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‘El último teorema de Fermat’: La hazaña matemática que tomó 350 años

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Es el 23 de junio de 1993 y en el Instituto Isaac Newton de la Universidad de Cambridge una nutrida audiencia contiene el aliento mientras el profesor Andrew Wiles escribe en el pizarrón. “Creo que me detendré aquí”, anuncia al fin. Un colega que tenía preparada una cámara de fotos captura su gran sonrisa mientras el salón estalla en un aplauso. Lo que Wiles acaba hacer es demostrar el último teorema de Fermat, un problema que ha obsesionado a los matemáticos por los últimos tres siglos y medio.

En su libro El último teorema de Fermat. La aventura matemática más grande de todos los tiempos (Cía. Naviera Limitada), originalmente publicado en 1997, el físico y periodista científico Simon Singh cuenta la historia de un problema engañosamente sencillo con todos los condimentos de una epopeya: mentes brillantes, premios, duelos, suicidios, amores y un héroe que encontró la misión de su vida a los diez años cuando hojeaba un libro que sacó de una biblioteca pública.

Singh conoció a Wiles mientras filmaba una serie documental para la BBC sobre el último teorema de Fermat y comprendió la dimensión de la hazaña. “En términos matemáticos la demostración final es equivalente a la fisión del átomo o al hallazgo de la estructura del ADN”, definió John Coates, matemático y supervisor de posgrado de Wiles en la Universidad de Cambridge.

Aislado y sin dejar rastro

Fermat fue un jurista y matemático francés nacido a principios del siglo XVII que se convirtió en una de las figuras más relevantes de las matemáticas modernas. Cofundador de la teoría de probabilidades y conocido por sus aportes a la teoría de números, Fermat solía trabajar aislado y sin dejar rastro de sus procedimientos porque era un entusiasta antes que un científico riguroso. Su costumbre de desafiar a sus contemporáneos con aseveraciones sin revelar sus métodos le ganó algunas antipatías entre sus pares.

Así fue como el teorema de Fermat se convirtió en uno de los más grandes enigmas de la matemática. En una página, Fermat escribió: “Tengo una demostración verdaderamente maravillosa de esta proposición, pero este margen es muy angosto para contenerla”.

La proposición en cuestión se refería a una ecuación muy parecida a la del conocido teorema de Pitágoras, ese según el que, en un triángulo rectángulo, la longitud del lado más largo elevada a la segunda potencia es igual a la suma de los cuadrados de los otros dos lados.

Fermat planteó que si, en vez de elevar los números al cuadrado, se usaban potencias mayores (como al cubo o a la cuarta), ya no era posible encontrar un resultado para tres números sin decimales. Era, en términos matemáticos, una ecuación sencilla y eso hacía al problema todavía más atractivo.

El último teorema de Fermat, de Simon Singh (Cía. Naviera Limitada).
El último teorema de Fermat, de Simon Singh (Cía. Naviera Limitada).

El secretismo de Fermat recordaba al de la Hermandad Pitagórica, en los albores del nacimiento de la disciplina matemática, y sería algo que Wiles replicaría, a contramano de los modos de trabajo colaborativo propios del siglo XX.

Durante siete años Wiles se retiró de los círculos académicos para dedicarse exclusivamente al problema que lo cautivaba desde la infancia. Mantuvo en silencio su tarea, publicando de vez en cuando artículos parciales de una investigación que ya había terminado antes. Pocos meses antes de terminar, rompió su secreto al tener que buscar la ayuda de otro profesor para comprobar una de sus ideas.

En realidad, Wiles trabajaba aislado, pero no solo: tenía las ideas de todos los que habían desafiado a la esfinge de Fermat antes que él. Singh recompone en el libro ese largo trayecto de aportes fundamentales.

Leonhard Euler fue el primero en lograr un avance, cien años después de la formulación de Fermat. Pasaría otro siglo antes de que un tal Monsieur Le Blanc le escribiera a Carl Friedrich Gauss proponiendo una forma revolucionaria de encarar el problema. Le Blanc, en realidad, se llamaba Sophie Germain.

Error en el corazón de los planteos

A mediados del siglo XIX, la Academia Francesa ofreció un premio para quien demostrara la proposición. Gabriel Lamé y Augustin Louis Cauchy compitieron en una carrera contra el tiempo para coronarse ganadores, pero la perdieron cuando un matemático alemán, Ernst Kummer, puso en evidencia de antemano un error en el corazón de sus planteos.

Quizás la de Paul Wolfskehl sea una de las historias más fantásticas en el camino a la demostración de Fermat. La noche en que había planeado suicidarse por una pena amorosa, descubrió una laguna en aquel trabajo de Kummer. La hora indicada pasó y Wolfskehl ya no pensó en terminar con su vida.

Para honrar al problema que lo había salvado, legó parte de su fortuna para que se entregara como premio a quien demostrara el teorema. El plazo vencía en 2007. Ahora, sólo quedaba un siglo por delante para resolverlo.

El sueño de la demostración absoluta seguía siendo esquivo. Lo absoluto es, como repite Singh, un imperativo base de la ciencia matemática. La posibilidad de hallar una verdad eterna es lo que ha atraído a decenas a la disciplina y lo que le ha concedido incluso ribetes esotéricos desde sus inicios entre quienes creyeron entrever en las relaciones numéricas una huella de Dios.

Tras la Segunda Guerra Mundial y el desarrollo de la computación, el cálculo dio un impresionante salto hacia adelante, pero ninguna computadora podía conquistar más que una infinita acumulación de casos. Y eso, aunque maravilloso, no era algo absoluto. Todavía se necesitaba a un humano para encontrar la regla lógica.

El matemático Sir Andrew J. Wiles. Foto del Instituto de Matemáticas de la Universidad de Oxford . EFE.El matemático Sir Andrew J. Wiles. Foto del Instituto de Matemáticas de la Universidad de Oxford . EFE.

Cuando Wiles empezó a trabajar, ni siquiera se habían inventado técnicas que acabaría empleando al final. Una de esas piezas clave la aportaron dos matemáticos a los que el destino, como a Wiles con Fermat, había reunido en una biblioteca.

Yutaka Taniyama y Goro Shimura formularon una conjetura que luego recibiría el nombre de ambos y que vinculaba dos entidades del espectro matemático que hasta entonces se estudiaban separadamente: las curvas elípticas y las formas modulares.

La conjetura era radicalmente innovadora, pero no se conectaría con Fermat hasta 1984, cuando Gerhard Frey probó que la demostración de la conjetura Taniyama-Shimura implicaba también la demostración del teorema de Fermat. Ken Ribet y Barry Mazur ajustaron luego el postulado de Frey.

“A los matemáticos les encanta construir puentes”, dice Mazur en una cita. En efecto, quedaba trazada la conexión entre el acertijo nacido en el siglo XVII con el más significativo del siglo XX, según la descripción de Singh. Probar que la conjetura, además, podía significar un avance clave en un proyecto más amplio de unificación de distintas áreas de la matemática.

En 1975, Wiles empezó su posgrado en la Universidad de Cambridge, en donde se dedicó a estudiar las curvas elípticas, una de las áreas a las que se refería la conjetura. Una década más tarde, ya como profesor de la Universidad de Princeton, se enteró del hallazgo que vinculaba aquello que lo había entretenido durante los últimos años con su sueño de infancia.

El placer del descubrimiento

“Las matemáticas tienen aplicaciones en la ciencia y la tecnología, pero no es esto lo que impulsa a los matemáticos. Ellos se inspiran en el placer del descubrimiento”, afirma Singh. Esa pasión es la que explica por qué a lo largo de tres siglos y medio hubo personas dispuestas a empeñarse en resolver un problema abstracto y casi imposible de desanudar. Y eso mismo fue lo que impulsó a Wiles cuando todo estuvo por desmoronarse.

Su demostración fue aplaudida en el mundo entero y el matemático de grandes lentes redondos apareció en la revista People en una lista de personajes influyentes junto a la Princesa Diana y Oprah Winfrey. Sin embargo, un pequeño error en su trabajo casi destruiría su logro y Wiles otra vez tuvo que recluirse para arreglarlo. No fue hasta 1995 que el último teorema de Fermat se dio oficialmente por resuelto.

Wiles llegó a recibir el Premio Wolfskehl que vencía en 2007 y se quedó con la gloria.

Pero detrás, había un sentimiento de desencanto: ya no existía el desafío. Como dice Adrián Paenza en su prólogo a esta edición, Wiles era un hombre enamorado de un problema. Acaso, queda la ilusión de encontrar la misteriosa solución original de Fermat, que no conoció ni a Sophie Germain, ni a Taniyama y Shimura ni a Gerhard Frey.

Singh escribe la historia de Wiles también evidentemente animado por la pasión y con una pluma que le permite navegar la complejidad para hacerla tan accesible a todo público como disfrutable para los especialistas.

El último teorema de Fermat, de Simon Singh (Cía. Naviera Limitada).

Redacción

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