La infancia ha padecido y sigue padeciendo, a lo largo de la historia, las peores consecuencias en los conflictos bélicos, en los terrorismos estatales, en los sismos. Hambruna, orfandad, heridas de gravedad. Infinitas oscuridades que fueron tiñendo de dolor los cuerpos más cargados de fragilidades. En Gaza, ya se los identifica como WCNSF, una sigla que significa Niño herido sin familiares supervivientes.
https://pelotadetrapo.org.ar/el-genocidio-de-la-infancia
No es una palabra en sí misma. Es una sigla la que los identifica. WCNSF, se garabatea en los expedientes médicos: Niño herido sin familiares supervivientes. Las estadísticas de Unicef mencionan que 2.596 niños han perdido a ambos padres y otros 53.724 que habían perdido al padre (47.804) o a la madre (5.920). En unos pocos meses en Gaza, sólo en Gaza. Donde la crueldad del gobierno israelí –más allá de la hambruna, del genocidio, de la destrucción- fue la responsable de la deshumanización del pueblo palestino. Sólo en Gaza y en apenas un manojito de meses, no en esa vasta historia que arrancó en los últimos estertores de la década del 40.
Niñas y niños que llevarán para siempre escritos entre los pliegues de su piel el horror del que fueron víctimas y testigos. Un antes y un después definitivo. Muchos de ellos, además, heridos salvajemente. Gaza ostenta un record digno de Guinness: tiene la tasa más alta de amputaciones infantiles de todos los conflictos bélicos pasibles de ser medidos.
Y no se trata sólo de una metáfora ese tatuaje en la piel. Muchas familias optaron por escribir cual número sellado en la Alemania nazi el nombre en el brazo de sus niños ante el riesgo cierto de que quedaran solos en el mundo, como finalmente ocurrió.
Establecía un año atrás Unicef: 460 millones de niños viven en países afectados por conflictos violentos. Basta recorrer los distintos conflictos bélicos, guerras civiles, ataques genocidas, terrorismos estatales para encontrar las particularidades que quedaron como huellas indelebles en las infancias. Un estudio publicado en 2023 por el diario español El País desnuda que en Siria “más de 650.000 niños menores de cinco años sufren retraso en el crecimiento”. Eran 500.000 en 2019. Todo producto de la desnutrición crónica, que genera daños físicos y mentales irreversibles.
Son las y los olvidados de la tierra. Los que van sobreviviendo con la pertinacia que, a pesar de la fragilidad, suele acompañar a la infancia. Las y los que sobreviven a los ataques aéreos, a las persecuciones y también en las pateras, de las que los estados coloniales muestran una pátina de bondad y reciben sólo a los niños.
Habrá que salvar a los niños y a las niñas porque está en ellos el amanecer del mundo, pensaron generaciones enteras. Como los republicanos que pugnaron por evitar en sus niños las secuelas psicológicas y físicas y los evacuaron a países en donde soñaban que les protegerían del horror. 20.000 fueron destinados a Francia; otros 5000 a Bélgica, cerca de 4000 a Inglaterra; 3000 a la entonces Unión Soviética, a Suiza unos 800 y a México, 456. Conocidos estos últimos como los niños de Morelia (capital de Michoacán). Niñas y niños que, tras la derrota republicana, permanecieron en muchos casos sin volver a pisar suelo español en toda su vida y sin reconectarse incluso con sus propias familias.
Habrá que salvar a los niños y niñas porque está en ellos el amanecer del mundo, pensaron también los crueles. Y se quedaron, como un presente al que moldear bajo sus propios espíritus y preceptos de la vida, a los bebés de las y los revolucionarios argentinos. Había que torcerles el rumbo ideológico como fuera. Y de a pequeñas gotas, siguen apareciendo décadas y décadas más tarde por la búsqueda denodada de las Abuelas.
Se podrían señalizar los territorios donde las violencias han tenido mayor eficacia en borrar la luminosidad sobre las infancias. Infinitas oscuridades que fueron tiñendo de dolor los cuerpos más cargados de fragilidades. Y aparece Haití sobre ese mapa tan azotado. Allí donde 15 años atrás, cuando enero transitaba sus primeros días, un terremoto de 7.0 de magnitud provocó la muerte de más de 200.000 personas, obligó al desplazamiento de un millón y medio y destruyó casi por completo la infraestructura de ese país pequeño y uno de los más pobres del planeta. Aquel que despertó antes que ningún otro del yugo colonial. Pero que hoy sigue arrastrando las consecuencias del sismo y de la dadivosa hipocresía internacional. Dos millones de niños y niñas enfrentan la falta de alimento en sus diferentes formas. Desde la inseguridad alimentaria de emergencia a la misma muerte por la criminalidad del hambre. Las guerras y el terremoto provocaron millones de orfandades. Que quedaron desparramadas por el planeta. Allí donde se busque a lo ancho y largo de la tierra habrá un niño o una niña haitiano. Muy caro se le hizo pagar al pequeño país la arrogancia de su rebeldía temprana.
Infancias que sólo conocieron la guerra en la totalidad de su vida. Con el terror a las bombas. La falta de un techo. Las pesadillas en la noche y durante el día. La soledad y la falta de abrazo porque les mataron a sus mamás, a sus papás, a todo su mundo afectivo. Infancias que crecieron con la desesperación de romper el mundo alrededor, si es necesario, para encontrar un mendrugo de pan. Que tuvieron que golpear a otro niño como ellos para tironear de un pedazo cualquiera de alimento.
Infancias que van moldeando su psiquis con la crueldad que les va marcando la curvatura de sus brazos. Que los obliga a ponerse de pie sin un pie que los sostenga. Que les va forjando las palabras (las que pueden pronunciar y las que guardan en el silencio de su propia cabeza) para escupirlas sobre ese mundo adulto que los malhirió de por vida. Infancias laceradas y despedazadas pero que tienen que buscar dentro de sí las herramientas para sobrevivir como sea en un territorio que los vio nacer y que los hizo crecer con la nada misma entre sus dedos.
El tiempo nos ha vaciado de fulgor, pero la oscuridad sigue poblada de luciérnagas, escribió alguna vez Gioconda Belli. Habrá que buscar esas luciérnagas. Arremangarse de coraje y empezar a limpiar el cielo y la tierra para parir de una vez por todas una geografía y un tiempo en el que las luciérnagas puedan llenar de luz un nuevo amanecer.