Ni las esperas desesperantes, ni los problemas técnicos que han agotado la paciencia de muchos pasajeros, ni el azote especialmente ácido de los medios para los que todo lo que huela a español es motivo de ataque han logrado desanimar a los casi 1.000 aspirantes a maquinistas de Renfe que realizaron
las pruebas la pasada semana para ocupar 470 plazas.
Con la situación que se vive en Rodalies, agravada en los últimos meses, cuesta entender que haya más de un centenar de catalanes aspirantes a las plazas para pilotar los trenes. Lejos de huir de las siglas de Renfe –en la situación actual, o traspasada la compañía, o medio traspasada a la Generalitat–, el ciudadano no deja nunca de sorprender. Se anima a pelear por un puesto que mucha gente ha puesto de vuelta y media en los últimos años. El colega Óscar Muñoz retrataba impecablemente el perfil de los aspirantes, en un reportaje publicado el domingo en este diario. Quizás los 2.000 euros netos de salario, en la escala baja de los maquinistas, fue un aliciente extraordinario para que muchos catalanes desafiaran la maldición de trabajar para un acrónimo que ha sido más pisoteado que el nombre más odiado en la historia del barcelonismo, el inefable Guruceta Muro.
Bajo el mando de quien sea, precisamos que el servicio ferroviario funcione como un reloj
Vivir anclado al servicio de Rodalies no es un buen negocio en Catalunya. El servicio ferroviario de proximidad es complejo, con múltiples estaciones, con muchas desatenciones y con ausencias inversoras notables a lo largo de la historia. La culpa, no obstante, no ha sido siempre de la, para algunos, pérfida España. En Madrid, Cercanías ha recibido más inversiones, pero los problemas se suceden con frecuencia con una diferencia: que no se etiquetan políticamente. Eso se verá si algún día Rodalies vive completamente bajo el paraguas de la Generalitat. Quizás mejoren algunas cosas, pero la bola de cristal predice que quien sea el responsable vivirá siempre con unos niveles de cortisol elevados.
Y, ciertamente, bajo el mando de quien sea, precisamos que el servicio ferroviario funcione como un reloj si queremos evitar la ratonera en la que ya se ha convertido Barcelona. En la capital catalana, se optó por tejer una malla sobresaliente de transporte urbano, pero inconsistente para la movilidad interurbana, esa que une la ciudad con las consiguientes coronas que la rodean. Ese hándicap, unido a la política del asfalto enemigo para los automóviles privados que se instauró con la alcaldesa Colau, convirtió la red viaria del Eixample y la que da acceso al centro de la ciudad en una trampa cada vez más insoportable.
Lo acredita la cantidad de automóviles que no pueden dejar de llegar porque los ciudadanos que viven en esas coronas tienen dificultades para viajar en transporte público y la irrupción del comercio electrónico, que ha provocado la explosión de vehículos de reparto con cada vez menos esquinas hábiles donde estacionar.