«Qué es un libro?», pregunta retóricamente Jorge Artola (62). A lo largo de la charla con Domingo, él mismo contestará la cuestión de diversas formas. Pero la conclusión llegará al final, acompañada de una afirmación categórica. “Tengo el mejor trabajo del mundo”, dirá, con una risa pícara pero también con la honestidad de quien ha dedicado más de 40 años de su vida a ese objeto que, para él, encierra múltiples poderes.
A priori, podría decirse que este camino —que con el tiempo se volvió casi una militancia cultural— comenzó en 1984, cuando empezó a vender libros en la Feria de Villa Biarritz. Sin embargo, todo había empezado mucho antes, en medio del campo.
Jorge creció en una zona rural de Flores, en el seno de una familia que, aunque no tuvo acceso a la educación formal en el sentido tradicional, le otorgaba un enorme valor al acto de leer. “Había una certeza total de que la cultura era la única llave hacia una vida mejor. Tenían muy claro el valor del libro”, rescata quien, aún siendo un niño, llegó a la literatura de Tolstoi, Víctor Hugo y Homero.
Cuando se mudó a Montevideo para estudiar, hizo de la Biblioteca Nacional un refugio, gracias a un profesor de literatura que le enseñó a buscar en los ficheros. “Él nos enseñó a mí y otros compañeros a investigar en la biblioteca y, gracias a él, entre los 16 y los 20 años fui consumidor asiduo”, dice quien confiesa sentirse golpeado en estos días por la noticia de su cierre temporal.
En marzo de 1985, abrió su primera librería, en Pocitos. La bautizó Octaedro, por el libro de Julio Cortázar, el primer título del argentino que tuvo en sus manos. Allí estuvo durante cinco años, hasta que en 1990 inauguró Patio Biarritz, un proyecto más grande en una casona de Punta Carretas. Más que una librería, fue un centro cultural, donde se ofrecían talleres, desde literatura hasta música. Luego, con la crisis económica de principios de los 2000, los dueños del inmueble decidieron vender la casa y Jorge tuvo que emprender un nuevo vuelo. Hizo entonces un estudio sobre los barrios de la ciudad y descubrió que en Parque Rodó y Cordón Sur, a pesar de ser zonas universitarias pujantes, casi no había librerías. Fue allí —primero en Paullier, casi Bulevar España, y luego sobre Bulevar España, entre Salterain y Pablo de María— donde decidió seguir cultivando su jardín literario.
Diomedes, donde siempre entran más libros
Cualquiera que haya visitado la librería de Jorge confirmará que no es exageración decir que el lugar desborda de libros. Se acumulan en estanterías repletas y se apilan en columnas inestables por el piso. Caminar entre sus pasillos se ha vuelto una tarea complicada y hurgar entre sus rincones es casi una expedición riesgosa, con la amenaza constante de quedar enterrado bajo una avalancha de páginas.
Aun así, para los habitués de Diomedes, abrirse camino entre ese caos se ha transformado en un juego placentero, alimentado por la sospecha de que, en este enjambre de libros, siempre hay una joya esperando ser descubierta.
El nombre de la librería, como muchas cosas en la vida de Jorge, tiene su razón de ser en los libros. En este caso, en La Ilíada, de Homero. “Fue uno de los héroes de la literatura griega, el general más joven, que junto con Néstor, el más viejo, eran los que mantenían la calma en tiempos de crisis. Fue un ejemplo claro de rebelión frente a la norma, una figura interesante desde el punto de vista arquetípico. Pero, además, era el protegido de Palas Atenea, la diosa que regía la cultura”, explaya sobre el significado, aunque mucha gente lo confunda con Diógenes, el filósofo cínico. Están también los que asocian el nombre al síndrome del acumulador cuando Jorge cuenta que tiene 20.000 títulos a disposición del público, y unos cuantos miles más en su casa.

Foto: Leonardo Mainé
“Eso es una crítica de los sectores opositores que no le ponen onda”, dice con humor. “Siempre pueden entrar más libros”, anota quien compra bibliotecas enteras cada tanto y prefiere afianzarse en el concepto de vender “libros leídos”.
“En lugar de ‘usados’, que tiene una connotación peyorativa, vendemos ‘libros leídos’”, dice Jorge sobre algo que él siente como un timbre de honor. Por un lado, da nueva vida al objeto y a un precio más accesible, cumpliendo así con valores ecológicos que para él son importantes. Por otro lado, el lector tendrá no solamente la voz del autor, sino también muchas veces la suerte de encontrarse con la interpretación del lector anterior.
“Quizás ese libro tenga un subrayado o una anotación que permite una especie de diálogo doble. Eso es un regalo que podés estar haciéndole a una persona anónima”, dice quien sigue comprando bibliotecas enteras cuando alguien quiere deshacerse de una herencia, o vende sus libros por mudanza.
“Cuando veo una biblioteca grande, compro todo. Lo hago por una razón muy simple: he aprendido muchísimo haciendo arqueología de bibliotecas. Es fabuloso entender cómo se fueron armando generación tras generación. Eso es una experiencia casi mística, entender cómo fueron cambiando las ediciones, porqué algunos autores prácticamente han desaparecido y otros resurgen. Es una locura fascinante”, afirma.

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Ese hábito le ha permitido atender pedidos exóticos y, a la vez, tener un acervo que le ayudó a sobrellevar tiempos de crisis. “Tenía una clienta que me pedía un libro hacía ocho años. Nada más ni nada menos que una gramática vasca editada en Buenos Aires. No lo encontraba en ningún lado. Un día compré una biblioteca y lo encontré”, cuenta quien lleva una planilla de Excel con sus títulos y pedidos de clientes.
“Cuando lo encuentro, la llamo y alucinó, primero porque mantuve el pedido y mucho más porque lo había encontrado. Eso es una experiencia humana maravillosa. A esta altura de la vida, uno tiene que divertirse con cosas locas”, concluye quien tiene miles de pedidos anotados en la planilla y, curiosamente, dice que, con el tiempo, los libros siempre aparecen.
Oficio que también es militancia cultural
Ser librero es más que vender o recomendar un libro. Hay, dice Jorge, un factor de escucha y aprendizaje mutuo que es fundamental. “Cuando yo era cliente compulsivo de librerías, era bastante frecuente que los libreros te dijeran: ‘Tenés que leer esto’. Y pienso que, en realidad, lo que puedo explicar o indicar es desde mi experiencia personal acotada; puedo decir ‘a mí este libro me produjo esto’”, sostiene. Y desarrolla: “La cuestión acá es que la búsqueda del otro te enseña. Es algo maravilloso. Hay una cosa profundamente humana detrás de cada libro que se va, hay un compromiso muy fuerte de tratar de garantizar que esa persona se quede satisfecha con la elección que hizo. Y que tu asesoramiento va a implicar que esa persona retorne”.
Por otro lado, tras cuatro décadas dedicándose a esto, observa cómo fue cambiando el perfil del lector uruguayo. En 1985, cuando empezó, en plena apertura democrática, un 80% de la lectura era política e histórica, cuenta. “La gente trataba de entender qué era lo que le había pasado a Uruguay y qué era lo que se venía. Luego empezó a haber toda una explosión de temáticas, las personas habían quedado muy encerradas y empezaban a aparecer toda una serie de preocupaciones del tipo ‘¿cómo estoy viviendo mi vida?’ y ‘¿qué puedo hacer con mi vida?’ Básicamente lo que podemos definir hoy como el género de autoayuda”, contextualiza.
Con el pasar de los años y el boom de temáticas, también el lector se fue complejizando y eso, para él, es algo sumamente interesante. “Hoy, hay una pluralidad de temáticas que hace 40 años era casi impensable. Entonces, la persona viene y no sabés cuál es la pregunta que te va a hacer. Antiguamente, era muy fácil prever qué era lo que te iba a pedir. Ahora no sabés si te van a pedir un libro sobre cómo crear un bonsái o algo para el cuidado de la mascota”, expresa.
Algo que el tiempo también se encargó de confirmar es que los discursos catastróficos sobre el fin del libro como objeto —especialmente en épocas de Kindle y audiolibros— no se sostienen en la realidad.
“Habitualmente te dicen: ‘Los jóvenes no leen’, y eso es un error atroz. Aparte de ser perverso”, dice y ejemplifica con su humor ya identificable: “Hay un texto que dice que la juventud está perdida profesionalmente, que no les interesa ni estudiar ni trabajar. El único problema es que ese texto tiene 4.000 años y es sobre la sociedad egipcia. Y, mirá, la humanidad sobrevivió a pesar de esa juventud disoluta de los egipcios”, dispara.
La indulgencia con el pasado y el descrédito hacia una juventud que, según Jorge, sí es muy lectora —sobre todo las mujeres—, son equívocos que su oficio le permite evitar. “Si hay algo que tiene que darle sentido a la librería es que sea extremadamente abierta a las nuevas generaciones. Si tu concepción es que solamente tu generación lee, no te dediques a eso”, afirma categórico para luego volver a la pregunta inicial de esta charla.
“Para mí, un libro es una bendición que hay que compartir. Mi trabajo de algún modo es muy humano y me permite ir conociendo gente y que esa gente me ayude y me enseñe. Espero yo también haber ayudado a unos cuantos”.

Foto: Leonardo Mainé
—Ya que hablaste de ayudar. Durante la pandemia hiciste una olla popular y regalabas libros. Ahora muchos tenemos la impresión de que la emergencia sanitaria fue hace una vida y nos cuestionamos si aprendimos algo de todo aquello. A ti, ¿qué lección o enseñanza te dejó aquella movida?
—Yo diría que tres cosas. La primera, lo de García Lorca, ‘un pan, un libro’. La segunda, es la certeza de que por más complicado que sea el contexto social y el contexto personal, uno siempre puede ayudar y es importante que tengas claro que tenés que hacerlo, que entiendas qué vivís en una comunidad. Y la tercera es que el ser librero tiene una connotación que habitualmente puede terminar en un individualismo de ‘yo que sí leo literatura gótica y el resto de los comunes mortales no’. O sea, en un estúpido y patético elitismo. Cuando en realidad trabajar en una librería permite no olvidarte que sos parte de una cadena y que todos los eslabones son necesarios. No podés perder a ningún individuo en la sociedad.
—En una entrevista de aquel momento contaste que una persona en situación de calle, al ser cuestionada de por qué leía contestó que aquel era “su momento de dignidad”. Me quedó marcada aquella frase…
Sí, Miguel. Todas mis teorizaciones sobre para qué es un libro, las eclipsó una sola persona en situación de calle. Eso es una gran enseñanza moral. Él logró una definición que a mí nunca me hubiese ocurrido. Le da un momento de dignidad. Ya está. En la aporafobia reinante una persona en situación de calle no es considerada sujeto de derecho, de pensamiento, de nada. Y esa persona había vislumbrado algo que la mayoría de los comunes mortales que duermen cómodos no lo ven. Yo estudié sociología y ciencia política, me encantó, pero esa persona me enseñó mucho más que unos cuantos docentes.