El Karinagate, que compromete a Karina Milei y salpica a la Agencia Nacional de Discapacidad (ANDIS), golpea el corazón político del gobierno de Javier Milei. En este contexto, recobran fuerza las advertencias que Jorge Bergoglio lanzó en 1991 y luego reiteró como papa Francisco: la corrupción no es un hecho aislado, sino un estado cultural devastador.
Desde su etapa como arzobispo en Buenos Aires, Bergoglio advirtió que la corrupción es “un mal más grande que el pecado” porque no se limita a la trasgresión puntual, sino que cristaliza en un modo de vida naturalizado.
Como papa Francisco insistió en la misma idea: la corrupción conforma una cultura de la apariencia que erosiona el tejido social y socava la noción de comunidad.
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Karina Milei y Diego Spagnuolo.
El Karinagate, con denuncias de sobornos que comprometen el manejo de fondos en la ANDIS, es más que un escándalo administrativo: expone el riesgo de que la política se convierta en un espacio en el que los atajos del ventajismo sustituyen la ética pública.
Los pobres pagan siempre
Francisco repitió por más de tres décadas que la corrupción la pagan los más vulnerables. La presunta trama de sobornos en la agencia encargada de políticas de discapacidad exhibe una crudeza singular: los recursos destinados a los sectores más frágiles terminan condicionados por un entramado de favores y privilegios.
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Javier Milei y el papa Francisco en veredas opuestas por la ayuda social
La frase “los pobres pagan la corrupción” resuena con fuerza en este caso. Porque la sospecha de un desvío de fondos en un organismo clave no se mide sólo en expedientes judiciales, sino en vidas interrumpidas y oportunidades negadas para quienes dependen de la protección estatal.
Política, poder y simulacro
El papa argentino describió al corrupto como alguien con “cara de estampita” y autoestima construida en trampas legitimadas. Esta imagen encaja con la lógica defensiva del oficialismo frente al Karinagate: negar, descalificar y blindar a la hermana del Presidente como si fuera intocable.
La reacción de Milei, replegado en ataques discursivos contra críticos y medios, parece confirmar lo que el papa denunció: el corrupto tiende a volverse incuestionable, persigue al que lo interpela y necesita fabricar enemigos para sostenerse.
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Karina Milei.
La paradoja se vuelve más áspera si se recuerda que Milei llegó al poder con la promesa de ser distinto a la “casta”, en especial al peronismo, al que responsabilizó por décadas de corrupción.
La defensa cerrada en torno a su hermana expone, sin embargo, una contradicción: aquello que denunció como privilegio de otros actualmente exige explicaciones en su propio gobierno.
Justicia social contra la corrupción
Bergoglio advirtió en 1991, en medio del contexto de la situación en Catamarca, y lo reiteró en Roma: no alcanza con la represión judicial. Combatir la corrupción exige justicia social y un sistema que garantice derechos básicos.
Cuando el poder se administra sin esta perspectiva, la política se reduce a un campo de negocios y favores, alimentando la desafección ciudadana.
El Karinagate, en este marco, no es sólo un capítulo más en la larga saga de escándalos argentinos. Es la demostración de cómo la ausencia de equilibrios institucionales y la concentración del poder en círculos íntimos generan un terreno fértil para la degradación.
El precio de la complicidad
Las encuestas muestran que ocho de cada diez ciudadanos esperan explicaciones del Presidente. Más allá de la judicialización, el problema es cultural: tolerar la corrupción como un modo de gestión normalizado.
En palabras del papa, es un “estado” que degrada lo común y convierte la política en un espacio de desvergüenza ritualizada.
El desafío para Milei no es sólo desactivar el escándalo, sino enfrentar el dilema que marca Bergoglio: pecado puede ser, corrupción no. El costo de ignorarlo será, otra vez, la erosión de la confianza y la profundización de la desigualdad social.