El 3 de julio, la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó el llamado “One Big Beautiful Bill”, una ambiciosa ley que redefine las prioridades fiscales y de gasto del país para la próxima década. Aprobada por un margen estrecho, ya se convertirá en ley. Aunque gran parte de la atención se ha centrado en cuántas personas perderán la cobertura de Medicaid o en cómo la ley redistribuye riqueza hacia los estadounidenses más ricos, uno de los componentes más relevantes—y más ignorados internacionalmente—es el energético. La nueva ley elimina incentivos clave para las energías renovables, restringe el acceso a subsidios verdes y fortalece el apoyo a los combustibles fósiles. Es un giro radical en la postura climática de EE UU, con implicaciones profundas y confusas para América Latina.
Durante años, Estados Unidos se presentó como un socio para la transición energética en la región: invirtiendo en infraestructura renovable, facilitando la transferencia de tecnología y promoviendo la participación del sector privado en proyectos solares, eólicos e incluso de hidrógeno verde, a veces a través de instituciones multilaterales. Esa narrativa ya no se sostiene. La ley no solo desmantela pilares centrales de la política energética limpia estadounidense, sino que además impone impuestos punitivos a proyectos renovables que utilicen componentes de países “prohibidos” como China, penalizando de facto a empresas insertas en cadenas de suministro globales.
Esta decisión tendrá efectos de cascada en los mercados energéticos globales. Con el retiro de EE UU del liderazgo en energías renovables, se perfilan tres dinámicas clave con implicaciones directas para América Latina.
Primero, el capital internacional se moverá. Los inversionistas que antes veían a EE UU como un destino predecible para proyectos verdes a largo plazo ahora buscarán otros mercados. Y América Latina—con abundante sol, viento y recursos naturales—está bien posicionada para captar parte de esa inversión. Países como Chile y Brasil ya lideran en solar y eólica; Colombia ha mostrado interés en el hidrógeno verde, aunque sin logros mayores; y México, pese a obstáculos regulatorios, tiene un enorme potencial solar. Si los gobiernos actúan con rapidez para ofrecer estabilidad normativa y señales claras al mercado, podrían convertirse en destinos prioritarios para el financiamiento verde.
Segundo, el giro de Estados Unidos hacia los combustibles fósiles podría reforzar la dependencia de la región de estos recursos. La nueva ley amplía significativamente los subsidios al gas, el petróleo y el carbón, lo que probablemente aumentará la oferta global de fósiles y enviará señales contradictorias al mercado internacional. Países como Venezuela, Argentina o Colombia podrían interpretar este contexto como una oportunidad para mantener o incluso ampliar sus propias actividades extractivas. En el caso colombiano, el panorama es más delicado: las decisiones del gobierno de Gustavo Petro de frenar nuevas exploraciones y restringir la inversión en hidrocarburos han contribuido a una fuerte caída en los ingresos fiscales. En lugar de impulsar una transición energética gradual y bien planificada, se ha apostado por un enfoque restrictivo que ha debilitado la base fiscal sin contar aún con alternativas sólidas de financiación.
Nada de esto implica que la región deba renunciar a sus compromisos climáticos. Pero sí sugiere que la disyuntiva entre transición energética y estabilidad fiscal es, en muchos casos, falsa. Es posible hacer ambas cosas a la vez: sostener la inversión en sectores fósiles mientras se acelera la transición hacia energías limpias, usando los recursos de los primeros para financiar los segundos. Lo que se necesita es una política pragmática y coherente, no decisiones simbólicas.
Tercero, las cadenas de suministro globales de tecnologías limpias están destinadas a cambiar, aunque todavía no está claro hacia dónde se moverán. Al imponer impuestos a proyectos que utilizan insumos chinos, EE UU busca relocalizar su producción. Pero muchas de las piezas clave —como paneles solares y baterías— ya se fabrican en Asia con ventajas de escala difíciles de replicar. Si esas cadenas se reconfiguran, América Latina podría beneficiarse, especialmente si logra ofrecer un entorno geopolíticamente estable y competitivo. Países como Costa Rica o Panamá podrían posicionarse como centros de ensamblaje verde, pero para ello necesitarán políticas industriales ambiciosas, infraestructura eléctrica confiable y mecanismos de financiamiento adecuados.
En última instancia, esta nueva ley no es solo un asunto doméstico estadounidense; es una señal al mundo de que EE UU está abandonando su papel de liderazgo climático. Para América Latina, eso representa tanto una pérdida como una oportunidad. La región no puede darse el lujo de esperar a que Washington recupere su compromiso ambiental en alguna futura administración. Debe aprovechar este momento para atraer capital, invertir en infraestructura limpia y fortalecer cadenas de suministro que respondan tanto a las necesidades regionales como a la demanda global.
América Latina siempre ha estado en la encrucijada entre el extractivismo y la innovación. Hoy, la disyuntiva no debería ser entre combustibles fósiles o energías limpias, sino cómo financiar una transición energética realista y sostenible. Lo que se necesita no es una ruptura abrupta, sino una hoja de ruta clara: una que combine inversión en renovables con un aprovechamiento ordenado —y fiscalmente responsable— de los recursos fósiles aún disponibles. Mientras Washington retrocede, América Latina tiene la oportunidad de trazar un camino propio, basado en pragmatismo, planificación y ambición climática.