Por Luis Gotte – La Trinchera Bonaerense
El estreno de El Eternauta, la nueva serie dirigida por Bruno Stagnaro y protagonizada por Ricardo Darín, marca un hito en la cultura argentina.
Esta producción ambiciosa, cuidada y poderosa no es solo una de las mejores series de las últimas décadas: es un espejo de lo que somos y una proeza que el mundo celebra.
No pretende ser una réplica exacta de la obra maestra de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, ni debe serlo. El cine y las series tienen su propio lenguaje, con ritmos y necesidades distintos.
Quien busque fidelidad absoluta, que relea la historieta. Y si quiere debatir, que lo haga en un café, entre amigos, como corresponde a las obras que nos interpelan de verdad.
Hoy, todos los argentinos deberíamos estar orgullosos. El Eternauta es nuestra. Director, productores, actores, escenarios y argumento: todo es argentino.
Buenos Ayres, bajo la nevada mortal, cobra vida como nunca en la pantalla. La historia del hombre común, en este caso un héroe de Malvinas (un dato poderosísimo), enfrentado a lo extraordinario, con coraje de pueblo, refleja nuestra esencia: adaptación, comunidad, lucha.
Es un espejo incómodo, pero necesario, de lo que somos capaces. El mundo habla de esta serie, de nuestra capacidad para crear arte y ficción de calidad. No es una coproducción extranjera: es un logro propio, un grito de identidad en un planeta que nos observa.
Sin embargo, como siempre, caemos en la trampa de la división. Aparecen los puristas, que exigen lealtad al texto original, enfrentados a los pragmáticos de la industria audiovisual. Los defensores de la historieta contra los innovadores del guion.
¿No es esta la historia de siempre? Nos pasa con todo. Cristóbal Colón descubrió América, pero los vikingos llegaron antes. José de San Martín liberó medio continente, pero era masón. Julio Argentino Roca consolidó la soberanía, pero cometió genocidio.
Juan Domingo Perón industrializó el país, pero era un tirano. Francisco I, el primer Papa argentino, era tildado de globalista y comunista.
Somos expertos en desvalorizar nuestras victorias, en buscarle defectos a nuestras grandezas, en arruinar la celebración con reproches. Esa es la insoportable levedad del ser argentino: una tendencia a fragmentarnos cuando más necesitamos unirnos.
El Eternauta no es solo una serie; es un símbolo, como lo fue la historieta en su tiempo. Desde la ciencia ficción, nos habla del presente.
Nos advierte de una invasión invisible: ideologías que nos debilitan, poderes externos que nos quieren sumisos, obedientes y sin resistencia. Nos llama a organizarnos, junto al pueblo, la Iglesia, el ejército y las instituciones, para resistir.
Pero también nos recuerda nuestro talón de Aquiles: la desunión. Mientras discutimos si la serie traiciona o no la obra original, el verdadero enemigo -ese que apuesta por nuestra debilidad- aplaude nuestra grieta eterna.
La serie nos interpela con una pregunta urgente: ¿cuándo aprenderemos a reconocernos en nuestras fortalezas y debilidades? ¿Cuándo caminaremos junto al otro, a la par, sin anteponer diferencias a la causa común?
El día que lo hagamos, seremos invencibles. Ese día nacerá un Tercer Occidente, humanista y cristiano, forjado en el sur del mundo. Argentina habrá derrotado a los cascarudos, gurbos, los manos y hombres-robot, aplastando al poder que los manipula: el estado profundo, el ideologismo que nos divide.
El Eternauta es más que ficción. Es un llamado a despertar. A dejar de lado la levedad que nos condena y construir, juntos, una nación que no solo sobreviva, sino que conduzca.
Que los argentinos de 2025 escuchemos ese mensaje. Que el orgullo por esta serie sea el primer paso hacia una unidad que trascienda la pantalla y transforme nuestra historia.