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sábado, mayo 10, 2025

El Papa matemático: San Agustín y cómo León XIV une la razón y la fe

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Apenas arrancó su primer discurso frente al mundo, el Papa León XIV aclaró un dato de sí mismo, como quien dice “che, les cuento que banco a San Agustín”. El detalle no es menor por dos razones. La primera: esa filiación dice algo de su costado intelectual y académico-científico, considerando su formación en matemática y filosofía de la religión. La segunda, porque delinea (al menos por ahora) un perfil papal que quizás calce bien en estos días de incómoda incredulidad, violencia discursiva y noticias falsas, producto, muchas veces, de la verborragia incontenida de poderosos personajes de la política global. Cuando la crítica intelectual, la búsqueda de consensos y mismo la verdad no consiguen hacer pie, el nuevo líder de la Iglesia católica viene a sostener una doctrina que, sin oponerlas, combina razón y fe.

Hay que darse el tiempo para conocer a este otro «león», Robert Prevost. Es cierto que ese tiempo no pasó. También es un hecho que una persona es mucho más (o mucho menos) que el lugar de donde viene. Pero, en este intento por adivinar los trazos gruesos del nuevo pontífice, vale la pena meter la nariz en esa cuna de origen: la doctrina agustina (o agustiniana), de la que el flamante León XIV se considera deudor.

¿Quién fue San Agustín y qué implica la doctrina agustina? ¿Cuál es el peso de la razón en su pensamiento y cómo se combina con la fe religiosa? ¿Tiene algo que ver en todo esto que Provest sea un matemático especializado en filosofía de la religión? ¿Dice algo de él que, además de ser el actual Papa, el hombre sea autor de, por ejemplo, un texto académico publicado por la prestigiosa Oxford University Press?

Vale la pena detenerse en estos aspectos, en especial si uno quiere hacer un contrapunto con el mucho más familiar Francisco, quien, como se sabe, se había formado en la Compañía de Jesús, una doctrina enfocada de lleno en el valor de la educación, creada en el siglo XVI, trescientos años después que la orden agustina.

El Papa León XIV saludando a la multitud en el Vaticano. Foto: AP.
El Papa León XIV saludando a la multitud en el Vaticano. Foto: AP.

Pero más allá de muchos matices, desde otro punto de vista, no se oponen para nada. Comparten el ubicarse en un mismo rincón de la Iglesia católica: el llamado «clero regular» o «clero religioso», que se diferencia bastante del llamado «clero secular».

Mientras el primero se caracteriza por la vida de sus integrantes dentro de una comunidad religiosa «cerrada», podría decirse, en el sentido de que está organizada en función de un orden o doctrina (es el caso de los capuchinos, los agustinos y los jesuitas), la segunda no sigue un “orden” entendido en estos términos, sino las indicaciones de un obispo que oficia de superior. Y mientras los primeros son propiamente un grupo, los segundos lucen desde afuera como curas solitarios que trabajan en sus respectivas parroquias, en una vida dedicada a cierta comunidad.

El Papa León XIV y la figura de San Agustín de Hipona

A riesgo de caer en una síntesis demasiado sintética sobre el que es considerado mentor de la orden en la que se autopercibe el nuevo Papa, vale decir que Agustín no nació “santo”, desde ya. Estamos en el siglo IV, en la segunda mitad del trescientos y pico después de Cristo, cuando el más tarde conocido como «Agustín de Hipona» (en alusión a la antigua ciudad de Argelia en la que nació) atraviesa una juventud, podría decirse, movilizante, o en alguna medida conflictiva.

Parte de todo esto (desde admitir que había sido un alumno flojo y un adolescente con los vicios usuales de la edad, hasta revelar sus dificultades para encontrar un camino hacia la verdad divina) es contado en sus imperdibles Confesiones, un texto no sólo bello sino también sencillo de leer, y uno de los dos más importantes de este pensador. Su otro texto fundamental, La ciudad de Dios, fue escrito en sus años de vejez, pero este, Confesiones, es resultado de una típica crisis de los 40 en la que el autor africano tiene un arranque crítico de introspección de sus años adolescencia y primera juventud.

Robert Prevost, a la derecha de monseñor Bochatey, en la iglesia de San Agustín, en marzo de 2013. Foto: Z Profético.Robert Prevost, a la derecha de monseñor Bochatey, en la iglesia de San Agustín, en marzo de 2013. Foto: Z Profético.

Si hay una idea fuerte en el legado de San Agustín es el protagonismo que tiene el tándem razón-fe. Van de la mano, guiados por una necesidad: ambos conducen a la verdad y, según interpretan algunos autores, ninguno tiene la solvencia para guiar a solas a ese lugar “último”.

Este es un punto nodal en el pensamiento de los agustinos, la orden que, casi diez siglos más tarde (hacia el 1200 dC.) oficializó una doctrina en su nombre. Fue creada en el siglo XIII, en Italia, el país adonde el propio Agustín se había mudado antes de convertirse definitivamente al cristianismo, tras unos años erráticos de rebote frustrado entre doctrinas que no terminaba de abrazar.

Lo interesante de que León XIV se considere agustino es algo chiquito que quizás sea enorme, en estos días de tanto desprestigio hacia el conocimiento científico y la formación académica. Y es que, para San Agustín, la verdad es en realidad la comprensión de la verdad. Es un proceso de búsqueda. Esa búsqueda está impulsada por la fe, desde ya, pero transita por el camino de la razón y el conocimiento.

León XIV, entre San Agustín y la genética moderna

Clarín habló de estos temas con Verónica Giménez Béliveau, profesora de la UBA e investigadora Principal de Conicet en el área de Sociedad, Cultura y Religión del Centro de Estudios e Investigaciones Laborales (CEIL). Según repasó, “el cruce entre ciencia y fe parece improbable en la doctrina de la Iglesia católica, pero en realidad se dio mucho y durante muchos siglos”. En particular, dijo, “dentro de los agustinianos hay efectivamente una sensibilidad hacia la ciencia, lo científico y el conocimiento”.

“Hay una serie de científicos reconocidos que fueron agustinos, tanto en los siglos XVII como en el XVIII y XIX. Pero, por fuera de eso, es interesante pensar cómo la ciencia y la religión se cruzan en nuestra sociedad contemporánea, cuando hay muchos curas doctorados en ciencia, y de hecho hoy se prefiere que los sacerdotes, y sobre todo los que llegan a obispos, tengan estudios extra-eclesiásticos. O sea, que más allá del seminario religioso (una licenciatura de cuatro años), haya una formación civil, académica, una interacción con universidades y centros de conocimiento”, detalló.

Gregor Mendel, una de las figuras conocidas de la orden de los agustinos. Foto: New York Times.Gregor Mendel, una de las figuras conocidas de la orden de los agustinos. Foto: New York Times.

Vale destacar algunas de las varias figuras conocidas del mundo agustino; personas para las que el conocimiento científico racional no colisionó con la fe. Un caso es el del famoso poeta español del siglo XIV Fray Luis de León, quien además fue astrónomo. Justamente, uno de los consultores que llevaron adelante la transición del calendario juliano al gregoriano (que usamos aún hoy). Otra figura menos conocida, pero importante que se destacó en el siglo XVIII fue la de Charles-Augustin de Coulomb, un matemático, físico e ingeniero francés recordado por haber logrado describir, desde la matemática, la ley de atracción entre cargas eléctricas.

Y, del siglo XIX, se destaca el nombre de Gregor Mendel, considerado «el padre de la genética moderna». Este fraile agustino (conocido por sus inolvidables «arvejas») empujó por primera vez una rueda que hoy resulta crucial, ya que entendió lo elemental de los genes recesivos y dominantes, y el propio concepto de herencia genética.

León XIV: de la matemática al Vaticano

El autor del texto es Robert Prevost y cuando en 1990 la Oxford University Press publicó la tesis titulada Probability and theistic explanation (“Probabilidad y explicación teísta”), nadie imaginó que ese joven de 35 años sería ungido en Papa, aun cuando hubiera traspasado las barreras de la matemática tradicional y se hubiera inclinado hacia la filosofía, tal como hicieron infinidad de matemáticos (y viceversa).

En este libro, Prevost recorre conceptos complejos, pero lo que hace es rodear un puñado de preguntas relativamente simples respecto de los argumentos lógicos que mejor podrían explicar la existencia de Dios. Se preocupa por revisar y comparar a dos epistemólogos (Basil Mitchell y Richard Swinburne), pero, en el medio, deja traslucir un par de ideas propias.

Ayudan bastante los resúmenes con los que la propia editorial acompaña cada capítulo. En la introducción sintetizada, por ejemplo, Prevost adelante un aspecto central para este libro. Parte de la idea de que generalmente “se reconoce que los argumentos deductivos tradicionales sobre la existencia de Dios son falaces o, en el mejor de los casos, inconcluyentes”, pero aclara que “reconocer esa insuficiencia no implica admitir que la creencia religiosa sea, por lo tanto, injustificada”.

Entonces informa las virtudes que él encuentra en la corriente teísta. Quizás, parte de su propia búsqueda de la verdad. “Varios filósofos, si bien no admiten ningún argumento deductivo convincente para la existencia de Dios, consideran que la creencia religiosa se justifica por su capacidad para explicar algún fenómeno o fenómenos. El teísmo, en este sentido, es una teoría o hipótesis explicativa cuya aceptabilidad se mide por su capacidad explicativa”, explica.

Uno puede coincidir o no con estas ideas, pero la clave no es tanto el contenido como la búsqueda en base a una práctica científica que se aleja de los absolutos. Para Giménez Béliveau, aunque “el sentido común llevó a que, por mucho tiempo, la ciencia y la religión fueran vistas como contendientes”, ahora, “en un mundo donde lo que está cuestionado no es la autoridad de la ciencia sino -en general- todo tipo de autoridad, y cuando las verdades parecen construirse en la arena pública tomando fragmentos de otras verdades que se mezclan con principios provenientes de otros lados, la idea de un Papa que pueda tener una perspectiva iluminada por la ciencia y el conocimiento dice también algo de este mundo contemporáneo”.

“Quizás la Iglesia sienta que haya que reforzar determinados principios de autoridad que ordenen la vida colectiva. Quizás retome la vieja tradición eclesiástica, en esta articulación entre ciencia y fe”, opinó.

En el comienzo de sus Confesiones, Agustín le había pedido al Supremo que lo ayude a pacificar su corazón inquieto (inquietud que Dios mismo había puesto en el mortal, cosa de recordarle su condición). Entonces, Agustín lo interpela. ¿De qué manera? Le pide conocimiento. Y para alcanzarlo, le solicita un método para proceder: “Pero enseñadme, Señor, y haced que entienda si debe ser primero el invocaros que el alabaros, y antes el conoceros que el invocaros”.

AA

Redacción

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