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jueves, agosto 7, 2025

El problema de la felicidad

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Puesto a trabajar en esta columna, que pretende ser semanal pero aún resta convencer al editor, tengo varios proyectos sobrevolando. Empiezo con diversas ideas, pero la mayoría queda en cocción mientras que una se concreta –si es que hay concreción en estas contratapas– y crece desde el teclado por diferentes razones.

La que tiene más peso es la agenda, a veces cultural, a veces política. Las efemérides de la semana también pesan. Por ejemplo, por estos días se ha celebrado el día de la Pachamama. Pero ya pasó.

El 8 de agosto se celebran, coincidentemente, el Día Internacional del Gato, el de la temible Encefalomielitis Miálgica Severa, y la celebración del orgasmo femenino. Sin estar vinculado a este último (al menos aparentemente) también es el día de la felicidad, debido a que hace ya unos años, en 1999, la Sociedad Secreta de Gente Feliz impulsó el Día de Admitir tu Felicidad, que maduró en el más austero Día de la Felicidad. Tristemente –si se me permite el antónimo– este día destaca la primera membresía a este club que no sabemos cuán numeroso es.

Y acá va el nudo de mi columna: ¿cómo es esto de la felicidad? ¿Es una nimiedad? ¿Se puede ser feliz sin ser idiota?

Felicidad internacional

La ONU –que aparentemente tiene resuelto y consensuado todos los problemas del planeta– se dedicó seriamente a analizar el caso y acordar, unos años después, el 20 de marzo como Día Internacional de la Felicidad, impulsado por el reino de Bután, nación que fue pionera en medir el índice de felicidad. Vale aclarar, con más seriedad, la vinculación con el bienestar que parecería referirse a una instancia comunitaria de desarrollo.

Pero el problema de la felicidad es su soledad: el anhelado bienestar tiene demasiados opuestos enfrente: es lo contrario de la angustia, la tristeza, la ansiedad, y tantos otros. Marcelo, que maneja una Mercedes Benz, pasa por la calle con mucha más cara de traste que Carlos, que anda silbando en su bicicleta. Acá otro dilema: ¿Los bienes terrenales agregan o restan felicidad?

El desafío de una definición

La felicidad es un concepto tan escurridizo como la luz de esa luciérnaga en peligro de extinción. Aristóteles la definió como eudaimonía: vivir bien a través de la virtud y la razón. Algo no necesariamente vinculado con el placer. En cambio, para Epicuro, era la ataraxia, la tranquilidad del alma, la ausencia de perturbación mental. Ambas posturas, separadas por siglos, coinciden en un estado más duradero, un camino en lugar de un destino. Claro, a diferencia de la fugaz alegría, lo feliz trasciende.

Esta trascendencia cuestiona mitos modernos ¿acaso la felicidad es una meta que se alcanza con el éxito laboral o un auto más grande? Hm… Marcelo, con su Mercedes, parece ilustrar lo contrario. Por otro lado, se ha transformado en un producto de consumo, una promesa que las redes sociales venden de saldo, aunque solo generen obsesión y la consecuente ansiedad, grandes némesis de la felicidad.

La ciencia -esa disciplina que a diferencia de los organismos internacionales sí consigue ponerse de acuerdo- ha identificado algunos elementos que efectivamente aportan felicidad. No son secretos esotéricos ni requieren membresías a sociedades clandestinas.

Naturalmente los amigos

La amistad encabeza la lista de manera contundente. No las de Instagram donde se lanzas likes como migajas, sino esas que resisten un café servido en pocillos de camaradería. Como decía Oscar Wilde: «Un amigo es alguien que te conoce tal como sos, comprende dónde has estado, acepta lo que te has convertido y aun así, te permite crecer». Los estudios longitudinales de Harvard -que llevan décadas siguiendo vidas humanas- demuestran que las relaciones sólidas son el mayor aportante de bienestar. Incluso más que el dinero, o el Mercedes de Marcelo.

La naturaleza ocupa el segundo lugar en este podium científico. Los japoneses lo llaman «shinrin-yoku» o baños de bosque, una práctica que reduce el cortisol y aumenta las células NK, fundamentales para el sistema inmune.

Y no necesitamos viajar a oriente: basta con caminar por el Parque Sarmiento o contemplar las sierras desde sus senderos. Internarse en espacios verdes activa el sistema nervioso parasimpático y nos tranquiliza cuando el mundo parece odiarnos. «En cada paseo por la naturaleza, uno recibe mucho más de lo que busca», asegura John Muir, naturalista estadounidense.

La actividad física completa este trío. Sin ser Schwarzenegger o correr maratones, caminar treinta minutos libera endorfinas, esas sustancias que el cerebro produce y que son químicamente similares a la morfina, pero legales y sin efectos peligrosos. Sócrates planteó que «Es una pena para un hombre envejecer sin ver la belleza y la fuerza de la cual su cuerpo es capaz».

La paradoja del tiempo

Queda una contradicción a resolver porque los elementos que generan felicidad requieren una inversión en tiempo. Cultivar amistades es verse y dejar de lado otras responsabilidades. Salir a la naturaleza implica desconectarse del teléfono y conectarse con ritmos más lentos, al igual que trotar resta disponibilidad laboral.

En el fondo, la felicidad parece un estado evanescente que se escabulle cuando la perseguimos directamente. Quizás Carlos, el que silba en la bicicleta, no esté pensando en ser feliz. Simplemente está pedaleando rumbo a unos mates con un amigo, sintiendo las gotitas del riego en el Parque Sarmiento sobre la cara.

Al final, la Sociedad Secreta de Gente Feliz tal vez no sea tan secreta y por eso elegimos la efeméride de agosto, mientras sus métodos están a la vista: caminar, penetrar el verde, y hacerle una llamadita a mi amigo Manolo, puede dar resultado.

El secreto, si lo hay, es que no hay secreto. Solo la decisión de elegir, cada día esos pequeños actos que piden tiempo y dan vida. Como escribió Albert Camus: «La felicidad es el único objetivo verdaderamente serio».

Redacción

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