que conoció a Castillo cuando era un adolescente y pasó a leer un ensayo que escribió a los 25 años titulado “Abelardo Castillo como educador”. Luego se encargó de desgranar dos de sus novelas clave (El que tiene sed y Crónica de un iniciado) que se retroalimentan. La primera expone el alcoholismo que lo aquejó durante varias décadas de su vida y la segunda, que no podría haberla escrito sin la primera, le llevó tres décadas de trabajo.

Luego Gabriela Franco, escritora y editora, contó cómo trabajó junto a Castillo en la edición de sus diarios y luego como finalmente editó de manera póstuma su primer y, hasta el momento, único libro de poesía titulado La fiesta secreta (Ediciones en danza). Leyó algunos versos y expuso tópicos que se descubren en estos versos, como el amor a Sylvia, la muerte, la locura, el alcohol y sus lecturas recurrentes. “Escribir es un acto de fe en el vacío de la noche. Como cantar en las tinieblas”, dijo.
¿Cuándo nos vamos?
Llegando al final, tuvo lugar la última de las mesas: un diálogo entre Garcés e Iparraguirre. Allí la compañera de vida de Abelardo, pese a confesar que suele ser muy reservada, se permitió contando intimidades que engrandecen aún más la figura del escritor. “La sociabilidad le costaba”, dijo, al mismo tiempo que confesó que festejaba cada vez que se le posponía alguna actividad y le susurraba: “¿Cuándo nos vamos?”, cual émulo de Carlitos Balá, como una suerte de contraseña cuando se aburría en algún evento multitudinario.
En el medio, se hilvanaron anécdotas como cuando tomaba whisky y jugaba al bowling con, nada menos que, Rodolfo Walsh o como había organizado un curso sobre literatura que luego canceló solamente para conseguir su número de teléfono y conquistarla.
“Abelardo fue una de las personas más complejas que he conocido pero no era complicado”, dijo, con los ojos brillosos de amor. También contó su pasión por el ajedrez o cómo él fue determinante para sostenerla durante su paso por la carrera de Letras. También como ella no escatimaba críticas hacia sus textos, que él a veces le leía a las 5 de la mañana, cuando la despertaba entusiasmado luego de una jornada noctámbula de trabajo.

“Cuando hablo de Abelardo, hablo de una persona que admiré siempre. No sólo porque lo conocí de una manera única. Admiro su coraje intelectual, su integridad fuera de serie”.
Iparraguirre adelantó la inminente publicación de La agonía de la libertad, volumen que reúne los textos políticos de Abelardo, bajo el sello Hugo Santiago y aclaró: “No tiene nada que ver con el uso que se le da hoy a la palabra libertad. Tiene que ver con decir tu palabra cuando era difícil decirla”.
Luego de un breve ágape y algunas copas de vino, llegó el turno del documental Un hombre que escribe. Dirigido por Liliana Paolinelli, allí se retrata la entrevista que María Moreno y Mayra Leciñana le realizaron a un Castillo de 80 años. Como una suerte de manifiesto audiovisual de su modo de ser literario, funciona como una síntesis de todo lo dicho. Allí Castillo remata, con sinceridad y sin falsa modestia, con toneladas de literatura sobre los hombros: «Yo no tengo la certeza de ser escritor. Soy un hombre que escribe».