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miércoles, mayo 7, 2025

El humo blanco y el alma de la iglesia

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Comienza este miércoles uno de los procesos más enigmáticos y trascendentales del mundo contemporáneo: el cónclave que elegirá al sucesor de Francisco, un Papa que ha marcado una era con su estilo reformista, su discurso incómodo para las élites eclesiásticas y su voluntad de llevar a la Iglesia a los márgenes geográficos y sociales. La elección no será solo un cambio de liderazgo, sino un pulso entre dos visiones antagónicas del catolicismo: una que busca adaptarse a los desafíos del siglo XXI y otra que clama por un retorno a la ortodoxia preconciliar.

El cónclave es un teatro de solemnidad y secretismo. Los 132 cardenales electores (todos menores de 80 años) quedarán encerrados «cum clave» (bajo llave) en la Capilla Sixtina, bajo los frescos de Miguel Ángel que ilustran el juicio final —una metáfora no tan sutil de la responsabilidad que enfrentan—. Las votaciones, quemadas en una estufa cuyos humos (blanco para el éxito, negro para la indecisión) son observados por el mundo, pueden durar días o semanas. Pero esta vez, los vientos apuntan a una decisión rápida.

Los cardenales reformistas, herederos del legado de Francisco, defienden una Iglesia sinodal y descentralizada, con énfasis en la justicia social, la ecología (Laudato Si) y una pastoral más inclusiva —aunque sin alterar la doctrina— hacia divorciados y la comunidad LGTBIQ+.

Entre sus figuras clave destaca Luis Antonio Tagle, el cardenal filipino apodado el «Francisco asiático», cuya elección marcaría un hito al ser el primer Papa no europeo desde el siglo XVI y reflejaría el crecimiento del catolicismo en el Sur Global, especialmente en Asia, donde compite con el ateísmo estatal chino y el islam.

También sobresalen el italiano Matteo Zuppi, un mediador experto en diálogo interreligioso cercano a la Comunidad de Sant’Egidio, y Pietro Parolin, Secretario de Estado vaticano, cuya habilidad diplomática lo perfila como un candidato de equilibrio entre tradición y pragmatismo.

Frente a ellos, los conservadores buscan revertir lo que consideran «desviaciones» del pontificado actual, promoviendo un retorno a la liturgia tradicional, la centralización romana y una defensa rígida de la moral sexual.

Peter Erdő, arzobispo de Budapest y favorito de Viktor Orbán, encarna esta línea con su oposición a la inmigración y el matrimonio homosexual. El estadounidense Raymond Burke, abanderado de los tradicionalistas, añora la misa en latín y ha sido crítico feroz de Francisco, mientras que el guineano Robert Sarah, aunque africano, representa una paradoja: sería el primer Papa negro en siglos, pero alineado con los sectores más reaccionarios.

Más allá de estos bloques, emergen figuras de consenso como el ghanés Peter Turkson, un africano moderado con amplia experiencia en temas sociales, o el mexicano Carlos Aguiar Retes, cuya elección sería un guiño a América Latina, región donde el avance evangélico erosiona la hegemonía católica.

Tras bambalinas, fuerzas invisibles moldean el cónclave: la demografía —con África y Asia como nuevos centros de gravedad—, la pugna entre la Curia romana y los cardenales «periféricos» nombrados por Francisco (83 de 132 electores), y la geopolítica, desde el lobby de gobiernos como los de Trump y Orbán hasta la influencia china en África.

Los escenarios posibles oscilan entre una victoria reformista (Tagle o Zuppi), que mantendría la apertura pastoral con tensiones internas; una restauración conservadora (Erdő o Burke), que frenaría las reformas y alinearía a la Iglesia con la derecha populista; o un Papa puente (Parolin), que negociaría entre tradición y modernidad. La elección, en definitiva, no solo decidirá un nombre, sino el rumbo de una institución en crisis identitaria.

Los reformistas, con Tagle a la cabeza, encarnan la audacia de una Iglesia que mira al Sur Global y se atreve a dialogar con las periferias existenciales. Los conservadores, liderados por Erdő y Burke, representan el miedo a perder identidad en un tiempo de cambios acelerados. Y entre ambos extremos, fuerzas invisibles —demográficas, geopolíticas, incluso económicas— presionan para que el próximo Papa sea, ante todo, un gestor de contradicciones.

Pero hay una pregunta que trasciende los cálculos políticos: ¿puede el catolicismo del siglo XXI ser a la vez fiel a su tradición y relevante para una humanidad fracturada? Francisco lo intentó con su revolución de la misericordia, pero ahora los cardenales deberán decidir si profundizan ese camino, lo corrigen o lo entierran.

El cónclave del 2023 no es sólo una elección; es un plebiscito sobre el futuro de una institución que lucha por su relevancia en un mundo cada vez más secularizado. Francisco ha puesto en marcha cambios que sus enemigos consideran una herejía y sus seguidores, un renacimiento. Ahora, los cardenales decidirán si la Iglesia sigue siendo un hospital de campaña para los heridos del mundo o se convierte en una fortaleza sitiada.

Cuando el humo blanco anuncie la elección, no sólo conoceremos un nombre. Sabremos si la Iglesia elige ser un faro en la tormenta o un museo de certezas perdidas. El relato, como siempre, lo escribirán los imprevisibles designios del Espíritu Santo… y las astucias humanas que, desde hace siglos, convierten cada cónclave en un drama donde lo divino y lo terrenal se confunden.

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Redacción

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