El gobierno venezolano ha vuelto a sorprender con una medida que, aunque suena insólita, responde a una situación cada vez más insostenible: la crisis energética nacional. Ante la imposibilidad de garantizar el suministro eléctrico, las autoridades han optado por reducir el consumo… limitando el trabajo. La decisión impacta no solo al funcionamiento del Estado, sino también a miles de familias que viven de un salario público.
Una semana laboral que cabe en dos mañanas

La nueva jornada impuesta por el gobierno de Nicolás Maduro afecta exclusivamente al sector público, que ahora trabajará solo de lunes a miércoles, de 8:00 a 12:30 del mediodía. En total, apenas 13.5 horas semanales, una cifra que dista mucho de las tradicionales 40 horas que establecen la mayoría de los esquemas laborales a nivel mundial.
La reducción responde al colapso del sistema eléctrico nacional. Según Óscar Murillo, director de la ONG Provea, Venezuela solo genera actualmente el 20 % de la electricidad que necesita. A pesar de inversiones millonarias en plantas eléctricas, la corrupción, el abandono y la mala gestión han impedido que el sistema se recupere. Esta situación ha obligado al gobierno a implementar medidas de emergencia como racionamientos, cortes prolongados y, ahora, jornadas laborales mínimas.
Consecuencias silenciosas: Entre productividad nula y salarios congelados

Más allá del alivio energético que podría representar esta decisión, la realidad es que sus implicaciones económicas y sociales son profundas. La productividad del aparato público se verá aún más reducida, afectando trámites, servicios y gestiones clave para la ciudadanía. Además, aunque no se ha anunciado una reducción salarial, la lógica apunta a que muchos empleados verán disminuidos sus ingresos ya precarios.
En el sector educativo, la crisis ya había dejado huellas: las clases presenciales solo se imparten tres veces por semana y, con sueldos de apenas 40 dólares mensuales, el 70 % de los docentes ha renunciado o migrado al sector privado en busca de mejores condiciones. El recorte laboral no hace más que profundizar esa brecha.
Un patrón que se repite: La energía como reflejo de una crisis más profunda

La crisis eléctrica no es nueva en Venezuela. Desde hace más de una década, el país ha enfrentado fallas constantes en el suministro. Durante la pandemia de 2020, el gobierno ya había recurrido a medidas similares, restringiendo horarios laborales y aplicando racionamientos severos. Las causas de fondo —corrupción, abandono de infraestructura y falta de inversión sostenida— siguen sin resolverse.
A pesar de anuncios oficiales sobre acuerdos con inversionistas extranjeros y promesas de modernización, el sistema sigue colapsando. El nuevo recorte laboral es, para muchos, la prueba más clara de que no se trata de una emergencia puntual, sino de una crisis estructural sin una salida clara en el corto plazo.
En redes sociales, la frustración se acumula: “Ni trabajamos, ni cobramos, ni tenemos luz”, expresan muchos venezolanos que ven en esta medida una confesión tácita de fracaso. Y mientras tanto, el país continúa apagándose, una jornada laboral reducida a la mínima expresión incluida.