Con la Inteligencia Artificial avanzando sobre todo lo que se le interpone, incluidas estrellas de Hollywood y libretistas, me gustaría creer que en algún lugar del país hay un equipo de profesionales desarrollando la mejor manera de inocular en las aulas las grandes historias de la literatura universal, comenzando por Homero. Pero no, ahora resulta que los viejos Aquiles y Ulises pasaron de moda y que hay “otros métodos” para transmitir enseñanzas que llevan más de 3.000 años de historia.
Así me lo decía Marcos, un entusiasta profesor de Literatura de unos treinta años que trabaja en un colegio secundario porteño. La cuestión es que, por “razones pedagógicas”, de “actualidad” y hasta de “interés juvenil”, la Ilíada y la Odisea son textos “opcionales para la lectura”. Imagínense una cosa así: el docente de turno les resume ambas obras y luego les dice que, si tienen ganas, lo pueden leer. En consecuencia, el hombre que ha dado forma al mundo occidental está por desaparecer en el olvido.
Averiguando sobre semejante delito, muy a vuelo de pájaro, hubo una profesora a la que no le gustó nada cuando dije que esos versos deberían ser lecturas imprescindibles en la secundaria. Se llama Milagro y da clases en el sur argentino. “Homero fue una academia de escribas, no veo por qué debería ser obligatoria”, argumentó antes de señalar que a los adolescentes “no deberíamos obligarlos a nada, sino enseñarles a disfrutar de la literatura”.

No fueron los únicos; otros cinco docentes, todos jóvenes y de diferentes lugares del país, blandieron explicaciones similares. Además de derribar la propuesta para que la Ilíada y la Odisea sean lecturas obligatorias, también me hicieron sentir como si hubiese reprobado parte de mi adolescencia por estar peleando frente a las murallas de Troya junto con los mirmidones. Recuerdo que la primera vez que leí la Ilíada fue como abrir una puerta a un mundo donde el heroísmo no era adorno, sino medida de lo humano. Un territorio nuevo donde los dioses hablaban y los guerreros morían envueltos en la misma grandeza que los hacía inolvidables.
No soy especialista en psicopedagogía ni en adolescentes, pero sí recuerdo que, a esa edad, donde todo parece más difícil y lejano, una profesora de rulos nos puso como exigencia leer los cuatro libros que había dejado sobre su escritorio para poder aprobar su materia. Así me abrió esa puerta. Las grandes obras no necesitan ser fáciles, necesitan ser necesarias.
Los poemas homéricos son mucho más que relatos de guerras y viajes: son espejos donde se refleja la condición humana en toda su amplitud. Cada uno de esos héroes es, al mismo tiempo, sublime y miserable, capaz de las más altas gestas, pero también de los errores más hondos. No hay en estas obras perfección, sino una lucha feroz contra los propios límites. El adolescente necesita saberlo. Hasta la astucia —esa virtud tan escasa en tiempos de ingenuidad digital— se aprende a admirar en las peripecias de Odiseo. Los adolescentes necesitan encontrarse con historias en las que los errores tienen consecuencias, las victorias cuestan vidas y la compasión puede salvar hasta al más perdido de los héroes.
Leer las dos epopeyas es aprender a leer el mundo, a entender los símbolos que nos acompañan, a desconfiar de la arrogancia y a respetar el misterio del destino. El adolescente, al leer estos textos, entiende que todas las aventuras, todos los peligros y todas las búsquedas están en su propia vida. No hay fronteras entre el ayer y el hoy, entre el mito y la experiencia cotidiana. Troya está en cada desafío, Ítaca es el horizonte de cada esperanza.
No hay excusa pedagógica que valga. No basta con leer fragmentos, ni con mirar de reojo los mitos: hay que sumergirse en la fuente. Los adolescentes deben saber de dónde vienen las palabras que usan, los símbolos que los rodean, las historias que les cuentan y hasta los arquetipos que aparecen en las series de Netflix. Si Homero no está en la mochila de ellos al menos durante una temporada, si Aquiles y Ulises no se asoman a sus tardes de hastío y pantallas, estamos renunciando a nuestra propia historia. No es un asunto menor.





