El viento sur se coló por los pasillos del negocio y entró hasta la casa chorizo del fondo.
Miguel bajó la persiana del pequeño almacén. El olor a quesos y condimentos sueltos se mezcló con el frío y le pareció un perfume conocido, el de la nostalgia.
Sentada a una mesita, cerca de la estufa, estaba su nieta Catalina. Tenía 9 años y un libro de cuentos en las manos. Pasaba las páginas pero su cabeza estaba en otro lado.
Catalina pensaba en la plaza de la vuelta. El banco donde se sentaba con sus amigas a comer caramelos ahora estaba vacío. A ella el invierno le parecía triste.
—El invierno no es triste, nena– dijo el abuelo con su voz ronca–. El invierno es un secreto lindo.
–¿Un secreto?
–Sí–respondió Miguel mientras se cebaba un mate–. La ciudad se pinta de gris e invita a mirar para adentro… El invierno es la estación de los estofados de la abu y de la chocolatada caliente.
Catalina no lo había pensado. Para ella, el verano era la gran vida: la plaza repleta, el helado que se derretía en la mano, las tardes que no terminaban nunca.
–El verano es para afuera, para el ruido–siguió el abuelo–. En invierno se escuchan bien los tangos y se lee tranquilo. Es una pausa necesaria.
Paisajes de sueño
Esa noche, antes de dormir, Miguel le contó historias nuevas a Catalina.
En vez de princesas del hielo, esas historias eran sobre de la Ciudad de Buenos Aires en inviernos crudos y récords y no tanto.
Le contó que alguna vez hubo escarcha seguido en invierno en la Ciudad, aparte de nevadas excepcionales. Le habló de los amigos que se refugian en los cafés a charlar y de cómo la gente se apura a volver a casa para arroparse y ver una película.
Además, Miguel le propuso a Catalina recordar la sensación de entrar en calor después de haber caminado bajo la llovizna y lo lindos que son los árboles pelados cuando dibujan con las ramas sobre el gris del cielo.
Ola polar. Este año. Foto: Guillermo Rodríguez AdamiCatalina cerró los ojos. Por primera vez, el frío de la calle no le pareció una amenaza. El invierno no es triste, pensó.
El invierno puede ser una invitación. Una oportunidad para acordarse de que las mejores historias irrumpen incluso cuando todo parece helado.
¿Team verano?
A mí me gusta pensar en el invierno como una especie de estado de ánimo. Las calles porteñas se vacían un poco y las casas se vuelven un santuario de sopas y mates interminables.
Es el tiempo de hurgar en las bibliotecas y de las conversaciones largas. Y es ese momento en que el sol de las cinco de la tarde se convierte en una lámina de oro frágil, a punto de quebrarse. Una pinturita fugaz. Otro cuento.
Como sea, soy team verano (de 31 grados para abajo, claro). Pero es innegable que, aunque en la Ciudad no haya copos de nieve, existe cierta magia en sus inviernos cada vez que se asoma la tibieza de esos momentos típicos de los cuentos clásicos.
Un gran pintor de paisajes resumió el asunto con precisión y belleza. Dijo que los colores del invierno están en la imaginación.
