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Tres chicas muy jóvenes. Usadas y arrojadas al abismo. Como si fueran la nada misma. Como las víctimas de un sistema que las convierte en intercambiables. Para que se hundan en el olvido. Brenda, Morena, Lara. De 15 y 20 años. Juntas quizás en ese último atisbo de crueldad que las asoló.
Baldías. Estragadas. Vapuleadas.
Brenda. Morena. Lara. Tres pibas de 15 y 20 años del Conurbano profundo.
De los márgenes. Como tantas pibas que son más y más de los márgenes. Porque, en verdad, crecen los márgenes en un país que cada día arrincona una porción más de vidas vulneradas a las que hacen vulnerables a fuerza de castigo.
Mujeres niñas que sobreviven como pueden a los engranajes feroces de un sistema que las hace intercambiables. Que las vuelve objetos. A los que se puede romper, ajar, despedazar y tirar a las alcantarillas como descarte. Y, a veces, como Brenda, Morena o Lara son tratadas definitivamente como la nada misma. Utilizables y matables. Esas nadies a las que se adjetivará con infinitos estigmas. Antes y después de la muerte definitiva.
Prostitución. Vida fácil. Drogas. Y más y más palabras que dejarán tatuadas a sus historias. Nada de sus ternuras. De sus terrores nocturnos. De sus amores.
Fanática de los boliches, que abandonó la escuela secundaria, tituló el gran diario argentino sobre Melina Romero.
Pibas colonizadas por un extractivismo que las devora. Como se extraen y se devora la riqueza de la tierra. Para siempre. Victimizadas hasta el hartazgo.
Como Paula Perassi, hace ya 14 años, en suelo santafesino en el que se mueven las mayores riquezas del país y en donde su papá sigue, todavía hoy, tratando de hallar sus huesitos. Como María Soledad Morales, hace ya 35 años, destrozada por los dueños de la provincia que, a la vez, fueron volteados por su cuerpito de niña de 17. Como María Cash, a quien deglutieron definitivamente en alguna provincia y su papá murió de tanto buscarla en una ruta cualquiera, cargado de volantes con el rostro de la muchacha.
Estragadas. Baldías. Vapuleadas. Brenda, Morena, Lara. Juntas quizás en ese último atisbo de crueldad que las asoló.
Muertas de miedo. Como se muere de miedo cuando la perversidad las empuja hasta el borde mismo del abismo. Y las usa. Y las despedaza. Y las mete en una bolsa negra. Como se divirtieron los dueños de una estación de servicio en una patética publicidad.
Y las arroja a los basurales del Ceamse, como hicieron con Angela Rawson.
Como se hace con un trozo de carbón. O con un pedazo de metal oxidado. O con un cartón manchado. En un acto que embandera la crueldad en la cima de los mástiles de la humanidad. Que rapiña los cuerpos. Que los cosifica. Que los envuelve en nylon. En un pedazo de sábana. Los encadena y, si es necesario, los tira al fondo del mar. O al fondo de la tierra, que a veces, es lo mismo.