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martes, septiembre 16, 2025

El brote de furia de Perón que apuró su derrocamiento

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El 31 de agosto de 1955 era un día frío y gris. Había amanecido con nubarrones que presagiaban un cielo de tragedia para los argentinos. El presidente Perón, empeñado en avanzar hacia lo que él llamaba “pacificación de los argentinos”, inesperadamente, y ante la tempestad creciente entre gobierno y oposición, ofrecía su retiro en una ambigua nota dirigida a la CGT y a las dos ramas del Partido Peronista. En ella sugería la posibilidad de dar un paso al costado, sin usar en ningún momento la palabra “renuncia”. En todo caso, y de acuerdo a las normas constitucionales, debería haberla enviado al Congreso.

Perón había ordenado a su poderoso aparato de prensa que la nota se difundiera a través de los diarios Democracia, abierto vocero de las prédicas oficiales, y La Prensa, de tradición oligárquica y conservadora, expropiada en 1951 por el gobierno y puesta en manos de “los trabajadores” de la CGT. El mensaje paralizó al país. Crispada, la oposición lo interpretó como una renuncia y redobló la apuesta: vislumbró que se abría una puerta para alejar “al déspota del poder”, como se escuchaba en las penumbras golpistas.

Según cuenta Horacio Maceyra en su ensayo “La Segunda Presidencia de Perón” (Biblioteca de Ciencia Política argentina, del Centro Editor de América Latina) “la carta produjo el impacto esperado: para las bases peronistas, para la clase obrera, era inadmisible el retiro de Perón por la presión de ‘oligarcas y niños bien’ que se aliaban con curas y marinos. Si Perón se iba, inevitablemente volvería a gobernar la oligarquía”.

Hubo quienes vieron en ese texto de Perón una estrategia similar a la desplegada en los días calientes de octubre de 1945, en los cuales, desplazado por mandos militares contrarios a sus políticas sociales y a su idea de convocar a elecciones libres, había sido encarcelado en la isla Martín García. Desde allí, con sigilo subterráneo, fortalecería sus aspiraciones políticas, sabedor del consenso que ya había generado en las bases trabajadoras.

El “coronel del pueblo” aprovecharía entonces el respaldo de las “masas sudorosas” (como él mismo llamaba a los asalariados favorecidos por sus políticas sociales) y transformaría esa coyuntura, en principio adversa, en la gigantesca movilización de respaldo del 17 de octubre. A Plaza llena, y con el país sacudido por mareas de obreros y algunos sectores de clase media en las calles alborotadas, la muchedumbre lo aclamaría cerca de la medianoche para darle el impulso bautismal hacia el poder de la Argentina. Habían pasado diez años. Las circunstancias no eran las mismas. Perón tampoco.

Apenas dos meses y 15 días antes, el 16 de junio, la barbarie golpista de la Marina de Guerra, con el objetivo de matar a Perón, había bombardeado la Casa de Gobierno y la Plaza de Mayo. El resultado fue sobrecogedor: entre 300 y 400 civiles cayeron asesinados por las bombas y metrallas de los aviones de los marinos insurrectos, y otros 600 fueron heridos. Ese ataque artero, inédito en la historia argentina hasta hoy mismo, había tenido el antecedente de un golpe terrorista en un acto de apoyo a Perón en la Plaza, el 15 de abril de 1953: bombas sucesivas causarían ese día siete muertos y numerosos heridos. Sin embargo, el raid aéreo de 1955 había llamado a Perón a una autocrítica forzada, además, por el maltrato de su administración a opositores, tanto políticos como gentes del común, incluso a cierta alta membresía del clero. Las huellas de la crisis económica de 1952 aún persistían. Perón se sintió tocado. Pocos días después de la masacre anunciaría: “La Revolución peronista ha finalizado; comienzo ahora una nueva etapa que es de carácter constitucional, sin revoluciones, porque el estado permanente de un país no puede ser la revolución … Señores: dejo de ser el jefe de una revolución para pasar a ser el presidente de los argentinos, amigos o adversarios”.

“El General”, así, con mayúsculas, como lo llamaba su grey, acompañaría lo que parecía un brusco viraje político con su renuncia a la jefatura del Partido Peronista, y la apertura a opositores de micrófonos radiales, de potentísima llegada a los hogares, hasta entonces bajo draconiana tutela oficial. Diseñada originariamente por Raúl Apold, el todopoderoso subsecretario de Difusión, quien en esos días se alejaba de los elencos del poder, la movida se interpretó como una extraña concesión de Perón a los rivales más virulentos.

Al parecer, convencido de la necesidad de un cambio en la convivencia institucional y política, Perón aspiraba a que los principales dirigentes de la oposición pudieran expresarse al aire radial “libremente”. No sólo eso, el jefe de Estado admitiría que, al llevar a cabo una etapa de profundas transformaciones políticas y sociales, se habían lesionado derechos y libertades de la ciudadanía (el corazón de la querella opositora), con la promesa de que eso ya no volvería a ocurrir. Pero no le creyeron y en sus oratorias casi todos pedirían la renuncia del presidente. Dicen que Perón enfureció en silencio. La excepción sería Arturo Frondizi, jefe radical, quien señalaría críticas al gobierno, como la falta de libertad, la corrupción administrativa y el adoctrinamiento político en las escuelas: en consecuencia, pediría cambios inmediatos en esas cuestiones “para hacer posible el reencuentro de los argentinos”. Sin embargo, no reclamaría abiertamente el paso al costado del Presidente. Más aún: tal vez en posesión de información calificada, advertiría que las Fuerzas Armadas “no deben intervenir en política”.

En su libro “Poder Militar y Sociedad Política en la Argentina/ tomo II, 1943-1973” el politólogo francés Alain Rouquié interpreta que “…el mismo Perón tenía conciencia de haber ido demasiado lejos en el autoritarismo y las prácticas policíacas”. Los peronistas, según el autor, “al atacar a la Iglesia, habían jugado a ser aprendices de brujos …y desencadenaron una oleada de indignación, incluso hasta en sectores más leales de las clases medias, que ya no podrían controlar.” Esa pelea se había vuelto institucional: Perón detendría y expulsaría del país a los obispos Manuel Tato y Ramón Novoa. El Vaticano respondería de inmediato con una severa advertencia al gobierno. Fue una sanción moral, una condena eclesial a Perón, no una ex comunión oficial. Desde 1950 que la Santa Sede no castigaba a un gobierno católico.

El rumoreo en calles, cenáculos de la política, entrelíneas de los diarios, en los sermones de púlpitos rebeldes de las misas dominicales y, mucho más, en las usinas sediciosas de los cuarteles, donde algunos empezaban a descalificar al Presidente con la etiqueta de “tirano”, eran coincidentes. El bombardeo de junio no había inaugurado una tregua hacia la pacificación: había abierto de par en par las puertas al pronunciamiento militar. Los días posteriores fueron la calma que precedía a la borrasca revolucionaria. El golpe estaba en marcha: el fantasma de una intervención castrense con fuerte respaldo cívico asomaba una vez más en la escena y la cuenta regresiva marchaba a toda velocidad.

Aun así, fuentes peronistas aseguraban que la idea originaria de Perón ese 31 de agosto era hacer una nueva convocatoria orientada a apaciguar el clima de hostilidades y odios mutuos, que tenía a la sociedad cautiva y partícipe de la discordia política. Familias rotas, amistades perdidas, rencores incurables que horadaban el alma de la Nación. Dicen los más memoriosos que era común que vecinos de toda la vida se cruzaran de vereda para evitar el cara a cara con “peronachos” o “contreras”, según el bando identitario de cada cual.

El caudillo peronista le habría encargado al diputado John William Cooke unas líneas como ayuda memoria del discurso que tenía en mente, bajo la consigna de “cambiar el aire”. Sin embargo, el “gordo Cooke”, como lo llamaba cariñosamente Evita, era un hombre de izquierda, de palabra filosa, volcado al peronismo, y de antigua amistad con la mujer ya fallecida de Perón, y al parecer surtidor de sus ideas más vehementes.

Juan Domingo Perón prefirió no enfrentar a los golpistas. Se marchó en una cañonera, hacia Paraguay y rumbo al exilio.Juan Domingo Perón prefirió no enfrentar a los golpistas. Se marchó en una cañonera, hacia Paraguay y rumbo al exilio.

Aquel último día de agosto, llamado a quedar en la historia, la multitud había empezado a marchar desde temprano hacia Plaza de Mayo, una vez conocido el mensaje de Perón sobre un posible “retiro”. A media tarde, la Plaza desbordaba de una muchedumbre ansiosa, con ánimos guerreros. El grito ensordecedor y predominante no era piadoso: “¡Leña, Perón, dales leña!”. Dar leña en aquel tiempo era castigar a los opositores. Y no necesariamente con sentido alegórico. Era un clamor en respuesta a las bombas y la matanza de junio.

A las 18.25, Perón asomó por el balcón de la Casa de Gobierno y la Plaza estalló. Gargantas exasperadas vivaban el apellido del General, quien se iría dejando llevar por esa euforia vengativa y elevaría de a poco la temperatura de su alma y de su voz, hasta un punto sin retorno. Estaba a un paso de cometer el mayor error político de toda su carrera. No pudo, no quiso o no supo evitarlo. Prefirió que “tronara el escarmiento” como enseñaba el catecismo peronista de aquellos años. Aquel lamentable día pasaría a la historia como el del “cinco por uno”, no casualmente apropiado dos décadas después por Montoneros en su cruzada mesiánica y militarista, llevada al furor mismo de la hipérbole: “¡cinco por uno, no va a quedar ninguno!”.

La académica María Sofía Vassallo, en un interesante trabajo comparativo de los discursos de Perón del 17 de octubre de 1945 y del 31 de agosto de 1955, cita párrafos de la última pieza, en la que describe el gradual descontrol de Perón y la reacción de la muchedumbre a cada frase suya.

* “A la violencia le hemos de contestar con una violencia mayor” (Explosión de vítores y aplausos crecientes: “La vida por Perón, la vida por Perón”)

* “Aquel que, en cualquier lugar, intente alterar el orden en contra de las autoridades constituidas o en contra de la Ley o la Constitución puede ser muerto por cualquier argentino” (Estallido de la multitud, ovaciones)

* “La consigna para todo peronista … es contestar a una acción violenta con otra más violenta ¡y cuando uno de los nuestros caiga, caerán cinco de ellos! (“La vida por Perón, la vida por Perón”, murmullos cercanos al micrófono en el balcón)

* “Esta lucha que iniciamos no ha de terminar hasta que no los hayamos aniquilado y aplastado”, dicho con fuerza y furia (Ovaciones, ¡Perón, Perón, Perón!)

El derrape verbal del Presidente, de una violencia simbólica inusitada, resultaría imperdonable en un hombre de su estatura política. Al decir del cientista político Rouquié, aquel peronismo era una “democracia hegemónica”, sin aire ni espacio para las voces disidentes. Y no sólo eso: puede interpretarse que ese carácter había acelerado el golpe militar, en marcha desde las bombas del 16 de junio. Hasta ese momento, de algún modo, podría decirse que los opositores querían desalojar a Perón del poder por los aciertos de su gestión, en favor de actores sociales antes desposeídos, en su gobierno favorecidos por una concreta legislación y evidentes beneficios sociales, acordes con el Estado de Bienestar de la posguerra. Ese modo de gestionar la política había derivado en una notable transferencia de ingresos, sólo posible por la poda de privilegios para los sectores más acomodados de la sociedad. En una década, Perón había modificado el reparto de las porciones de la torta: la renta nacional llegaría a estar el 50% en manos de los trabajadores. Algo que no repetiría ninguna otra gestión, peronista o no peronista, hasta nuestros días. Sin embargo, esa infortunada pieza incendiaria, aun analizada en un contexto histórico de enfrentamientos de naturaleza tribal, podría ser considerada como argumento para derrocar a Perón por los errores expresados en el marco de un régimen de asfixiante hegemonismo político, como clamaba la oposición.

A partir de ese 31 de agosto, las actividades clandestinas de los “comandos civiles”, golpistas declarados, unidos a los insurgentes de la Marina y a la prédica disolvente de algunos sectores de la Iglesia que llamaban desde los púlpitos a la desobediencia civil, desgastarían con más intensidad al Gobierno. El aparato represivo del peronismo ya no podía controlar los tiroteos nocturnos a destacamentos policiales ni los “actos relámpago” callejeros que inundaban las calles con panfletos contra el gobierno y contra Perón. En el corazón de las Fuerzas Armadas el descontento no podía disimularse. El contraalmirante Aníbal Olivieri, ministro de Marina del gobierno, sería rotundo en sus sentimientos: “He sido peronista, pero después de los ataques contra la Iglesia me es imposible seguir siéndolo”. Rouquié lo explicaría así: “En el Ejército ya se complotaba hasta en el Estado Mayor y el general Franklin Lucero, ministro del Ejército, y el militar más leal a Perón, era señalado por los observadores como ‘el hombre fuerte’ del momento, por encima de la figura menguada y para muchos desorientada del mismísimo Perón …” El alto jefe militar también diría que la quema de las iglesias había sido “el día más triste de mi vida”. El arma era mayoritariamente peronista, pero también nacía en ella un núcleo antiperonista duro, de pasado leal a la doctrina del General. Y en la Marina la siembra opositora de los altos mandos era generosa y empezaba a permear hacia suboficiales y tropa, hasta entonces de fuerte raigambre peronista.

Asomaba una unidad de análisis de hechos, hombres e ideas, que asociaba la quema de Iglesias por patotas peronistas en la noche de Corpus Cristi, el incalificable bombardeo a la Plaza (ambos en junio), el inclemente discurso de Perón (agosto) y la consumación del golpe, desatado en Córdoba, en la madrugada del 16 de septiembre de 1955, hace 70 años, con el alzamiento del general Eduardo Lonardi, quien comenzaría con la toma de la Escuela de Artillería de la provincia. El jefe insurrecto había sido pasado a retiro por Perón en 1952 por haberse sumado al fallido intento golpista del 28 de septiembre de 1951, y supo aprovechar la exagerada prudencia de Aramburu, quien no tenía tropas bajo su mando, para ponerse al frente del alzamiento militar anunciado y previsible. A esa altura también inevitable.

Fuentes de la época y también ensayos posteriores aseguran que Aramburu no parecía convencido del éxito de la aventura golpista. Lonardi, en cambio, intuyó a un Perón irresoluto y sin voluntad de combate. Y seguiría adelante. Pronto se le sumarían unidades en Curuzú Cuatiá, Río Santiago y Puerto Belgrano. En tanto, la escuadra de mar, con el almirante Rojas al frente, un converso con el odio propio de esa condición, se dirigía al río de la Plata. Había lanzado un ultimátum al gobierno: estaba dispuesto a cañonear la ciudad de Buenos Aires y la destilería de petróleo de La Plata. Hubiese sido un desastre: la guerra civil estaba a un paso y no sólo involucraba a los militares. En cada ciudad, en cada pueblo, en cada barrio y en cada vecindario se anidaba una potencial matanza.

El jefe de la CGT, Hugo Di Pietro, ofrecería de inmediato al ministro del Ejército, el general Lucero, mano derecha de Perón en el arma, organizar milicias obreras para defender al gobierno. El mayor sostén de Perón en las Fuerzas Armadas tardaría dos días en agradecer y declinar “el acto de patriotismo”. El 18 de septiembre, dos días después de los primeros movimientos golpistas, desde el punto de vista militar, la rebelión estaba terminada. Técnicamente había fracasado. Lonardi, cercado por las tropas leales a Perón, al mando de los generales Iñiguez y Morelos, no podía sostener sus posiciones en Córdoba y estaba al borde de la rendición. Sin embargo, cuando nadie lo esperaba, y luego de un ensayo de bombardeo a una destilería de Mar del Plata a cargo del almirante Rojas, quien además insistía en su amenaza de repetirlo en Buenos Aires y La Plata, el general Lucero leyó por radio un mensaje de Perón: se había abierto una negociación con los golpistas y el Presidente había decidido “delegar las gestiones” en manos de una Junta Militar, con el propio general Lucero al frente.

La confusión fue general. ¿La “delegación de las negociaciones” debía leerse como una renuncia? ¿Perón especulaba una vez más con su ascendencia en la mayoría de la población y su mando en el Ejército? Su mensaje decía: “El Ejército puede hacerse cargo de la situación, el orden y el gobierno para construir la pacificación de los argentinos antes de que sea demasiado tarde … Si mi espíritu de luchador me impulsa a la pelea, mi patriotismo y mi honradez ciudadana me inclinan a todo renunciamiento personal en holocausto a la Patria y al pueblo…” ¿El “renunciamiento” era o no una renuncia?

El 19 de septiembre ya no contaban las operaciones militares ni las fuerzas leales ni las rebeldes. Prácticamente no había combates. Con el país en vilo, los militares expectantes y los políticos confundidos, Lonardi interpretaría lo que pasaba antes que nadie: sólo negociaría una vez que Perón renunciara. Sin embargo, un día después, según testimonio de sus memorias recopiladas en un libro por su hija, Marta Lonardi, le habría dicho en confidencia al general Julio Lagos, uno de los rebeldes de sus tropas acantonadas en Córdoba: “Como usted ha visto sólo poseo el terreno que piso… Tengo muy pocas posibilidades de éxito, pero estoy dispuesto a luchar hasta morir…”

Al parecer, Perón no tenía el mismo ánimo, pero tampoco la idea de rendirse. Según Maceyra en la investigación ya citada, el Presidente diría que “su nota no era una renuncia”. Que esa era la interpretación de los generales que integraban la Junta. En su ensayo “La Revolución Libertadora” (Biblioteca de Ciencia Política argentina, del Centro Editor de América Latina) Daniel Rodríguez Lamas, con una mirada distinta, diría que los 17 miembros de la Junta Militar “algunos de los cuales habían sido íntimos colaboradores del presidente, decidieron previa intimación, aprobar por unanimidad (el 20 de septiembre) que la nota debía interpretarse como una renuncia”. Lonardi volvería a mover antes que cualquiera las fichas del complejo tablero: el mismo 20 emitiría un decreto mediante el cual asumía la Presidencia provisional de la República. De soldado casi vencido en el campo de batalla a general triunfante en la burocracia de una insurrección finalmente negociada.

Perón podría haber desatado una contraofensiva militar para retener el poder y salvar su gobierno. No lo hizo. Diría que quiso evitar “un derramamiento de sangre entre argentinos”. Pidió asilo en la embajada de Paraguay y desde el puerto partía al exilio en una cañonera de ese país. Al eludir la lucha quedó a la intemperie la debilidad del gobierno, desmoronado sin combatir. Según Rouquie: “No tuvo que enfrentar un golpe de estado institucional, de esos en que las fuerzas lo superaban. Eran sólo levantamientos aislados que las tropas leales podían reducir con facilidad. Los generales facciosos eran un puñado y no tenían infantería.” La CGT llamaría a la cautela. No hubo reacción de los activistas del peronismo, ni resistencia popular callejera: el golpe se había consumado.

Arturo Jauretche, viejo militante del radicalismo yrigoyenista, devenido peronista y escritor de las “causas nacionales”, explicaría la conducta de Perón en propias palabras del líder, según un artículo que publicara en el periódico El Popular: “Creo que somos mayoría, pero tenemos enfrente una minoría combativa y decidida: si mi renuncia no provoca la reacción de los peronistas y los lleva a una actitud paralela, me iré de la presidencia.”

Robert Potash, en su libro “El Ejército y la Política en la Argentina 1945-1962/De Perón a Frondizi”, describiría “la atmósfera de alborozo y optimismo que rodeó la asunción del mando (de Lonardi) ante una extraordinaria multitud en la Plaza de Mayo ese 23 de septiembre”. Y estima que “el general Lonardi pensaba que un gobierno comprometido con la honestidad, la decencia y el respeto a la ley encontraría solución para el problema de un Ejército dividido.”

Eso no ocurrió: el golpe del 16 de septiembre no sería el único. El 22 de noviembre de 1955 Aramburu dejaría las sombras de su segundo plano y se vestiría con el traje de los dictadores impiadosos. Junto a Rojas destituiría al presidente provisional Lonardi, quien había enarbolado la filosofía de “ni vencedores ni vencidos”, ya usada por Urquiza al derrotar a Rosas en Caseros, en 1852. Y prometido, sin que nadie se lo pidiera, mantener las conquistas sociales y obreras del peronismo derrocado y no intervenir la CGT.

No era la idea del ala dura de los libertadores. Luego de su golpe palaciego, Aramburu y Rojas pondrían en marcha su verdadero plan: borrar a como diera lugar todo rastro del peronismo de la memoria colectiva de los argentinos. Con Aramburu y Rojas como jefes supremos de la dictadura mostrarían los dientes y las garras: harían desaparecer el cadáver de Evita, persiguieron militantes, desataron una sangrienta represión, incluso mediante el decreto 4161/56 prohibieron no sólo la actividad política del Partido Justicialista, sino hasta las palabras y símbolos que recordaran al movimiento creado por Juan Perón.

Al año siguiente pasarían por las armas a los responsables de un ensayo militar encabezado por el general Valle, que buscaba reponer en el poder al gobierno constitucional peronista. El levantamiento fue desarticulado casi antes de comenzar. Aramburu ordenó castigar severamente a los rebeldes. No quiso escuchar los pedidos de clemencia: fusilaría sin proceso judicial alguno al propio Valle y a otros 15 militares sublevados. En los basurales bonaerenses de Lanús y José León Suárez, en los cordones suburbanos, también serían fusilados 18 civiles. Masacrados al amparo de la noche y la sordera de aquella dictadura. Deberían pasar 20 años hasta que las FF.AA. en el poder produjeran un baño de sangre muchísimo más brutal. Perón se había llamado a silencio, salvo en un episodio siempre citado y recordado por su fuerte carácter profético. Ante una pregunta sobre qué pensaba hacer para recuperar el poder, el caudillo miró fijo al periodista y sólo diría aquello de “absolutamente nada. Todo lo harán mis enemigos”.

DS

Redacción

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