Las ciudades ilusorias son relatadas desde la experiencia más concreta. Alex Kerr estuvo allí, conoce Japón y participa de la vida cotidiana de ese país de mundos escindidos desde el año 1977. En su descripción, Japón se parece más a una sociedad socialista del este europeo anterior a la caída del muro de Berlín que a uno de los países capitalistas más importantes del mundo. El fuerte régimen regulatorio a nivel económico y la escasa incidencia del exterior que los distintos gobiernos japoneses procuraron mantener, hace del relato que propone Alex Kerr en Japón perdido la imagen de un sistema conservador.
Pero a lo largo de todo el texto publicado por Alpha Decay, con traducción de Núria Molines Galarza se percibe una melancolía abatida. Todo aquello que atrajo al autor norteamericano a estudiar la sociedad japonesa y a decidirse a vivir en varias de sus ciudades parece desvalorizado por las nuevas generaciones.
La ceremonia del té, la caligrafía, el teatro Noh y Kabuki son prácticas de las que los jóvenes se alejan, expresiones culturales que no han sabido crear o restablecer un diálogo con las sociedades modernas.
El autor, que además de niponólogo es coleccionista de antigüedades, fundamenta su escritura en la descripción. Su libro tiene el tono de un diario de viajes, solo que aquí el viajero ha decidido establecerse en esa sociedad que visita, ser uno más, entonces la escritura muta a una especie de diario personal o crónica sociológica donde su mirada extranjera le permite identificar las vulnerabilidades y derrotas en esa sociedad que tuvo emperadores y samuráis.
La belleza de las sombras
Está claro que Kerr no se siente demasiado cómodo con las coordenadas del Japón moderno. Añora la belleza de las sombras, “la falta de luz como si se estuviera nadando bajo el agua” que resguardaba la vida de antaño y el país le responde con grandes urbes inundadas de tubos fluorescentes que llevan a los japoneses a perder el sentido del color.
Todo aquello que lo enamoró mientras era un estudiante lo desilusionó en su permanencia en ciudades como Osaka o Kioto. Kerr habla todo el tiempo de un Japón que ya no existe
El teatro Kabuki y su amistad con el actor Bando Tamasabura son para él un refugio. Esta forma teatral que surgió en 1600 ha sufrido muy pocas transformaciones a lo largo de los siglos, el teatro oriental, en general, permanece casi sin cambios. Los actores interpretan un solo personaje durante toda su vida, se entrenan desde niños con un rigor extremo y representan piezas teatrales que el público ya conoce.
Pero esa condición de especialistas es casi inhallable en el Japón de la actualidad porque esta estética teatral altamente codificada y simbólica está muy alejada del presente y los espectadores la ven como una reproducción museística y no con una escena que les genere algún tipo de cercanía o interpelación.

Un teatro de estas características necesita de un público educado en su estética por el hábito de visitar sus salas o por el estudio de sus obras. El director teatral italiano Eugenio Barba que tomó como modelo al teatro oriental para establecer su técnica de entrenamiento, decía que al producirse una identificación total entre el actor y el personaje, cada vez que un actor se retiraba y le dejaba su lugar a un intérprete joven se producía el gran acto revolucionario.
Si ese público que había presenciado durante años el desempeño de un mismo actor en determinado personaje aceptaba al nuevo intérprete y si ese joven se animaba a establecer algún rasgo personal en ese personaje ancestral, sucedía en esa alianza entre el creador y el público un proceso de transgresión inmenso en un teatro que permanecía incólume, lo que significaba haber modificado la tradición, haber cambiado un trozo de la historia.
El público tenía la capacidad de legitimar ese momento con una autoridad muy difícil de encontrar en occidente. Pero esta aventura dramática es una escena del pasado. Hoy el público se sienta a ver el teatro Kabuki y el Noh (dos formas estéticas opuestas, el kabuki es la desmesura, la sensualidad cortesana y el travestismo y el Noh es la oscuridad, la austeridad, el mundo de las sombras) con un desconocimiento casi total y con una mera voluntad de entretenimiento.
Estas experiencias que ya no convocan ni entusiasman al ciudadano japonés, generan en el narrador una suerte de conflicto con el tema de su escritura.
Capturar lo que ya no existe
El autor de este libro no deja de ser un estudioso del país en el que vive desde hace décadas, un etnógrafo que quiere capturar lo que ya no existe. Sobre un presente sobrio, aburrido, de ciudadanos conformistas, donde el mayor problema es la homogeneidad, él señala en el pasado lo que tendría que estar sucediendo, lo que ocurrió hace años o siglos y le reclama a este presente algo que ya no puede darle
El libro se estructura a partir del nombre de alguna ciudad o de algún elemento cultural como el kabuki o la caligrafía que Alex Kerr necesita desarrollar y, de algún modo, establecer o reconstruir en su escritura. Tenmangu es la ciudad donde vive y lo que más disfruta es el sonido de las ranas en las temporadas de lluvia mientras añora las viejas casas donde se dejaba entrar el viento y la luz del sol
Escribir es el modo que encuentra el autor norteamericano para darle permanencia a un pasado que ya no parece importar a los japoneses y, en este sentido, podemos observar cierta desconexión entre el autor y la sociedad sobre la que narra y produce su crónica porque lo que demanda es el Japón mítico, un poco idealizado en sus palabras.
Si bien es un material que permite una lectura histórica en confrontación con el presente, parece faltar ese momento de pasaje. Las causas de los cambios son mencionadas muy rápidamente y a veces se reemplazan por interpretaciones un tanto generales y estereotipadas.
Kerr parece peleado con el Japón actual, con el tiempo en el que le tocó vivir en un país que eligió pero al que imaginó mucho antes de llegar.
Haber estudiado ese mundo antes de habitarlo generó en Kerr una dimensión ficcional que en este libro se plasma en una serie de semblanzas sobre costumbres y prácticas, como si a ese Japón de los años noventa (el material pasó por varios procesos de escritura y actualizaciones) le imprimiera la imagen del Japón perdido en un acto de yuxtaposición y restitución que solo es posible gracias a la escritura.
La crónica, el ensayo, el carácter documental del libro sirve para alimentar una ficción: la de ese pasado que no deja de ser pura invención.
Japón perdido, de Alex Kerr (Alpha Decay).