La Iglesia católica y la Argentina tienen una deuda de gratitud con el cardenal Estanislao Karlic que, a los 99 años, acaba de dejar este mundo. Desde la discreción, con su proverbial bonhomía y su gran espiritualidad, fue una figura clave para que la Conferencia Episcopal dejara de ser una de las más conservadoras de América Latina y sintonizara mejor con las nuevas realidades sin traicionar la doctrina. Como eminente teólogo que era hizo un aporte relevante al catolicismo mundial. Además, yendo más allá del ámbito religioso, realizó una valiosa contribución a la vuelta de la democracia y luego, a su sostenimiento en un momento aciago del país.
Nacido en Oliva, provincia de Córdoba, estudió en el seminario mayor cordobés y en la Universidad ad Gregoriana de Roma, donde se licenció en Teología. Fue ordenado sacerdote en 1954 y obispo en 1977, pasando a ser auxiliar de la arquidiócesis de Córdoba. A comienzos de la década del ’80 fue designado uno de los redactores del para muchos observadores documento más enjundioso que produjo la Iglesia argentina: “Iglesia y Comunidad Nacional”, que con su difusión en 1981 realizó un significativo aporte doctrinal al retorno del país a la senda constitucional que se concretaría dos años más tarde, tras la derrota en la guerra de Malvinas.
En 1983 Juan Pablo II lo designó primero coadjutor y luego arzobispo pleno de la arquidiócesis de Paraná, sucediendo al tradicionalista monseñor Adolfo Tortolo, que había sido a la vez presidente del Episcopado y obispo castrense. Inicialmente no la tuvo fácil. Bastión por entonces del catolicismo ultraconservador vernáculo, su intención de llevar a cabo una renovación le implicaron una dura resistencia que incluyó pintadas en el frente del seminario. Al final, los principales exponentes de esa revuelta terminaron siendo recibidos en la diócesis de San Rafael, Mendoza, por el ultraconservador obispo de aquel entonces, León Kruk.
Años después el papa polaco lo convocaría para ser uno de los siete redactores de la nueva versión del Catecismo de la Iglesia católica, entre los que se contaba el cardenal Joseph Ratzinger, a la postre Benedicto XVI. La monumental obra que vio la luz en 1991 es una referencia doctrinal obligada para todo católico, no sólo en cuestiones que hacen estrictamente a la formación religiosa, sino frente a tópicos morales tan diversas como la pena de muerte o la bioética. En 1992, delante de Juan Pablo II, abrió con una iluminación teológica magistral la Conferencia de Obispos de América Latina en Santo Domingo.
En 1996 fue elegido por los obispos del país presidente de la Conferencia Episcopal, ocasión en la que afirmó que la Iglesia en el país afrontaba en desafío de llevar a la práctica plenamente la renovación del Concilio Vaticano II, la asamblea que en la década del ’60 actualizó la presencia del catolicismo en el mundo. De inmediato, llevó adelante una ronda de diálogo con todos los sectores de la vida nacional. Llegó a visitar a las autoridades de la masonería, considerada históricamente como anticlerical. Docente de alma, le propuso a sus pares y logró la creación de la Pastoral Universitaria.
Paralelamente, se ocupó de dos temas internamente delicados. Uno: bregar por una relación económica con el gobierno de Carlos Menem clara ante un uso discrecional de los famosos ATN, que no comprometiera la independencia de la Iglesia. El otro: conducir el proceso de revisión sobre el papel de la Iglesia durante la última dictadura militar cuando todavía muchos de los obispos de aquella época estaban vivos y algunos incluso activos. Lo que derivó en el pedido de perdón de la Conferencia Episcopal durante la multitudinaria celebración en Córdoba del Jubileo de 2000.
Con el estallido de la crisis de 2001-siendo aún presidente de la Conferencia Episcopal- impulsó junto con el entonces cardenal Jorge Bergoglio una Mesa de Diálogo que resultó política y socialmente muy contenedora. No sólo porque permitió un espacio de catarsis, sino porque de allí surgió el Plan Jefes y Jefas de Hogar solventado con las retenciones al campo que permitió desactivar una situación en los sectores más postergados que amenazaba con ser explosiva. Aunque muchas de las propuestas que se elaboraron como una reforma política no fueron tenidas en cuenta.
Frente a su gran trayectoria, en 2007, Benedicto XVI lo distinguió creándolo cardenal. Aunque retirado de sus tareas como obispo por haber llegado a la edad límite, siempre siguió actuando como un sabio consejero. Pero en los últimos años sufrió los cuestionamientos por su modo de gestionar en los ’90 denuncias de abusos sexuales en perjuicio de seminaristas contra uno de sus sacerdotes, Justo José Ilarráz. Eran los tiempos en que la Iglesia en todo el mundo prefería la discreción y el traslado de los curas abusadores a destinos lejanos para “evitar el escándalo”.
En sus últimos días, mientras se recuperaba de una operación recibió el llamado de un viejo conocido: el padre Robert Prevost, ahora convertido en el Papa León XIV que quería transmitirle sus saludos y su aliento. Hace un par de años lo visité en la casa de retiros en las afueras de Paraná donde vivía y mantuve una larga charla donde tuvo definiciones agudas. Como cuando le dije que muchos afirman que es bueno confiar, pero que es mejor desconfiar. A lo que contestó: “Pero no vive mejor el que desconfía”. Al final, me bendijo y, para mi sorpresa, me pidió que lo bendijera.