El 6 de julio de 1816, Manuel Belgrano propuso ante el Congreso de Tucumán la creación de un gobierno monárquico en cabeza de un rey Inca.
El episodio se presentó, fundamentalmente a partir de la La Historia de Belgrano y de la Independencia Argentina de Bartolomé Mitre, casi como una anécdota. Pero estuvimos más cerca de coronar un rey inca de lo que creemos. La historia la cuenta Ulises Bosia en El Plan Inca, a quien seguiremos para contar esta historia.
Faltaban tres días para que el Congreso reunido en Tucumán declarase la independencia. El contexto político y militar era crítico. El proceso revolucionario de la América Hispana mostraba signos de agotamiento. Su última llama quedaba encendida en el Río de La Plata. Los ecos de la Revolución Francesa se apagaban también en Europa. Tras la derrota de Napoleón, se restauraban las monarquías. Fernando VII volvía al trono español, dispuesto a desautorizar el giro liberal de la época. Y a cerrar el proceso de autonomía de las colonias en América, si hiciera falta, por la vía militar. Así envió una Expedición Pacificadora que se dirigió primero a Venezuela, donde derrotó y obligó al exilio a Simón Bolívar. La revolución retrocedía en México, en Chile y en Perú. El intento militar de los revolucionarios de Buenos Aires con expediciones hacia el Alto Perú fracasó tres veces. En noviembre de 1815, en Sipe Sipe, fracasó definitivamente. El Alto Perú, el corazón económico de la región, permanecía en manos realistas.
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Belgrano entendía de primera mano lo que significaba la contrarrevolución europea. Había vuelto de allí –sin éxito– buscando apoyos a la Revolución y un príncipe europeo dispuesto a ser coronado como rey del Río de la Plata. La idea de una monarquía constitucional para el Virreinato no era nueva ni exclusiva de Belgrano.
Aunque el Río de la Plata permanecía aún bajo control revolucionario, su situación no era mucho mejor. La fragmentación se podía ver en el mismo Congreso que había sido convocado en Tucumán, una forma de atender la crisis del Directorio luego de la destitución de Carlos María de Alvear en abril de 1815. Pero ni siquiera así se había logrado reunir lo que el proceso de autonomías provinciales había desmembrado. El Congreso no tenía representantes de todo el antiguo Virreinato. El Alto Perú, en manos realistas, había mandado apenas un puñado de diputados en el exilio. Paraguay mantenía su autonomía desde mayo de 1810 y la Banda Oriental de Artigas se negó a participar.
Al interior de lo que ahora conocemos como Argentina la fragmentación no era menor y una de las principales preocupaciones de los jefes revolucionarios reunidos en Tucumán. Manuel Belgrano tenía un plan: un rey inca para gobernarlos a todos.
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El reflujo revolucionario en Europa y América había dejado un solo modelo de república funcionando, la de Estados Unidos. El problema de la forma de gobierno atravesaba todas las discusiones y la del Congreso de Tucumán en particular. Belgrano, aún formado en las ideas de la Ilustración, creía que la forma monárquica contribuiría a solucionar algunos de los problemas. Ese aún, dice Bosia en su libro, no es necesariamente preciso: la Ilustración como movimiento no fue linealmente partidario de las ideas republicanas. La llegada de las Reformas Borbónicas, incluso, maridó ambas tradiciones. Belgrano, su nombramiento como funcionario del Consulado de Comercio de Buenos Aires, era un saldo de eso.
Hasta aquí el contexto. Ahora, entramos al Congreso de Tucumán. Es 6 de julio. El Congreso lleva sesionando desde fines de marzo. Manuel Belgrano es citado a una sesión que tendrá el carácter de secreta. Camina hasta el lugar repasando los puntos claves de su plan. Conoce Tucumán. Allí mismo, en septiembre de 1812, derrotó a las fuerzas realistas que nunca pudieron volver a cruzar ese límite (“el sepulcro de la tiranía”, la definió). Belgrano comenzará su exposición con un diagnóstico de su viaje por Europa. La revolución americana, dice, había merecido al principio un alto concepto entre los poderes de Europa. Pero el desorden y la anarquía posterior llevó a la situación actual, “reducidos a nuestras propias fuerzas”. No habrá reconocimiento ni monarca europeo. No queda más margen que lo que pedía San Martín, entonces gobernador de Mendoza: declarar la independencia (“¡Hasta cuándo esperamos declarar nuestra independencia! ¿No le parece a usted una cosa bien ridícula acuñar moneda, tener el pabellón y cocarda nacional, y por último hacer la guerra al soberano de quien en el día se cree que dependemos? (…) Ánimo, que para los hombres de coraje se han hecho las empresas”, le escribió al diputado Godoy Cruz).
Pero entonces, ¿cómo gobernarse? Han cambiado las ideas en Europa, relata Belgrano. Si el espíritu general en años anteriores “era republicarlo todo, en el día se se trataba de monarquizarlo todo”. El ejemplo británico, de una monarquía temperada por una Constitución, había irradiado al resto de las naciones. Una monarquía iba a ser mejor recibida en la Europa post-Napoleón que una república. Hasta allí, relata Ulises Bosia, la propuesta era mayormente compartida por los diputados reunidos. Entonces vino la propuesta inesperada, que conocemos por las actas de la sesión secreta:
“Que conforme a estos principios, en su concepto la forma de gobierno más conveniente para estas provincias, sería la de una monarquía temperada; llamando a la Dinastía de los Incas por la justicia que en sí envuelve la restitución de esta Casa tan inicuamente despojada del trono, por una sangrienta revolución que se evitaría para en lo sucesivo con esta declaración, y el entusiasmo general de que se poseerían los habitantes del interior, con la sola noticia, de un paso para ellos tan lisonjero, y otras varias razones que expuso”.
Allí estaba la propuesta, con sus tres objetivos y fundamentos. Era un acto de justicia que reparaba la ilegitimidad de la Conquista. Era una forma de evitar una futura revolución a manos de los pueblos indígenas. Era, por último, una manera de volver a provocar entusiasmo para intentar cambiar la correlación de fuerzas en el Alto Perú. Cada uno de esos objetivos está desarrollado en los capítulos siguientes del libro que, insisto, deberían ir a buscar.
Vistos desde hoy parecen objetivos lejanos, acaso demasiado osados. Vistos desde el momento, tenían todo el sentido. Pero ninguno de ellos puede entenderse, dice Bosia, sin poner el foco en el ciclo de rebeliones indígenas, desde las tempranas del siglo XVII, pasando por la Gran Rebelión Tupamarista que inició en 1780, hasta la rebelión de Cuzco de 1814. Tampoco puede comprenderse sin la influencia incaica en la acción y el discurso político del proceso revolucionario de la década de 1810, que tuvo a la utopía andina como uno de sus horizontes de sentido a construir. El propio Mitre dice en su Historia de Belgrano que los patriotas de la época invocaban con entusiasmo al Manco Cápac, Moctezuma, Atahualpa, entre otros, como los padres protectores de la raza americana. “Los Incas, especialmente, constituían entonces la mitología de la revolución: su Olimpo había reemplazado al de la Antigua Grecia”. Cualquiera que haya leído el panfleto anónimo –atribuído luego a Bernardo de Monteagudo– titulado “Diálogo entre Atahualpa y Fernando VII en los Campos Elíseos”, publicado en Chuquisaca en 1809 puede comprender el alcance de esa influencia (quien no lo haya leído aún, tiene la suerte de hacerlo hoy).
Podríamos seguir un rato enumerando esa influencia pero volvamos al 6 julio de 1816. Belgrano acaba de decir, ante el resto de los diputados, que quiere una monarquía inca al frente del gobierno. La propuesta, dice Bosia, se diferenciaba por ejemplo de anteriores iniciativas similares, como las de Francisco de Miranda que había propuesto nombrar “Inca” al cargo que presidiría el Poder Ejecutivo de las naciones liberadas. Belgrano buscaba otra cosa: un descendiente incaico de carne y hueso para presidir el trono monárquico. Un salto novedoso que rompiera el statu quo.
Pero, ¿quién? No sabemos si Belgrano manifestó, durante su presentación o después, a qué descendiente inca en particular se refería. Pero Bosia reconstruye en el libro algunas hipótesis sobre los posibles candidatos a ocupar el cargo.
Podía referirse a Andrés Ximénez de León Manco Cápac, un noble de ascendencia incaica que en 1805 viajó a España buscando el reconocimiento oficial de su linaje. En 1808, ya en Buenos Aires, se vinculó a los criollos que encabezaron la Revolución y al año siguiente lideró en Chuquisaca el proceso de movilización indígena que impulsó la formación de juntas de gobierno locales. Cuando llegó el Ejército Auxiliar del Perú a Salta, se unió a las tropas y fue nombrado capellán voluntario del ejército por Antonio González Balcarce. Este, algunos meses después, escribió en una carta a la Primera Junta, que sus propuestas eran demasiado radicalizadas debido “al extremado odio que le profesa a todo europeo; sus ideas son sanguinarias”. De todas formas su pertenencia al círculo de la nobleza indígena cuzqueña era cuestionado y ese era uno de los tres motivos que Belgrano enarbolaba.
Un segundo plan: Dionisio Uchu Inca Yupanqui. Ahora sí un integrante de la nobleza incaica que, además, estaba ligado al proceso de crisis de la monarquía española. Era hijo de un noble indígena con ascendencia directa de Huáscar Inca. Vivió en Madrid, adonde viajó junto a su padre también para reclamar la legitimidad de su ascendencia. Allí estudió en el Real Seminario de Nobles con una beca que le otorgó el rey Carlos III y luego fue oficial naval, interviniendo en conflictos relevantes como la guerra por la Independencia norteamericana y luego contra la invasión napoleónica. Quizás allí, sin saberlo, se cruzó a José de San Martín. Integró las Cortes de Cádiz, desde donde promovió la abolición del tributo y las formas de esclavitud sobre los indígenas. Era un candidato ideal si lo que Belgrano proponía era una mezcla entre la tradición incaica y el naciente liberalismo ilustrado europeo.
La tercera hipótesis tenía el nombre de Juan Bautista Tupac Amaru, medio hermano de José Gabriel y último familiar directo vivo. Esta opción, que Mitre sostiene como la principal en el plan de Belgrano, tenía un inconveniente. Juan Bautista llevaba en ese momento más de treinta años preso en Ceuta, al norte de África, en una prisión realista luego de las rebeliones tupamaras. La odisea por la que el medio hermano de José Gabriel llegó hasta Ceuta es otra película. Recién en 1822, Juan Bautista logró salir de prisión y fue trasladado a Buenos Aires. El gobierno bonaerense de Martín Rodríguez lo asiló a cambio de que escribiera el relato de su odisea. De allí nació otro libro imprescindible para esta historia: El dilatado cautiverio bajo el gobierno español de Juan Bautista Túpac Amaru, quinto nieto del último emperador del Perú. Entre las muchas cosas que relata, cuenta el momento previo a la ejecución de José Gabriel Tupac Amaru. Este ya se encuentra detenido por las fuerzas realistas y es conducido, cargado de cadenas, frente al visitador José Antonio de Areche. Allí reunió a todos los vecinos de Cuzco y se los presentó para que José Gabriel señalase a sus cómplices. Este los miró y dijo:
–Aquí no hay más cómplices que tú y yo; tú, por opresor y yo, por libertador, merecemos la muerte.
Dice Bosia, en su libro, que “este encuentro expresa el conflicto permanente escondido detrás de toda colonización, el reconocimiento de su adversario como opresor y de sí mismo como libertador. Ya no había margen: una de las posiciones debía aniquilar a la otra”.
Belgrano estaba convencido de que su plan había sido bien recibido. En una carta a Rivadavia de octubre de ese año describió su exposición en el Congreso de Tucumán: “les hablé de monarquía constitucional, con la representación soberana de la Casa de los Incas: todos adoptaron la idea”. Pero le faltaba a esto, aún, algunos elementos. Tres días después de la Declaración de la Independencia, comenzó en Tucumán la discusión sobre la forma de gobierno. Manuel Antonio Acevedo, diputado por Catamarca, planteó la moción para que se discuta la propuesta de Belgrano, con la que estaba de acuerdo. Pero incluyó en esa moción uno de los puntos centrales del conflicto. El pedido de que, desde el momento en que las circunstancias lo permitiesen, se designe a la ciudad de Cuzco como sede del gobierno central. Esto, agrega el autor, sería uno de los motivos determinantes para definir la postura de los diputados frente al Plan Inca.
La mudanza del centro político a Cuzco era central en la concepción del plan, que tenía como uno de sus objetivos despertar el entusiasmo indígena hacia la Revolución. Pero también decía algo sobre lo que proponía hacia el futuro del territorio americano, menos ligado a Buenos Aires y su puerto. Es que el Plan Inca, dice el autor, era algo más que una forma de gobierno. Apuntaba a proyectar “una nueva entidad hacia un territorio que sobrepasaba las fronteras del Virreinato del Río de la Plata y se extendía sobre el Perú”.
En el durante, la propuesta había logrado atravesar las paredes del Congreso. La prensa porteña se encargó de ridiculizar la propuesta, pese a que esta contaba con el apoyo no solo de Belgrano sino de otros héroes de la Revolución. Miguel de Güemes, al jurar la independencia en Jujuy en agosto de ese año, difundió en su proclama: “veréis que el imperio de nuestros Incas renace, la antigua corte del Cuzco florece”. Esa práctica de introducir la cuestión inca
El propio San Martín, que ya había escrito al Congreso pidiendo que declarasen la independencia, escribía ahora exigiendo una autoridad central, unificada, que permitiera ordenar la anarquía del territorio. “Ya digo a Laprida — le escribió al diputado mendocino Godoy Cruz — lo
lo admirable que me parece el plan de un Inca a la cabeza, las ventajas son geométricas, pero por la Patria les suplico, no nos metan en la cabeza una regencia de varias personas: en el momento que pasa de una, todo se paraliza y nos lleva al diablo”.
Pero los obstáculos eran demasiados. Tantos que la propuesta no alcanzó a sobrevivir el Congreso de Tucumán. Los diputados por Buenos Aires habían llegado allí, entre sus tantos objetivos, para mantener su condición de capital y centro político. No solo por razones ideológicas sino también económicas (el puerto, la aduana, la administración de los ríos interiores, lo que explicará parte del siglo XIX argentino). Cuando días después, el 19 de julio, la asamblea reunida en Tucumán resolvió que las decisiones sobre la forma de gobierno requerirían de una mayoría especial (dos tercios) la suerte del Plan Inca quedó echada. Podía triunfar la propuesta monárquica. Pero, seguro, no iba a ser Inca ni iba a residir en Cuzco. La señal del traslado del Congreso de Tucumán a Buenos Aires, en septiembre de 1816, fue inequívoca.
En el camino, de todas formas, se trazaron y se pusieron en valor ideas tan arraigadas en la historia latinoamericana que persisten hasta hoy. La resistencia contra la invasión extranjera, el derecho a la autonomía de los pueblos y hasta una utopía (la andina). Belgrano, contrario a lo que suele decirse, la había ido a buscar hacia el pasado.
En qué consistía esa utopía lo dejamos para otro día. Pueden ir a buscar su significado en el libro de Ulises Bosia: El Plan Inca. El audaz proyecto de Belgrano en tiempos de la independencia. Lo consiguen acá.