La comida de la abuela tiene un atractivo inconfundible: es capaz de transformar ingredientes sencillos en sabores profundamente reconfortantes. En los restaurantes con chefs profesionales, sin embargo, surge la oportunidad y la responsabilidad de llevar ese legado un paso más allá mediante técnica, precisión y un cuidado minucioso en la selección de los productos. Eso es lo que sucede en este nuevo espacio en la esquina de Delgado y Arroyo: Burdo consigue que aquello que nació en la cocina familiar alcance una nueva dimensión sin perder su identidad.
Detrás de este proyecto se encuentra Lucila Rodríguez -quien se formó con la cocinera Narda Lepes y participó de la apertura de otro querido restaurante del barrio, Casa Parra- y su familia. El restaurante está puesto sin dejar detalle al azar. La cocina ocupa un lugar central para que se vea la transparencia con la que trabaja el equipo que sigue a la chef desde hace años.
La carta es corta y bien pensada. Con platos que Lucila comía de chica y otros sabores que invitan al recuerdo de la infancia. Un lugar acogedor, donde “lo importante es comer rico y pasar un buen momento. Sentirse como en casa”, asegura la cocinera.
La historia de Burdo
Burdo es un proyecto familiar. “Somos yo, mi cuñado y su hermano. Y mi mujer que es la que maneja la gerencia”, cuenta con orgullo Lucila. Luego de su separación del proyecto Casa Parra, su cuñado le propuso dar un volantazo y poner algo en familia. Y así nació la idea del restaurante propio.
La fachada del Restaurant Burdo. Foto: Victoria Gesualdi Encontrar el local fue clave. Por medio de una amiga llegó a uno ubicado en una legendaria esquina de Colegiales, donde había funcionado durante más de una década un restaurante importante para los vecinos del barrio – llamado La prometida- que cerró sus puertas con la llegada de la pandemia.
El local había estado cerrado durante cuatro años y había mucho por hacer. Después de siete meses de obra se recicló todo el interior pero se mantuvo intacta la fachada. “Yo quería una cocina que esté centralizada, que se vea de todos lados, que sea el corazón del local. A mí no me gusta estar escondida y no me gusta no ver”, explica Lucila destacando que lo importante para ellos era transmitir calidez y tener a la barra cerca, para poder trabajar bien en equipo”.
El salón es despojado, minimalista, fresco y se divide en cuatro sectores y tiene capacidad para 100 cubiertos: el salón inicial, la barra lateral, el patio y el salón que se ubica al final del local donde brindan la posibilidad de cerrar las puertas y celebrar cumpleaños o reuniones privadas, de hasta unas treinta personas. Cuentan con mesas y sillas de madera, copas Ridel y vajilla de calidad.
Salón Burdo. Foto Victoria Gesualdi – Bajando las escaleras o con echar un simple vistazo al piso -ya que el techo de la misma está vidriado- se puede ver la cava que alberga aproximadamente 1000 botellas, divididas entre 100 y 115 etiquetas por lo que la carta de vinos es extensa. Con bodegas boutique, bodegas de pequeños productores y sueñan con próximamente poder ofrecer un vino de cada provincia de la Argentina. “Hay cosas muy interesantes de probar y de dar a conocer”, dice Lucila, declarándose fan del mundo del vino. Para que nadie se quede sin probar una copa, los precios que manejan son los de las vinotecas.
Entre las botellas que reposan acostadas forrando las paredes del sótano, hay una mesa con seis sillas. Si bien el uso en su comienzo iba a ser interno, lo acogedor del espacio hizo que los clientes pidan comer allí, teniendo un sector totalmente privado. Se puede reservar con un menú diferente y precio pautado con la cocinera.
Socios rodeados de botellas en la cava del sótano de Restaurant Burdo. Foto Victoria Gesualdi
Qué comer en Burdo
“Comida de abuela, de casa, porteña, tradicional con una vuelta… que no sé si la busqué o simplemente sucedió”, anticipa la chef. A modo de comienzo se pueden pedir pancitos con manteca ($ 5.000). Ofrecen nueve entradas entre las que se destacan los buñuelos con salsa de queso azul. “Un día probé la salsa para otra cosa y en esa búsqueda se unió con los buñuelos y quedó”, dice Lucila y agrega: “No iba a poner en carta a los buñuelos, los hice una vez y no los pude sacar más. Se pide muchísimo”. La porción es de 4 generosos buñuelos bañados en una cremosa salsa ($ 13.000).
Imperdibles los buñuelos con salsa de queso azul. Foto Victoria GesualdiOtro entrante que se destaca es el pan chat relleno de queso brie, cebolla caramelizada con una miel de ajo ($ 12.000). Llega a la mesa calentito y al cortarlo el queso se desmaya en el plato. Una combinación de sabores mezclada con crocancia y la cremosidad con un baño de miel y tomillo. Es un must de la visita.
Otra opción es la tortilla ($ 13.000), que no lleva más que papas fritas y huevo, una receta “a la francesa” de la madre de la cocinera que se sirve babé. Como muestra de la tradición y la innovación, está el pollo toné, que es una suprema cocida al vacío para que conserve todos los jugos ($ 14.000).
Una de las recién llegadas a la carta es la panceta curada durante 10 días y ahumada por dos horas. Se sirve con chauchas y salsa tamarindo ($ 14.000). Una fórmula donde la cocinera se permitió jugar un poco más con la tecnología uniéndola al antiguo método de ahumado casero en una parrilla en la cocina, donde se pueden ver los troncos y el fuego aunque no se percibe en lo más mínimo el olor ahumado en el salón.
Panceta curada y ahumada de Burdo. Foto Victoria Gesualdi Dentro de los platos principales desde la cocina recomiendan un plato que tiene gran salida: el ojo de bife (que lo sirven bleu), con papas fritas de triple cocción y una ensaladita de hojas de apio, cebolla colorada, alcaparras, morrón asado, limón y aceite de oliva. Coronado con una salsa de espinaca y albahaca ($ 37.000).
Dentro de las recetas heredadas encontramos los canelones de ricota y nuez ($ 25.000), fórmula de la abuela, que se sirven con un salsa passata (de tomates frescos) que hacía el papá de la cocinera con ajo picado y aceite de oliva. De las recetas maternas también se lucen los gnudis con ratatouille ($ 26.000), que son los que comía Lucila cuando vivió en Francia junto a su madre y la cocinera siente que es una receta que la “marcó para siempre”.
La entrada estrella, queso brie en pan. Foto Victoria GesualdiPara el cierre hay cinco opciones de postres. “No somos muy dulceros. No nos gustan los postres empalagosos”, advierten. Eso sí, se preocupan por utilizar la mejor materia prima y el chocolate importado al 70%. La mousse de chocolate y crema inglesa cuesta $ 14.000 al igual que el postre de frambuesa, bizcocho de especias, chocolate blanco y mascarpone. También ofrecen helado del mes ($ 10.500).
Lucila afirma que no sería la cocinera que es sin la formación de Narda Lepes. “Le debo todo. Aprendí mucho, desde la adrenalina de 300 cubiertos hasta la nobleza de los productos”, dice con orgullo. Es por eso que sin haberlo soñado abrió las puerta de un restó para cien cubiertos. No le tiemblan las piernas para superar obstáculos.
Ojo de bife. Foto Victoria Gesualdi“Acá ofrecemos lo que nos gustaría que nos ofrezcan a nosotros. Lo que nos gusta comer a nosotros. Queremos que los clientes se sientan cómodos y disfruten”, se sincera destacando que la idea siempre fue aportar algo lindo a Colegiales. “La idea es formar parte, me encanta el barrio”, concluye.
Burdo: Delgado 1199, Colegiales. Abre de martes a sábados, desde las 19.30. Instagram: @burdo.resto.






