Una de las primeras cosas que aprendemos en filosofía es el rol que tuvo Sócrates en su historia oficial. Y dentro de sus enseñanzas, que tenía una idea bastante particular sobre la ética. Según él, la gente que obra bien o mal lo hace por razones de conocimiento o ignorancia, respectivamente. Es decir, según Sócrates, no hay una acción mala que no esté motivada por una profunda ignorancia. Nadie con conocimiento pleno obraría mal con relación a algo.
Obviamente, la idea nos impactaintuitivamente como equivocada. Basta cuánto conocimiento hace falta para lavar fortunas y evadir impuestos, crear y usar tecnologías dañinas, engañar a personas menos formadas o más inocentes, etc., para darnos cuenta del error de Sócrates.
De hecho, “el maestro de los que saben pensar”, como se llamó a Aristóteles, distinguía entre virtudes éticas y virtudes dianoéticas. O sea,entre aquellas virtudes que forjaban nuestro carácter y aquellas otras capacidades vinculadas con nuestra parte racional. Dicho de otro modo: se puede ser un excelente profesional en un área específica, pero un pésimo ciudadano. Obviamente, lo deseable es la conjunción de ambos, pero nada garantiza que alguien con gran formación y capacidad técnica o científica sea, a la vez, una buena persona.
¿Era un error?
Pero ¿realmente estaba equivocado Sócrates? Se puede dar una respuesta más integradora. Pensemos en alguien que obtiene gran rédito de su actividad, pero dañando a otros; o en quien gobierna exitosamente en términos de Maquiavelo (o sea, logra acceder al poder y mantenerlo) pero no tiene en vista el bien común; o en quien plantea la economía admitiendo que no tiene responsabilidades de inclusión o justicia social. Esas personas podrían – quizás – ser “exitosas” a pesar del daño que causan.
Pero imagino al viejo Sócrates respondiéndoles (en realidad, haciéndoles preguntas, hasta llevarles a ver sus propias contradicciones). Porque realmente hay una ignorancia en ese tipo de éxito aparente. Por ejemplo, la ignorancia de los efectos negativos sobre otros. La ignorancia de la contingencia de nuestras acciones. La ignorancia de cómo valorar lo más importante y lo menos importante. La ignorancia que el trato dañino respecto de otros y del mundo termina revirtiendo de modo incontenible sobre el todo social (incluidos los “beneficiados” del sistema). La ignorancia que las necesidades reales pero insatisfechas de las mayorías terminan finalmente afectando a las minorías privilegiadas. Y, en todo caso, la ignorancia de lo justo.
Más aún, si dijésemos que está muy bien decir que hacen falta esos conocimientos, pero que no alcanzan sin un mínimo de sensibilidad, empatía y sociabilidad, podríamos replicar con San Agustín “no se puede amar lo que no se conoce”.
El problema, claro está, es cómo haríamos con quien es indiferente, o cínico, o simplemente se niega a aceptar que hay una forma de conocimiento más inclusiva, más igualitaria, más emancipadora.
Un país más humano
En el cuadrante suroeste de la Plaza San Martín del centro de Córdoba hay una placa conmovedora. Recuerda que en ese lugar fueron vendidos el 27 de abril de 1588 un hombre y una mujer, llamados Pedro y Yomar, provenientes de África. Imagino que nos horrorizaríamos si viésemos hoy vender esclavos en esa esquina. En ese sentido podríamos pensar que hemos progresado.
Pero hay cosas que no horrorizan a las mayorías. Más aún, son consideradas casi una deducción lógica de un sistema económico que así funciona. Según Oxfam, el 1% más rico de la población mundial tiene casi la mitad de las riquezas actuales del mundo. Según el CELAG, 1200 terratenientes poseen el 40% del territorio de nuestro país. Puedo imaginar muchas personas que consideran aceptables o por lo menos no problemáticos estos números.
Quizás – ojalá – dentro de algunos años, un cartel horrorice a nuestros descendientes con esas cifras. Y así como nos preguntamos sobre aquella sociedad esclavista “¿cómo pudieron?”, ojalá nuestros descendientes pregunten, sobre nosotros, “¿cómo pudieron?”
En un mundo y en un país atravesado por formas nuevas de violencia y tecnologías en condiciones de hacerla repercutir exponencialmente; en un mundo donde la separación es abismal entre los más poderosos y ricos, por un lado, y los más débiles y dañados por el modelo imperante universal, por el otro; aparecen a menudo respuestas vinculadas al conocimiento. Pero todavía no vemos cómo esas respuestas repercuten en el bien social.
Frente a esto se ha vuelto un lugar común el rechazo antihumanista, que considera que todo este proceso de avance y conocimiento fue una gran injusticia. Tiene razones de ser, porque a menudo en nombre del humanismo se hicieron las peores cosas a los seres humanos y a la naturaleza.
Pero, para volver a Sócrates, también ahí falta algo del conocimiento que integre los mejores logros de la humanidad y la conciencia más amplia de nuestros vínculos con nosotros mismos, con los demás y con la naturaleza. Un buen comienzo para un país más humano.