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sábado, septiembre 6, 2025

El regreso de ‘Eisejuaz’: la novela de Sara Gallardo que dio voz a un wichí y que era inhallable

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Mujeres y aborígenes están unidos desde los inicios de la literatura argentina en la voz de sus escritoras. Juana Manuela Gorriti, Eduarda Mansilla, Rosa Guerra, en el siglo XIX, exploraron los vínculos reales y posibles entre estos dos “colectivos”, el genérico y el étnico, que en nuestro imaginario nacional aparecen perturbadoramente asociados a las formas de la “otredad”. En el siglo XX la mirada de Sara Gallardo retoma este enfoque tanto en el mapa psicológico de sus personajes como en la particular ventriloquia de escritura que desemboca en una obra única e imprescindible: Eisejuaz (1971), contada desde la perspectiva de un indígena wichí con las herramientas de una deslumbrante invención lingüística y poética.

En los relatos de Gallardo, mujeres y aborígenes suelen colocarse lado a lado con las figuras del artista y, ocasionalmente, el chamán, en una misma constelación semántica signada por la belleza, por la rebeldía (en tanto imposibilidad de ser apropiado, domesticado, aprehendido), por la supuesta “inutilidad”.

Cuando se produce este ordenamiento, mujer, aborigen, artista, chamán (a veces estas categorías coinciden en una misma persona) aparecen, para la óptica racionalista y la normativa social, como “monstruos”: seres inclasificables, de dúplice o múltiple naturaleza, híbridos que rompen las tablas de la Ley, o que no se someten a las leyes de ninguna de sus varias formas o identidades.

La extranjería es otra marca de extrañamiento que acostumbra añadirse a estos seres, ya se trate de inmigrantes que llegan de los destinos más lejanos a reubicarse en un nuevo orden, o de los “extranjeros en su propia tierra” (el caso de los aborígenes), los migrantes internos desposeídos de su habitat geográfico, así como de un lugar humano y cultural en el imaginario dominante.

El híbrido más notable

Pero el “monstruo” o híbrido más notable en toda la obra de Gallardo es, seguramente, Eisejuaz, nombre verdadero (sagrado) de Lisandro Vega, negado tanto por los suyos como por los cristianos de la Misión donde se educó.

Sara Gallardo. Archivo Clarín.Sara Gallardo. Archivo Clarín.

Centrada en la experiencia religiosa singularísima y por momentos inefable de un sujeto, la novela de Gallardo se sitúa en un contexto histórico-social muy concreto: la desesperante situación de abandono y pobreza que sufren las comunidades aborígenes del Gran Chaco en la Argentina de los años 60. Diezmadas por las campañas militares, desestructurados sus modos de vida y sus hábitos culturales, no tienen otra opción que una precaria subsistencia en las orillas del mundo de los vencedores.

Eisejuaz es producto de este estado de cosas. Niño predestinado para jefe, ha convencido a los suyos de que deben trasladarse a la Misión, ya que el monte no puede proveer, como antaño, a la subsistencia comunitaria. A cambio de la adopción de otros valores morales y religiosos, las misiones aseguran la subsistencia básica en un medio relativamente protegido. Católicos, anglicanos, y diversos cultos pentecostales, se disputan los nuevos feligreses indígenas.

Hijo de un shamán que es obligado a dejar de serlo cuando acepta el bautismo, Eisejuaz también posee dotes excepcionales para la comunicación con lo sagrado, la visión profética y la curación. Su trágico problema es quedarse en el intersticio de sus mundos: paria de ambos, por ambos incomprendido y rechazado.

Aunque enfrenta lo divino desde la grilla simbólica de su cultura ancestral: un Señor que multiplica sus ángeles o mensajeros entre los elementos naturales y al que se puede acceder en el trance místico provocado por el cevil, su conducta responde a pautas judeocristianas, sobre todo, las del Evangelio.

Por momentos es Job que se rebela ante las incomprensibles exigencias divinas, pero casi siempre es Abraham, y sobre todo es alguien que nunca se nombra de manera explícita: Jesús, el Cristo, el Hijo del Hombre, el que se inmola por toda la humanidad. Imitándolo en otro registro, renuncia a los valores guerreros, abjura de la venganza, y también de las legítimas reivindicaciones políticas de su pueblo, para someterse a Paqui, un ser abyecto, del grupo de los dominadores, solo porque cree que Dios mismo se lo ha encargado como misión.

Sara Gallardo. Archivo Clarín.Sara Gallardo. Archivo Clarín.

Lisandro Vega tiene un par digno de él en un personaje femenino que personifica a la víctima entre las víctimas, pero también es la que puede elevarse sobre esa condición. Se trata de otra wichí a la que, sin proponérselo, cura en el hospital donde está internado. Al sanar a la niña él también recupera la salud. No olvida este suceso, y ambos vuelven a encontrarse en la última etapa de la degradación del héroe, cuando trabaja limpiando el prostíbulo, sin sueldo, sólo a cambio de la comida.

El final de su camino

Eisejuaz logrará sacar a la muchacha del prostíbulo, y junto a ella encontrará el final de su camino: “Por vos el mundo no se ha roto, y no se romperá”, dice él. Son sus últimas palabras para la que involuntariamente le ha dado el veneno mandado por la enemiga (la vieja de los chahuancos, que representa el odio y la violencia dejados atrás), pero ha sido también con ello el instrumento de obtención de la corona de gloria para Agua que Corre, el espíritu inmortal que sólo puede levantarse y liberarse con la muerte de Eisejuaz.

También, de la mano de la mujer, se libera y se salva un niño, simbólicamente llamado Félix Monte: un nombre que es casi un oximoron: el monte feliz, la felicidad o la plenitud que pueden hallarse aún, en el monte salvaje que fue la tierra madre, pero que ya se ha vaciado de bienes y expulsa a sus criaturas. La muchacha, pobre entre los pobres, recoge a este paria absoluto, a quien su propio padre ha querido matar, y lo toma a su cuidado.

En el ínfimo peldaño de la sociedad o directamente fuera de ella, Eisejuaz y la muchacha representan acaso el extremo de la otredad inasequible. No es casual que esa otredad se relacione tan íntimamente con la Otredad de lo sagrado: lo monstruoso por excelencia resistente a la comprensión, y que esos otros monstruos, los artistas, asedian con un lenguaje parecido al canto mágico de los shamanes.

Eisejuaz, de Sara Gallardo (Fiordo).

Redacción

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