Guillermo Francella acaba de estrenar “Homo Argentum”, una película que pretende reflejar lo que somos los argentinos. Pero luego de su estreno, algo es claro: lo que muestra no es la argentinidad en toda su diversidad, sino una versión recortada, porteñocéntrica. Más que homo argentum, lo que vemos es un homo porteñensis. Es como esas publicidades que dicen “la gente” cuando en realidad hablan de un vecino de Caballito o de Belgrano.
El cine, como la política, construye relatos sobre la identidad. Y ahí está la primera conexión: si la película se vende como espejo del argentino promedio, lo cierto es que deja afuera a millones que viven y piensan distinto en Santiago del Estero, en Tierra del Fuego o incluso en Buenos Aires. No es un detalle: es un síntoma. En Argentina, desde hace décadas, confundimos la mirada de Buenos Aires con la mirada nacional. Y eso no solo empobrece la cultura: empobrece la política.
Hoy la política argentina también es un espejo roto. Milei gobierna con un discurso pensado para Twitter y para los noticieros porteños. Habla de la inflación, de la casta y de la motosierra como si el país fuera un departamento en Recoleta. Pero en el interior, donde el transporte público muchas veces ni llega, donde el gasoil sube con cada dólar y donde la salud es una desfinanciada salita, el ajuste no es consigna: es herida.
Lo que Francella hace en clave de comedia (reducir lo argentino a un porteño exagerado) Milei lo hace en clave de política: reducir lo nacional a un recorte metropolitano.
La película es metáfora de lo que nos pasa: reímos de nuestros vicios porteños como si fueran universales, mientras invisibilizamos la riqueza y los problemas de todo lo demás.
En política ocurre igual: nos venden un plan económico que dice salvar al país, pero está pensado para la timba de la City. Al interior le dicen que espere, que aguante, que algún día le va a tocar. Es la vieja historia de “la frazada corta”: siempre alcanza para tapar al de arriba, nunca al de abajo.
Lo cierto es que la argentinidad no se agota en la picardía porteña ni en el ingenio de la supervivencia urbana. El interior tiene su propia épica: la del que siembra en sequía, la del que vive a kilómetros del hospital más cercano, la del que arma cooperativas para sostenerse en pueblos que el mercado abandonó. Esa parte de la película no se filmó, y esa parte de la política tampoco se está contando.
El riesgo es que naturalicemos esa ausencia. Que pensemos que “lo argentino” es solo la postal de la General Paz hacia adentro.
En definitiva, Homo Argentum puede ser es un espejo gracioso pero incompleto, y la política actual es un espejo distorsionado y peligroso. El desafío es animarnos a mirar más allá de ese reflejo cómodo pero tramposo. Porque si seguimos reduciendo la Argentina a Buenos Aires, vamos a seguir viendo solo una parte de lo que somos y tropezando con las mismas piedras de siempre.
El país necesita un relato más federal y más verdadero, que entienda que el homo argentum no es solo un porteño enojado con el tránsito, sino también una maestra jujeña, un obrero chaqueño, una enfermera fueguina, un productor mendocino. Ahí está la riqueza y, quizás, la salida.
Porque, al fin y al cabo, como dicen por ahi:“el que se mira solo en el espejo, termina creyéndose lindo”. Argentina no necesita más espejitos de colores (ni en el cine ni en la política). Necesita un relato que incluya a todos, para que la película deje de ser siempre la misma tragicomedia y empiece, de una vez, a escribir un final feliz.