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Una esquina elegante de Buenos. Esplendor de otras épocas. Un rincón de la ciudad que parecía destinado al silencio. Vitrales centenarios, salones ornamentados, pisos de mármol. Lo que alguna vez fue escenario de recepciones fastuosas y encuentros sociales de la élite porteña, hoy se reinventa para recibir al público con una propuesta inesperada: la posibilidad de darse un gusto en un palacio porteño de más de cien años, a un precio que sorprende.
Se trata del Palacio Basavilbaso, una residencia construida en 1923 por el arquitecto Alejandro Virasoro, pionero del art déco en el país. Durante décadas fue sede del Club Sirio Libanés —todavía dueño del inmueble—, que convirtió a la casona en un punto de referencia social y político de la colectividad en Buenos Aires. Más tarde funcionó Abdala, un restaurante de cocina árabe que prolongó la vida del lugar hasta que la pandemia obligó a cerrar sus puertas. El edificio permaneció cinco años vacío, amenazado por el deterioro.
El resurgimiento llegó de la mano de Gastronomía y Entretenimiento SRL, la firma liderada por el chef Santiago Chittaro junto a los hermanos Juan Andrés y Pablo Ávila. Fanáticos del patrimonio, los tres coincidieron en que la única forma de devolverle vida al palacio era restaurando cada pieza original. “La restauración siempre es más costosa que hacer algo de cero, pero este lugar lo merecía”, asegura Pablo.
El Basavilbaso ocupa 1700 m2 distribuidos en cuatro plantas, un sótano y una terraza. La fachada conserva el academicismo de las casonas de principios de siglo, mientras que los interiores revelan el espíritu art déco de Virasoro: profusión de materiales nobles, vitrales geométricos, arañas de cristal, esculturas misteriosas y ornamentos originales.
El trabajo de restauración fue minucioso. Se recuperaron mármoles, el viejo y bello vitreaux, escaleras, arañas antiguas y mobiliario de época. También se sumaron esculturas, cuadros y piezas únicas que refuerzan la atmósfera histórica. En una antigua biblioteca aparecieron reliquias incunables, entre ellas dos sables del año 800. “Estos lugares se vienen abajo si no se usan. Había que darles vida otra vez”, cuenta Chittaro.
El impacto comienza desde el ingreso: el palacio tiene doble acceso, por Ayacucho y por Pacheco de Melo, donde se despliega una galería de recepción repleta de mesitas que ya respira aire señorial. Tras esa primera impresión, la experiencia se expande por los distintos pisos.
En la planta baja funciona una cafetería con brunchs y almuerzos livianos, acompañada por mobiliario restaurado y vitrales que filtran la luz. El primer piso conserva un salón señorial sin columnas, con un piano de cola, revestimientos de cedro y delicada boiserie, pensado para eventos sociales y corporativos. El segundo albergará un bar de coctelería y un restaurante de alta cocina con impronta art déco; mientras que en la terraza se proyecta un rooftop con aire neoyorquino y, en el sótano, una cava con capacidad para 2000 botellas completa la propuesta.
“Entrás a un palacio y la vara está muy alta. Queremos que cada visita esté a la altura, pero sin solemnidad. La idea es que sea un lugar relajado, disfrutable”, dice Chittaro.
La primera etapa fue la apertura de la cafetería y la respuesta del público no se hizo esperar. Vecinos y curiosos se acercaron desde el primer día y las redes sociales amplificaron el rumor de que era posible darse un gusto en un palacio por un precio accesible. “El café fue un boom. Este es apenas el inicio. Ahora avanzamos con la restauración del restaurante del segundo piso y de la terraza, donde habrá nuevos espacios exclusivos”, adelanta el chef.
La carta combina tradiciones y modernidad. No faltan falafel, hummus, mamul, dátiles y baklava, pero también hay bife, pesca del día, salmón, sopas y pastelería clásica. “Queremos desarmar la idea de que entrar a un edificio así implica precios inaccesibles. Se puede desayunar por $15.000 o almorzar por $25.000. Lo importante es ofrecer una experiencia de calidad sin espantar al público”, subraya Chittaro.
Más allá de la gastronomía, el proyecto tiene un costado afectivo. “Esta puesta en valor tiene un costado muy personal: estoy vinculado a este club desde hace mucho, mi hija también pasó su infancia acá. Para mí es devolverle vida a un lugar que forma parte de mi historia”, confiesa Chittaro, cuyo contacto con la comunidad siriolibanesa se dio a través de su pareja, Ariana Brahim. Esa carga sentimental se nota en cada decisión, desde la contratación del personal hasta el cuidado por los detalles.
El entusiasmo de los socios es palpable. Orgullosos de haber rescatado un ícono de Recoleta, quieren que el Basavilbaso deje de ser un espacio reservado a actos protocolares y vuelva a integrarse a la vida cotidiana del barrio. “Era una sede de gala. Queremos que hoy funcione como un espacio cercano, donde cualquiera pueda venir a tomar un café o a cenar con amigos”, resume el chef.
Las puertas se abren, las mesas se llenan, la vida regresa. El Palacio Basavilbaso resucita con una promesa simple y poderosa: en medio de la solemnidad de Recoleta, siempre habrá un rincón donde la historia y el presente puedan sentarse a la misma mesa.