
El alerce, conocido científicamente como Fitzroya cupressoides, es una de las especies arbóreas más longevas del planeta y un verdadero testigo de la historia natural. Con un crecimiento extremadamente lento, de apenas un milímetro por año, puede vivir varios milenios, resistiendo el paso del tiempo y las transformaciones del entorno.
Su madera rojiza, de gran durabilidad y resistencia a la putrefacción, fue durante siglos codiciada para la construcción, lo que llevó a la tala masiva de gran parte de estos ejemplares.
Los pocos que sobrevivieron, como el emblemático Alerce Abuelo en Argentina o el Gran Abuelo en Chile, se convirtieron en símbolos de conservación y memoria viva de los bosques patagónicos.

Más allá de su valor ecológico, el alerce tiene una profunda relevancia cultural para los pueblos originarios mapuche y tehuelche, quienes lo consideran un espíritu tutelar y un guardián del equilibrio natural. Según su tradición oral, los alerces son ancestros enraizados que protegen la tierra y transmiten sabiduría silenciosa a través del viento.
Talar uno de estos árboles milenarios era visto como romper un lazo sagrado, un acto que afectaba tanto al mundo físico como al espiritual. Este reconocimiento cultural, sumado a su extraordinaria longevidad, ha motivado su protección legal y su inclusión en áreas naturales de resguardo mundial, reforzando su estatus como patrimonio natural y espiritual único.
En un rincón remoto del Parque Nacional Los Alerces, en Chubut, vive un anciano que no camina, pero que ha visto pasar siglos enteros. Se trata del Alerce Abuelo, un árbol milenario que se alza entre laderas húmedas, lagos y un bosque detenido en el tiempo. Llegar hasta él no es sencillo: es necesario navegar el Lago Menéndez y luego caminar entre coihues, cipreses y plantas autóctonas que parecen custodiarlo.

Su existencia fue documentada oficialmente en 1926, cuando el botánico tucumano Miguel Lillo, durante una expedición científica, se topó con su imponente silueta. Fascinado por su tamaño y la antigüedad que intuía, recomendó su protección. Décadas después, esa sugerencia se convirtió en una de las razones fundacionales para la creación del Parque Nacional Los Alerces, que hoy lo resguarda.
Bajo su copa conviven especies como el pudú, el gato huiña y el huemul, este último protegido como Monumento Natural Nacional. El entorno que lo rodea forma parte de la Reserva de Biosfera Andino Norpatagónica y, desde 2017, del Sitio Patrimonio Mundial de la UNESCO. Esta distinción refuerza la obligación del Estado argentino de conservar el área, que permanece libre de intervención humana directa.
Al pie del Alerce Abuelo, el silencio se impone. Algunos visitantes dejan piedras o deseos, otros lo abrazan y algunos lloran, conscientes de estar frente a una presencia que ha sobrevivido a todo. El árbol se convierte así en espejo de lo que aún se conserva y de lo que todavía puede salvarse.
La historia del Alerce Abuelo ganó una nueva dimensión cuando un equipo de científicos argentinos anunció que este ejemplar podría ser uno de los árboles más longevos del planeta. Las mediciones más recientes, realizadas con tecnología avanzada y análisis de anillos de crecimiento, sugieren que su edad supera ampliamente lo que se había estimado hasta ahora.
Hasta hace poco, la comunidad científica ubicaba el récord de longevidad en manos del Methuselah, un pino Bristlecone de California con 4.850 años comprobados. En Sudamérica, la atención estaba puesta en el Gran Abuelo, un alerce patagónico que crece en el Parque Nacional Alerce Costero, en el sur de Chile. Investigaciones lideradas por el ecólogo chileno Jonathan Barichivich indicaron que podría tener más de cinco milenios de vida, aunque la cifra aún no cuenta con revisión por pares.
Lo que vuelve único al caso argentino es que el Alerce Abuelo creció en un entorno protegido y relativamente estable durante siglos, mientras que otros ejemplares milenarios enfrentaron climas extremos o la acción humana directa. Además, la metodología empleada para estimar su edad combina conteo tradicional de anillos en muestras accesibles con modelos estadísticos no invasivos, lo que evita dañar su estructura interna.

El hallazgo no solo compite con los récords conocidos, sino que invita a reconsiderar cómo se mide y se valora la longevidad vegetal. Hasta ahora, la edad exacta de muchos árboles se definía perforando el tronco para extraer núcleos completos. Sin embargo, en ejemplares tan antiguos, el corazón del árbol suele estar deteriorado, lo que impide obtener un registro continuo. De ahí la importancia de técnicas que combinen datos físicos con modelos de crecimiento, para llegar a estimaciones más precisas.
En el caso del Gran Abuelo chileno, su centro también está deteriorado, y por eso no fue posible determinar su edad con herramientas tradicionales. El equipo de Barichivich calculó que, con un 80% de certeza, superaría los cinco mil años. Esto lo ubicaría por delante de Methuselah y de cualquier otro árbol registrado. El Alerce Abuelo argentino, según los nuevos análisis, podría entrar en esa liga de longevidad extrema.
En un planeta que enfrenta una crisis climática sin precedentes, estos árboles milenarios funcionan como cápsulas de memoria ecológica. Sus anillos registran información sobre precipitaciones, temperaturas y eventos extremos ocurridos mucho antes de que existieran registros humanos. Analizarlos ofrece pistas valiosas para entender cómo respondieron los ecosistemas a cambios pasados y cómo podrían reaccionar en el futuro.

El interés por estos gigantes también plantea desafíos. El turismo no regulado puede dañar su entorno, compactar el suelo y alterar la dinámica del bosque. Por eso, en el caso del Alerce Abuelo, el acceso sigue siendo controlado: solo un sendero mínimo permite acercarse, y las visitas son limitadas. Del mismo modo, el Gran Abuelo chileno está protegido por guardaparques y no se encuentra en zonas de fácil acceso.
Más allá de la competencia por el título de “árbol más antiguo del mundo”, la verdadera relevancia de estos descubrimientos radica en lo que significan para la conservación. La existencia de ejemplares que comenzaron a crecer antes de que se construyeran las pirámides de Egipto recuerda que la vida en la Tierra puede alcanzar escalas temporales que superan cualquier expectativa humana.

El Alerce Abuelo, el Gran Abuelo y Methuselah son testigos de milenios de historia. Resistieron glaciaciones, sequías, plagas y el avance de civilizaciones enteras. Permanecen como faros de resistencia y como advertencia: si ellos pudieron sobrevivir, es porque sus ecosistemas se mantuvieron intactos durante generaciones. Alterar ese equilibrio sería poner en riesgo no solo a estos individuos, sino a todo un patrimonio biológico y cultural.
En tiempos en que la deforestación y el cambio climático avanzan a ritmo acelerado, la figura del Alerce Abuelo emerge como símbolo de lo que todavía es posible preservar. Su historia, ahora enriquecida con la posibilidad de que sea uno de los árboles más antiguos del planeta, refuerza un mensaje simple y urgente: proteger lo que queda no es un acto de nostalgia, sino una estrategia de futuro.