Este artículo introduce una lectura crítica de La Brecha, un conjunto de textos escritos por Claude Lefort, Cornelius Castoriadis y Edgar Morin en pleno Mayo Francés y reeditados en numerosas ocasiones. Los autores, influenciados por diversas corrientes del pensamiento crítico —marxismo heterodoxo, existencialismo, autonomismo—, buscaron interpretar el sentido profundo del ‘68, sus alcances y límites. La obra forma parte del material de estudio de la materia “Sociología del Trabajo” de la Licenciatura en Sociología (IDAES-UNSAM), y constituye un punto de partida relevante para debatir sobre la relación entre espontaneidad, organización y estrategia.
En un nuevo aniversario del Mayo Francés, recuperamos este debate no sólo para revisar uno de los procesos de radicalización política más profundos del siglo XX, sino también para interrogar sus sentidos estratégicos, límites y proyecciones hacia el presente. El ‘68 no fue simplemente una revuelta juvenil o cultural, sino un momento de irrupción política profunda, con la huelga general más grande en la historia de Francia y una potencial alianza entre estudiantes y trabajadores que pudo haber cuestionado el orden capitalista. Este artículo que presentamos, formó parte del último número de la Revista Metamorfosis, impulsada por la Presidencia del Centro de Estudiantes de Ciencia y Tecnología de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM).
Los artículos con los que vamos a debatir tienden a presentar la “espontaneidad» como una negación o contraposición de la organización, subestimando el papel de las corrientes políticas organizadas que actuaron en el seno de la juventud y del movimiento obrero. Sin desconocer la riqueza creativa de los procesos desde abajo —todo lo contrario, buscando potenciarlo —, nos interesa afirmar la necesidad de hallar una combinación virtuosa entre espontaneidad y organización. En un contexto moldeado por la dominación imperialista, las organizaciones políticas desempeñaron un papel clave en la elaboración de ideas, repertorios de acción, estrategias y proyectos culturales y políticos que influyeron de manera decisiva en el curso de los acontecimientos. Lejos de ser un mero reflejo, las ideas en disputa fueron también el producto de intervenciones políticas conscientes, ligadas a tradiciones ideológicas enfrentadas.
A más de medio siglo del Mayo Francés, su legado continúa siendo terreno de disputa. ¿Fue una insurrección fallida, una revuelta simbólica o una apertura revolucionaria inconclusa? Frente a lecturas que celebraron su carácter autónomo y creativo pero disuelven su potencia estratégica —como las que elaboraron Claude Lefort, Cornelius Castoriadis y Edgar Morin en La Brecha—, recomendamos volver a una serie de artículos que han buscado recuperar el corazón político y obrero del proceso. Textos como los de Paula Schaller, Emmanuel Barot, Xavier Vigna, Eduardo Grüner y Santiago Roggerone ofrecen una relectura que no idealiza al ‘68 pero sí reivindica su dimensión insurreccional, su articulación entre juventud y clase trabajadora y la posibilidad abierta de una transformación social que fue bloqueada conscientemente por las direcciones reformistas, en particular el Partido Comunista Francés.
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1968: Francia
Un primer aspecto notorio del proceso del Mayo Francés fue su dinámica expansiva: el movimiento contra la guerra en Vietnam, símbolo de la barbarie imperialista, se extendía por el mundo y el impacto de la revolución cubana y de la guerra de liberación argelina —contra el colonialismo francés— sacudía a una nueva generación. Estos acontecimientos golpearon especialmente a la juventud universitaria de Francia y de otros países. La rebelión en las universidades expresaba un rechazo a una institución que reproducía desigualdades, que formaba a los técnicos del sistema y que servía de sostén ideológico al orden social existente. Si bien el proceso que culmina en mayo del ’68 tiene uno de sus puntos de inicio en la Universidad de Nanterre, no se trataba de una problemática “estrictamente universitaria”. El Movimiento del 22 de marzo surge como reacción ante las listas negras contra Daniel Cohn-Bendit —uno de los principales dirigentes estudiantiles del Mayo Francés— y otros activistas, las detenciones durante protestas contra la guerra de Vietnam y una denuncia generalizada al carácter opresivo de la sociedad: desde la represión sexual hasta el autoritarismo académico.
Ante la represión del régimen se suman estudiantes de la ciudad y se abre un proceso de manifestaciones con enfrentamientos con la policía y represiones duras. Esto se comenzó a extender a todas las Universidades de Francia. De la juventud universitaria se contagia a los sectores jóvenes del proletariado (una alianza estratégica para el proceso). El movimiento del ‘68 se transformó en un movimiento contra el poder, contra lo establecido. Como una bomba el proceso se extiende a sectores populares y también las mujeres, que comienzan a intervenir con sus propias reivindicaciones. Las consignas y proclamas que tenían los estudiantes estaban impregnadas por la búsqueda de un cambio de raíz y con un marcado perfil pro obrero, elemento central para que los jóvenes operarios de las fábricas se vieran contagiados con el clima del movimiento estudiantil.
Esta acción independiente de masas supo ganarse la simpatía de sus cohortes trabajadores y luego se hizo extensiva. En el momento más álgido del mayo francés, además de las barricadas y tomas de facultades, 10 millones de obreros entran en huelga. La entrada a la escena de la clase trabajadora y en esa escala, representa objetivamente un desafío al poder burgués, más allá de la intencionalidad por la que se lleva adelante la huelga.
A esta altura el proceso ya implica un triple cuestionamiento, en primer lugar a la explotación capitalista: más allá de que paradójicamente se venía de un crecimiento económico de pleno empleo, un pico máximo de la industria, entre los obreros había un cuestionamiento a altos ritmos de producción. En segundo lugar, a la opresión imperialista: ya que un sector muy importante de los estudiantes repudia la invasión imperialista de EE.UU sobre Vietnam, la propia brutalidad del imperialismo Francés en Argelia y una simpatía con la revolución Cubana y por último al orden burgués Francés cuestionando al gobierno de más de 10 años del General Charles de Gaulle.
El debate al calor de los eventos: una crítica a La Brecha
La Brèche (como fue publicada originalmente en francés) es una obra colectiva que reúne los análisis de Claude Lefort, Cornelius Castoriadis y Edgar Morin escritos en el contexto inmediato del Mayo francés. Publicada por primera vez en 1968, esta compilación condensa sus lecturas y debates sobre el sentido político de los acontecimientos. No se trata de reflexiones a posteriori, sino de intervenciones escritas en caliente, al calor del proceso. Los autores no formaban un grupo político común, pero compartían una posición crítica al Partido Comunista Francés. Lefort y Castoriadis venían de romper con el trotskismo a fines de los años cuarenta y fundaron el grupo Socialismo o Barbarie, de inspiración consejista y autónoma. Morin, por su parte, provenía de una tradición más humanista y sociológica, con vínculos con el existencialismo y el pensamiento crítico francés.
Los autores de La Brecha coinciden en una tesis central: los estudiantes fueron la “vanguardia” del Mayo Francés y los obreros su “retaguardia”, aunque cada uno matiza esta afirmación desde distintas perspectivas. Como plantea Eduardo Grüner, el ‘68 debe pensarse como un momento de condensación política e histórica donde se ensayó un “triángulo revolucionario” entre París, Praga y Tlatelolco y donde lo que estuvo en juego fue la posibilidad real de un nuevo tipo de proceso revolucionario. Más que una verdadera articulación entre estudiantes y trabajadores, lo que predominó fue una simultaneidad de luchas, con una tendencia a confluir que fue bloqueada de forma deliberada por el Partido Comunista Francés. La firma de los Acuerdos de Grenelle, sin consultar a las bases obreras, selló ese aislamiento al dividir el frente común con el movimiento estudiantil. Como observó Louis Althusser en su carta a Maria Antonietta Macciocchi, esa intervención del PCF impidió el desarrollo de una confluencia política entre ambos sectores.
En el artículo “el nuevo desorden”, Claude Lefort plantea que el ’68 no debe juzgarse por sus resultados inmediatos ni medirse con la vara de las revoluciones clásicas, sino por su capacidad de trastocar las categorías instituidas y activar nuevas formas de imaginación colectiva. Esta perspectiva, sugerente en muchos aspectos, se apoya en una concepción del acontecimiento como irrupción no prefigurada ni planificada, que cobra fuerza precisamente por su carácter imprevisible. Este tipo de lectura, como advierte Barot, termina neutralizando el problema del poder: si el acontecimiento escapa a toda organización, entonces también escapa a toda posibilidad de transformación efectiva del orden existente.
Lefort estructura su análisis a partir de dos movimientos concatenados: primero, la revuelta estudiantil que introduce una lógica de subversión del orden jerárquico y burocrático en el espacio universitario; luego, la entrada en escena de la clase obrera que transforma el conflicto en una crisis nacional. Sin embargo, el autor subraya que esta secuencia no obedece a un plan ni a una dirección política consciente: “el paso de la protesta juvenil a la huelga general fue un salto sin continuidad lógica, sin mediación, sin alianza previa”. Esta afirmación revela el núcleo de su interpretación: el proceso no puede ser comprendido como una evolución estratégica impulsada por organizaciones, sino como una concatenación de rupturas cuyo sentido se va construyendo a posteriori.
Desde este enfoque, Lefort adopta una postura profundamente espontaneísta. A lo largo del artículo, insiste en que las organizaciones políticas, tanto estudiantiles como obreras, fueron desbordadas por los acontecimientos. Las reduce a la condición de “grupúsculos”, testigos más que protagonistas del proceso, incapaces de articular una dirección o una alternativa política. La intervención consciente queda así desplazada por una lógica de la emergencia: el sentido del movimiento no surge de una planificación colectiva, sino del modo en que los actores sociales se ven llevados a interrogar sus prácticas, roles e identidades frente a la irrupción del conflicto. “El movimiento no tenía ni líderes, ni programa, ni objetivo definido; y esto era precisamente lo que lo dotaba de fuerza”, afirma Lefort .
Esta caracterización tiene el mérito de señalar la potencia instituyente del ’68, su capacidad de abrir una fisura en el orden social sin necesidad de encarnar un modelo revolucionario tradicional. Sin embargo, también conlleva serias limitaciones. Al minimizar el papel de las organizaciones y negar la eficacia de la acción militante, Lefort corre el riesgo de caer en una suerte de fetichismo de la espontaneidad, donde la historia se reduce a la emergencia incontrolable de lo nuevo. En lugar de problematizar la relación dialéctica entre espontaneidad y organización, entre lo instituyente y lo instituido, entre autonomía y estrategia, su lectura opone estos elementos como polos irreconciliables. Lo político se diluye entonces en lo simbólico y lo simbólico adquiere una autonomía tal que la voluntad colectiva organizada parece casi una rémora del pasado.
En este marco, el autor también ratifica la separación entre juventud y clase trabajadora. Si bien reconoce el ingreso masivo de los obreros a través de la huelga general, insiste en que no hubo entre ambos sectores una verdadera confluencia política. “No se puede hablar de alianza” dice Lefort, “pues no hubo integración de las reivindicaciones, ni siquiera una elaboración común de objetivos” . Esta lectura deshistoriza el proceso y oculta las múltiples experiencias concretas de coordinación entre comités obreros y estudiantiles, las asambleas conjuntas, los sectores que sí impulsaron una articulación política de los reclamos. Más aún, invisibiliza el rol que tuvieron las corrientes a la izquierda del PCF —trotskistas, maoístas, etc— que intentaron soldar esa unidad y dar una perspectiva de conjunto al proceso. Al afirmar que no hubo dirección posible porque el acontecimiento excede toda racionalidad política, Lefort no solo infravalora estos esfuerzos, sino que neutraliza la pregunta sobre por qué se bloqueó esa posibilidad y qué actores intervinieron para contenerla o desactivarla.
Por otro lado, su lectura idealiza a la juventud como polo social innovador, capaz de cuestionar el orden establecido en todos los planos —moral, sexual, educativo, político— mientras atribuye a la clase obrera una forma más tradicional y contenida de protesta. Si bien esta caracterización responde parcialmente a una verdad sociológica (los trabajadores efectivamente canalizaron sus demandas por medio de sindicatos reformistas como la CGT), también incurre en una cierta naturalización de las funciones sociales. La juventud aparece como agente de ruptura por naturaleza, mientras que la clase trabajadora queda encerrada en una lógica de reproducción. Esta asimetría, lejos de ayudar a comprender los límites del ’68, reproduce una visión fragmentaria de los sujetos políticos y contribuye a disolver la pregunta estratégica: ¿cómo articular los distintos sectores en lucha hacia una transformación común?
En definitiva, El nuevo desorden es un texto clave para entender la fascinación que Mayo del ’68 generó entre los pensadores de la época. Lefort ofrece una mirada profunda sobre el carácter disruptivo del proceso, su potencia simbólica, su capacidad de abrir nuevas formas de subjetivación. Pero al hacerlo, termina despolitizando el hecho: lo separa de toda posibilidad de dirección consciente, disuelve las mediaciones organizativas y neutraliza la dimensión estratégica de la lucha. Su lectura que tenía como objetivo discutir contra la idea de “revolución frustrada”, pasa a justificar “una revolución imposible”. En esa imposibilidad, se esconde no solo una crítica del orden, sino también una renuncia a transformarlo.
Por su parte Edgar Morin, en su artículo Una revolución sin rostro, plantea una interpretación del Mayo del 68 que se distingue por su complejidad y profundidad, evitando caer en los extremos del espontaneísmo o la sobrejerarquización política. Morin valora el carácter imprevisible, abierto y expansivo del movimiento, señalando que éste no fue un estallido limitado a un sector social o político cerrado, sino que alcanzó a una diversidad social inédita. Como escribe, “El movimiento de Mayo ha sido una erupción social que ha trascendido los límites universitarios para tocar a los jóvenes de secundaria, a los jóvenes trabajadores y a los sectores populares urbanos”.
Este proceso, lejos de ser un fenómeno caótico o desorganizado, tuvo una base política concreta, donde los “grupúsculos” revolucionarios cumplieron un papel activo. Morin reconoce que “los pequeños núcleos revolucionarios, por más reducidos que sean, han desempeñado un papel de catalizadores, de punto de referencia y de orientadores en el proceso”. Contrariamente a la visión de Lefort, que reduce a estos grupos a meros observadores, Morin sostiene que ellos fueron cruciales para la conformación de la unidad obrero-estudiantil y la radicalización del movimiento. En sus palabras, “sin la intervención organizada de estos núcleos, el movimiento no habría podido traspasar el umbral de la protesta espontánea para construir un proyecto político”.
Un concepto central en el análisis de Morin es el de obrerismo estudiantil, con el que busca caracterizar una alianza inédita entre la juventud universitaria y la clase trabajadora. “El movimiento de Mayo ha sido, en cierto sentido, un laboratorio social donde jóvenes estudiantes y obreros han ensayado una forma nueva de solidaridad y acción conjunta”, afirma. Esta confluencia no fue ni natural ni espontánea en sentido estricto: fue el resultado de un proceso político atravesado por tensiones, desafíos y formas diversas de intervención organizativa. Morin insiste en que la espontaneidad, lejos de ser un puro estallido instintivo, fue en realidad una espontaneidad construida, que implicó trabajo político, organización y decisión consciente por parte de núcleos militantes que actuaron como catalizadores del proceso.
Sin embargo, esta caracterización corre el riesgo de idealizar el vínculo entre estudiantes y trabajadores, presentándose como una alianza armónica entre sujetos homogéneos. Al hablar de “espontaneidad construida”, Morin borra las diferencias estratégicas entre las distintas corrientes que intervinieron en el proceso. No era lo mismo el populismo moralizante de los maoístas, que impulsaban el acercamiento al movimiento obrero bajo el lema “servir al pueblo”, que la orientación política de la Juventud Comunista Revolucionaria (JCR) o los lambertistas, con escasa inserción en el movimiento estudiantil. Cada uno enfrentó de forma distinta el bloqueo impuesto por el PCF y la CGT. Al no dar cuenta de esas diferencias, Morin diluye el conflicto por la dirección del proceso y reduce la articulación obrero-estudiantil a una forma de solidaridad ética, en lugar de una alianza política en disputa que en la dinámica del proceso, tomó diversas formas.
Así, Morin integra la dinámica contradictoria del Mayo: por un lado, la irrupción inesperada y masiva de sectores juveniles diversos; por otro, la necesidad de un trabajo político que dé sentido y dirección al movimiento. Este enfoque supera la visión fatalista y pasiva de la espontaneidad pura, al mismo tiempo que evita la sobre-jerarquización de las organizaciones políticas. “La revolución sin rostro es, por lo tanto, la revolución de un movimiento que no puede reducirse ni a la espontaneidad ni al dirigismo, sino que se define por la tensión permanente entre ambos polos”.
Finalmente, Morin subraya que este movimiento “sin rostro” — es decir, sin un liderazgo claro ni una forma definida de organización tradicional — plantea un desafío al análisis clásico de las revoluciones: “El Mayo del ‘68 no puede ser interpretado con las categorías de las revoluciones clásicas, porque cuestiona las bases mismas de la representación y la organización política”. En esto coincide parcialmente con Castoriadis, aunque Morin pone más énfasis en la coexistencia dialéctica entre lo espontáneo y lo organizado, sin idealizar a la juventud como un polo social en sí mismo.
Castoriadis retoma la caracterización del papel estudiantil en Mayo del ‘68. Para él, el acontecimiento tampoco puede ser interpretado en la clave de las revoluciones clásicas: por que según él no hubo una dirección revolucionaria, ni una toma del poder, ni una unidad de propósitos entre los sectores en lucha. En su texto La originalidad de la crisis de mayo del ‘68, afirma que desde el inicio no existió una articulación estratégica entre estudiantes y trabajadores. La alianza fue producto de una dinámica espontánea, no de una voluntad colectiva orientada a la transformación del orden social. Esta diferencia de “puntos de partida” es crucial para Castoriadis, quien sostiene que mientras la juventud radicalizada apuntaba directamente a subvertir el sistema —cuestionando sus valores, jerarquías, la división del trabajo y el rol de la universidad—, la clase obrera mantuvo un horizonte más acotado, centrado en conquistas económicas. Esta disociación no sólo explica, para él, los límites del proceso, sino también su sentido: el ‘68 comienza con el “programa máximo”, es decir, con una impugnación global del sistema y termina en el “programa mínimo”, canalizado hacia reformas parciales y el reflujo electoral. Esta visión esencializa a ambos sujetos sociales, invisibilizando no solo las experiencias de articulación, sino también el papel jugado por las direcciones políticas, como el PCF y la CGT, en bloquear conscientemente esa articulación. En línea con lo planteado por Roggerone, estas interpretaciones contribuyen a una lectura donde el ‘68 queda atrapado entre la efervescencia simbólica y la impotencia política.
Castoriadis lee esta inversión como un signo de agotamiento pero también como un fenómeno anticipatorio: un momento de ruptura que, como en 1830, prefigura formas futuras de contestación social. Desde esta perspectiva, La Brecha se presenta como un intento de inscribir el ‘68 en una historia no lineal de insurrecciones, donde lo nuevo no elimina al sujeto histórico tradicional —la clase obrera—, pero sí desplaza su centralidad. Sin embargo, esta lectura reposa en una separación tajante entre juventud y clase trabajadora que tiende a esencializar a ambos sectores: por un lado, la juventud aparece como un sujeto naturalmente contestatario, generador de formas inéditas de lucha y de rechazo al sistema; por el otro, la clase obrera es presentada como integrada al régimen, funcional al orden capitalista y limitada en su capacidad transformadora.
Este planteo, aunque innovador en su momento, corre el riesgo de idealizar a la juventud como un polo subjetivo revolucionario en sí mismo, desconectado de las condiciones materiales y de las contradicciones estructurales del capital. Además, deshistoriza la composición real del Mayo Francés: en 1968, más de diez millones de trabajadores participaron en la huelga general más grande de la historia francesa, ocupando fábricas y desbordando a las direcciones sindicales. La separación que traza Castoriadis no da cuenta de la potencia objetiva del proceso ni de los obstáculos políticos concretos que impidieron su radicalización, entre ellos, el rol del Partido Comunista Francés y la Confederación General del Trabajo, que bloquearon activamente toda posibilidad de coordinación entre estudiantes y trabajadores.
Al poner el foco en las mutaciones del “imaginario social”, Castoriadis despolitiza la cuestión de cómo se construye una alternativa de poder. La experiencia del Mayo Francés, lejos de ser simplemente una explosión juvenil sin consecuencias, mostró los límites del espontaneísmo y la necesidad de una dirección revolucionaria capaz de articular las fuerzas sociales en lucha. Pensar el ‘68 como una ruptura con las revoluciones clásicas no implica negar su potencial transformador, sino precisamente indagar qué condiciones —objetivas y subjetivas— faltaron para que esa ruptura se convirtiera en revolución.
Sin embargo, en los tres autores subyace una idea problemática: que la clase obrera está integrada al orden capitalista y que esa integración explica su papel subordinado en el proceso. Es una lectura que reduce una huelga general de 10 millones de trabajadores —con o sin dirección partidaria— a una “retaguardia”. Una retaguardia peculiar, podríamos decir, cuya sola existencia paralizó Francia.
La clase obrera no es ontológicamente revolucionaria, sino potencialmente revolucionaria: esa potencialidad no está dada de antemano, sino que se disputa a través de la lucha política y estratégica. Presentar las huelgas del ’68 como una simple búsqueda de mejoras salariales o una integración pasiva es unilateral, cuando no elitista. En realidad, se trató de una oleada de ocupaciones de fábrica —muchas de ellas realizadas en confrontación directa con las direcciones sindicales, especialmente el PCF—, que puso en cuestión el orden fabril y desbordó a las estructuras tradicionales. Fue esa dinámica de radicalización la que llevó al gobierno, en acuerdo con el PCF y la CGT, a impulsar los Acuerdos de Grenelle como mecanismo de contención. Pero incluso después de firmados, amplios sectores obreros rechazaron esos acuerdos y continuaron la lucha, evidenciando que lo que estaba en juego no era solo una mejora económica, sino un cuestionamiento más profundo al régimen.
El proceso pudo haber tenido otro desenlace si hubiese existido una dirección obrera alternativa al Partido Comunista Francés. Ese “qué hubiese pasado si…” no es especulación vacía, sino una dimensión necesaria del análisis marxista: evaluar las potencialidades históricas no realizadas. Porque la historia no está escrita de antemano y su comprensión exige leer las relaciones de fuerza, las disputas en su interior y los resultados concretos. Con la distancia del tiempo —y el diario del lunes— podemos afirmar que el Mayo Francés no fue una revolución fallida, sino un “ascenso” inconcluso. Y que su sentido no reside sólo en lo que logró, sino en lo que hizo posible vislumbrar.
El rol de la vanguardia, la espontaneidad y lo que nos dejó el Mayo Francés
Las huelgas del ’68 no fueron simples acciones reivindicativas. Fueron ocupaciones masivas, con comités en conflicto directo con las estructuras sindicales tradicionales. Pensar que los trabajadores fueron una “retaguardia” ignora que su irrupción paralizó Francia y abrió, objetivamente, una situación pre-revolucionaria. La pregunta, como plantea Emmanuel Barot, es por qué no emergió una dirección política revolucionaria capaz de empalmar con la radicalización objetiva del proceso.
Pero esa pregunta exige, a su vez, repensar el debate entre espontaneidad y organización desde una perspectiva estratégica. Como afirmaba Lenin, “el elemento espontáneo no es sino la forma embrionaria de lo consciente”. Esto no implica oponer lo espontáneo y lo organizado como polos rígidos, sino pensar cómo lo organizado puede disputar, orientar y potenciar la fuerza disruptiva de los procesos desde abajo.
El Mayo Francés mostró un alto grado de autoorganización: tomas de fábricas, comités de base, ocupaciones de universidades abiertas a la comunidad. Pero esa espontaneidad, aunque explosiva, no cristalizó en una instancia de poder alternativo. Uno de los grandes ausentes fue la constitución de un comité de huelga centralizado, compuesto por delegados obreros y estudiantiles, que pudiera coordinar las fuerzas en lucha y disputar efectivamente el poder. No se trataba solo de un problema de dirección “desde afuera”, sino de formas de centralización revolucionaria desde abajo, capaces de disputar la hegemonía en el proceso.
La historia no está escrita de antemano. Con una dirección alternativa —y con una estructura que unificara a los sectores en lucha— el Mayo Francés pudo haber tenido otro desenlace. Al proceso no le hizo falta mayor “madurez” objetiva.
El rol del Partido Comunista Francés (PCF) en el proceso fue abiertamente contrario a las posibilidades de una transformación revolucionaria. Su actitud hacia las movilizaciones estudiantiles y obreras ejemplificó cómo las direcciones tradicionales pueden convertirse en agentes activos de contención frente a procesos de radicalización. Desde el inicio, el PCF descalificó a los sectores más dinámicos del movimiento —en especial al estudiantado rebelde y a las corrientes de izquierda no ortodoxa— a quienes señaló como provocadores irresponsables. Esta política no fue simplemente “defensiva”, sino parte de una estrategia consciente para preservar el orden institucional y los acuerdos establecidos con el Estado, en un contexto marcado por su subordinación a la política exterior de la URSS y los equilibrios de la Guerra Fría. En su periódico L’Humanité, los militantes del PCF expresaban, con desdén, que “los grupúsculos izquierdistas se agitan”, acusando a los maoístas, trotskistas y anarquistas de ser los culpables de la agitación estudiantil. En particular, mencionaban a los jóvenes de la Universidad de Nanterre, calificándolos de “grupúsculos” de la izquierda radical, sin reconocer su capacidad organizativa y política de articularse con los sectores más amplios del movimiento popular.
La actitud del Partido Comunista Francés (PCF) no fue simplemente un intento de “limitar” el proceso: fue una política deliberada de contención, funcional al Estado y a sus alianzas internacionales en plena Guerra Fría. A pesar de que las bases obreras y estudiantiles comenzaban a encontrar puntos de unión, el PCF eligió sabotear esa convergencia, cerrándose sobre demandas estrictamente económicas y deslegitimando toda perspectiva de transformación revolucionaria. No fue un problema de dirección moderada o de “errores” tácticos: el partido actuó conscientemente para evitar que el movimiento cuestionara de forma radical el orden establecido. Presentar su papel como el de un centrista dubitativo sería suavizar lo que fue, en realidad, una política de freno.
Con una dirección alternativa, que hubiera buscado conectar las luchas obreras con la juventud estudiantil de manera más estratégica y revolucionaria, el Mayo Francés podría haber tenido un alcance histórico mucho más profundo. Es posible que el desenlace hubiera sido otro si los sectores revolucionarios en las universidades y en los sindicatos hubieran sido capaces de imponer una dirección que no solo combatiera al régimen, sino que planteara de manera clara y unificada la necesidad de una transformación radical del sistema.
Pero también cabe preguntarse si el destino del ‘68 no estuvo condicionado, en parte, por la falta de una coordinación internacional revolucionaria. En un año atravesado por revueltas en todo el mundo —la Primavera de Praga, la matanza de Tlatelolco, la resistencia a la guerra en Vietnam, las huelgas obreras en Italia y Japón, la lucha negra en EE.UU.— la ausencia de una organización internacional que pudiera intervenir de forma simultánea en esos procesos fue una carencia decisiva. Tal vez si el Cordobazo en Argentina se hubiera desarrollado un año antes, o si una estrategia común hubiera articulado esas rebeliones, el Mayo Francés podría haber revivido de otro modo. Porque la revolución, como enseñó la experiencia del siglo XX, no se construye país por país, sino como un combate internacional, con organización, dirección y horizonte comunes.
No obstante, a pesar de las limitaciones impuestas por las direcciones políticas tradicionales, el Mayo Francés dejó un legado duradero. Su impacto no se limitó a Francia, sino que tuvo repercusión global. En 1968, un año de grandes movilizaciones internacionales, la juventud en México se levantó contra un régimen autoritario que, al igual que en Francia, sostenía su estabilidad sobre la opresión y la represión. La brutal masacre de Tlatelolco dejó claro que el poder estaba dispuesto a todo para mantener el orden establecido. En Argentina, el Cordobazo de 1969 representó un salto cualitativo en la lucha obrera y estudiantil, un movimiento que, aunque no logró sus objetivos inmediatos, abrió las puertas a un ascenso revolucionario en la década siguiente.
El debate sobre el Mayo Francés sigue siendo fundamental para entender las dinámicas de las luchas en la actualidad. Es crucial no sólo para analizar las causas que generaron su explosión, sino también para reflexionar sobre las lecciones que deja para los movimientos contemporáneos. En primer lugar, la necesidad de una dirección política revolucionaria que esté a la altura de los procesos sociales, capaz de canalizar la energía y el impulso de las masas hacia una transformación profunda de las estructuras sociales. En segundo lugar, la importancia de mantener la unidad de los sectores estudiantiles y obreros, sin caer en la fragmentación que favorece a las direcciones reformistas. Y finalmente, el reconocimiento de que los movimientos de juventud y los sectores populares tienen un papel fundamental en la transformación social, siempre y cuando puedan superar los límites impuestos por las estructuras burocráticas y organizativas tradicionales.
Debatir el Mayo Francés no es solo un ejercicio académico, sino una tarea política. Analizar su profundidad, sus causas, sus contradicciones y sus límites nos permite reflexionar sobre las condiciones actuales en que la juventud y la clase trabajadora pueden alzarse para transformar la sociedad. Si bien los procesos históricos no se repiten de forma mecánica, sus lecciones siguen siendo fundamentales.
Hoy, tras 57 años, las lecciones del Mayo Francés siguen siendo clave. No solo por lo que lograron sus protagonistas, sino por lo que faltó: una dirección revolucionaria capaz de articular la energía espontánea con una estrategia para disputar el poder. Pensar el ’68 desde esta perspectiva es reconocer que las revueltas no alcanzan por sí solas, que las tomas y las huelgas, sin una coordinación política desde abajo, tienden a desvanecerse. Por eso, recuperar el debate entre espontaneidad y organización no es solo una cuestión teórica: es una tarea urgente para las nuevas generaciones que, como en 1968, vuelven a desafiar al orden establecido.