En estos tiempos en que en buena parte de nuestra civilización cristiana y occidental la cosa pública -que va mucho más allá de la política- se ha convertido en un show de desprestigio, populismo, y agendas antinaturales, creo que vale la pena pensar un poco sobre las raíces de lo que acucia a nuestras sociedades.
Aquí en la comarca yorugua del fin de mundo, mirándonos el ombligo, viendo cómo gastar más, siendo testigos de un Leviatán cada vez más gordo e impertinente, a veces perdemos la perspectiva. El sobrepeso de lo público que asfixia a lo privado no es un problema de los gobiernos de turno, es una carga de nuestra cultura política, que aún anclada en aquellas decisiones deterministas de la primera mitad de siglo veinte no nos deja espabilar, sacudirnos la modorra, y entrar a la cancha del siglo veintiuno con las condiciones que hoy se necesitan para jugar en primera.
Esto implica una revisión histórica de las causas culturales de la madeja, donde un conjuro rarísimo de batllismo-socialismo-gramscismo-visión socialdemócrata, se presenta como un dogma secular intocable. Hay temas que todos sabemos que en campaña o en gestión increíblemente son tabúes, cuando deberían estar en el top diez de los intereses de los actores políticos: eficiencia en el gasto, reducción del gasto, apertura, desarrollo de la nueva economía, productividad, crecimiento, atención de la infancia, educación para crear valor, etcétera.
Parece que nuestra uruguayidad no se entera. Queda a la vista que los orientales creemos que el hombre vive del aire. A nadie se le educa para generar valor y/o riqueza, y mucho menos para mantener la misma.
A veces pienso que nuestra sociedad debería darse una profunda discusión que en los momentos fundacionales de los Estados Unidos tuvieron los padres fundadores: ¿que es más virtuoso para la nación, el trabajo libre o el asalariado?
Quizá mediante ella pudiéramos definir un nuevo rumbo que nos llevara a un desarrollo donde lo ideológico pese menos que lo pragmático.
Pero para esto, creo que una sociedad tiene que saber exactamente cuáles son sus propios antecedentes, complicaciones, perspectivas, y hacia dónde quiere ir.
Deberíamos plantearnos seriamente ¿qué define nuestra conciencia? ¿El ser nacional? ¿El interés nacional? O ambos. Creo que son ambos -como enseñó el viejo maestro- los que de alguna manera nos hacen ser quienes somos.
Conscientes de esto, en un mundo que no nos espera, donde las multinacionales a veces pesan más que los Estados, cuando la democracia queda relegada por excusas que justifican el control -ahí sí es eficiente el Estado- como la salud pública, la lucha contra el crimen, o implementaciones científicas, cuando la singularidad está a la vuelta de la esquina, cuando ya no preocupa la posverdad, sino la sustitución de la realidad, deberíamos pararnos a pensar.
Personas que disfrutando de las cuasi comodidades del hoy, no damos trascendencia al hecho de que la innovación y el progreso tecnológico del mundo, como dice un pensador chileno, supera largamente nuestra madurez ética y social para gestionarlo.
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