Saborear los pequeños placeres de la vida cotidiana convirtiéndolos en un ritual armónico para alejarlos de la rutina está a disposición de cualquiera. El primer café del día es uno de ellos. Ciertamente que, llevándolo a un extremo, podríamos decir que un buen o mal primer café te condiciona el resto de la jornada y por tanto mucho mejor poner en ello el máximo empeño. El edificio donde nací, en Girona, estaba muy cerca de una empresa de cafés y a partir de las ocho de la mañana comenzaba el torrefacto. Un aroma agradable y energético entraba en las casas del barrio des de Can Cornellà y te disponía positivamente gracias a los efectos euforizantes de las sustancias volátiles fruto de ese proceso. Al pisar la calle y con la ayuda de la brisa matinal se distribuían por las calles cercanas. Incluso parecía que los viandantes acelerasen el paso.
Una de les cosas que cambiaron a raíz de la pandemia fue la operativa de muchos bares que tenían en la barra el punto de máxima actividad y que al reabrir debieron renunciar a ella por razones sanitarias. Algunos lo hicieron para siempre al colocar, total o parcialmente, vitrinas con bocadillos o tapas. Es el caso del bar situado frente a mi casa y que hasta ese momento disponía de una de las mejores barras de la ciudad con tres largos brazos. Situado estratégicamente en medio de una plaza hacía un buen café y el ambiente era bullicioso gracias a la constante rotación de clientes. Quizás eran solo un par de minutos pero concentraba algunos de los aspectos que definen nuestra socialización. De hecho comenzaba cuando el camarero o la camarera te veían llegar. No había que decir nada, no preguntaban. Sabían perfectamente si esperabas un café solo, con leche o un cortado. En taza grande o mediana, en un vaso, con croissant o sin él.
A veces el triunfo de la civilización es total cuando al disponerte a pagar, otra persona te ha invitado
Era y es el momento de distribuir amablemente los primeros buenos días entre las caras quizás poco conocidas pero coincidentes. Por tanto, unos habituales que merecen al menos un ligero saludo con un movimiento de la cabeza. A veces el triunfo de la civilización es total cuando al disponerte a pagar, te encuentras con que otra persona te ha invitado sin hacer de ello ostentación. Con la misma discreción devolverás el detalle en los días siguientes . Un pequeño gesto que nadie puede considerar un ejercicio de superioridad. Es nuestra libre adaptación a una antigua costumbre napolitana cuando muchos trabajadores, el día que cobraban su paga, dejaban pagado en los bares de los barrios populares un segundo café destinado a un compañero anónimo. El “barista” le llamaba al verlo pasar por la calle sin pedir nada intuyendo que no podía pagárselo. Le llamaban el “caffè sospeso”, el café pendiente. En mi caso sería “ristretto”, una dosis de café pero con la mitad de agua que un expreso normal. Como los que el difunto Papa Francisco degustaba en sus escapadas por las calles de Roma