En la oscuridad, sola, una mujer toma un gin tónic y mira la negrura: la exterior y la interior. Ese es el disparador de los doce cuentos que arman Jardín de noche, último libro del inclasificable Fabio Morábito, que editó Edhasa cerrando 2024. La insatisfacción general de estas protagonistas, a la par de un deseo nihilista de cambio, es la premisa de cada una de las tramas.
“El tiempo siempre pasa veloz cuando miro el jardín”. Así comienza cada uno de los relatos, que Morábito avisa, al final del libro, pertenecen a “un cuento fantástico de Haruki Murakami”. En el adjetivo está el género del texto del celebrado escritor japonés, pero puede tomarse en polisemia y entenderlo como lo pone en juego el autor de Jardín de noche: algo irreal. Eso atraviesa a estas historias tan breves como contundentes.
Empiezan igual, pero son cuentos diferentes, con protagonistas distintas. No son vecinas ni se conocen ni se cruzan. Igual, viven en un mismo mundo, tal vez el de esta coyuntura global, porque de algún modo dialogan con un sentimiento generalizado que invade el cotidiano en esta modernidad cruel, que empuja a la soledad.
El conjunto se arma como un todo en el escenario disparador, la frase y, sobre todo, en el anhelo angustiante y angustioso de las almas que buscan su destino sentadas ahí, en el interior exterior de sus casas, que no siempre se sienten hogar.
Una mujer solitaria que abandona su casa y acampa en su jardín. Raíces que amenazan la vida mientras avanzan subterráneas y secan toda otra vida hasta ser una criatura que repta en el pasto, arrasando con todo lo sano que hay a su paso.
Empleadas domésticas que sólo quieren nadar de noche en la pileta de una mansión. Matrimonios fallidos divididos por una pared de bugambilias, un arbusto trepador similar a la Santa Rita que, como los protagonistas, no alcanza a separar nada.
Algunas tramas
Esos son apenas breves trazos de algunas tramas que no se pueden resumir o reseñar, porque lo que las hace únicas es la imaginación frondosa de Morábito y su forma de llevar cada mundito –enorme, inquietante– adelante.
Doce mujeres que toman gin tónic de noche en sus jardines. Ajenas. Las une, más que eso, la certeza de que sus vidas podrían haber sido mejores. Hacen algo y a la vez no hacen nada. Todo es acción repleta de quietud.
Podría entonces ser una novela, coral, que nunca cierra, apenas muestra el retazo desesperanzado de un todo en una docena de capítulos. Hay pequeñas crónicas de eventos que apuntan hechos. Hay mini ensayos alrededor de sensaciones. Hay cuentos más formales con finales redondos, sorprendentes, que rematan. Hay imágenes, lírica, anécdotas, trama.
Sería más sencillo decir lo que no es. No son sólo cuentos, exceden al formato. No es una novela, le importa poco hilar el todo desde la trama. No es solo prosa ni espera ser poesía. Es un poco todo eso que no es.
Jardín de noche es un collage de insatisfacciones, una colección de relatos protagonizados por mujeres solitarias que viven en un barrio de familias, una no-novela que crece igual, como un terreno baldío repleto de cardos y se asemeja, involuntariamente, a un jardín.
“El deseo es hambre, es el fuego que respiro”, canta, dice, escribe Patti Smith en su emblemática Because the Night, de 1978. Sigue ahora, casi medio siglo después, hablando de esa intimidad de amantes que es, también o en realidad, una reflexión sobre lo individual versus lo colectivo, un llamado al poder que se genera en la unión para luchar por causas nobles.

Las mujeres de Morábito
Bien podrían estar, las mujeres creadas por Morábito, escuchando a la madrina del punk mientras toman sus gin tónics. Necesitan esa arenga para salir de sus encrucijadas, en las que están enredadas sin darse mucha cuenta. Pero no. Las arropa la engañosa calma de la noche y la aparente tranquilidad del jardín.
Beben, pero no se exaltan. Están listas para un cambio que anhelan y temen. Son una fisura que se sostiene con esfuerzo, en la tirantez que implica el instinto de ir a l seguro, al refugio dado, o salir al deseo, la pulsión de vivir a fondo. Morábito, magistral, las deja en esa aparente modorra para exaltar a quien lee. Cada historia es un acontecimiento que se va gestando, por debajo, hasta necesitar explotar.
Si fuera una canción, Jardín de noche jugaría con las variaciones musicales sobre una misma melodía. Si fuera novela, se trataría de las distintas formas de soledad. Si fueran fotoperiodismo, es un muestrario de capturas intimas de doce instantes bisagra en los que al final no pasa nada. Pasan aviones que ya son parte del paisaje sonoro, la flora es salvaje y la fauna, incluye a los otros, que viven por fuera de los jardines. Si fuera gótico, sería un universo opresivo, cerrado, en el exterior interno de una casa. Muchas vidas separadas y a la vez unidas por ligustrinas tan lindas como espinosas.
No importa cómo se lea, en orden o salpicando, Jardín de noche es un murmullo colectivo que va in crescendo, que grita en voz baja misterios, rumores, chismes, pactos hasta abrirse como una herida. Cicatriza y vuelve a herirse. Sin ánimo de spoiler, el último relato/capítulo, «Los dos jardines», pone en duda otra vez la certeza de estar leyendo relatos sueltos que se unen colateralmente. Es una proeza literaria que grita, como final de historia y de libro, que nada es lo que parece.
Extranjero local
Fabio Morábito nació en 1955 en Alejandría, Egipto. Hijo de italianos, creció en Milán. A los 15 años, y sin saber casi nada de castellano, emigró con su familia a México. Desde entonces vive ahí. Y toda su obra literaria es en español. Es poeta, narrador, ensayista y traductor. Ganó premios importantes en todos los géneros. Muchos de sus libros están traducidos al alemán, al inglés, al francés, al portugués y al italiano.

El idioma materno, libro casi de culto editado en la Argentina por Gog & Magog en 2014 que recientemente volvió a librerías es una autobiografía literaria, que también funciona como bitácora de lecturas y contiene fábulas urbanas, microficciones del yo y poemas en prosa.
Otra vez, un híbrido que es un clásico de estilo del autor: un extractor de pequeñas joyas nítidas, ejercicios fascinantes de autoficción, un amalgamador lúcido y lúdico de géneros y registros.
Es un observador sagaz de lo cotidiano. Pone el ojo en lo pequeño para narrar algo enorme. Invita, en ficción, poesía o no ficción. a salir de lo esperable. Se lee siempre en forma adictiva. Incluso también a veces tensa la cuerda del suspense, por ejemplo en novelas como El lector a domicilio, ganadora de los premios Xavier Villaurrutia y Roger Caillois 2019.
En su momento, para la contratapa Sergio Chejfec dijo: “Alguien comete un crimen que en apariencia no es grave, acaso es vergonzante porque jamás se aclara ni menciona. Al criminal se le retiene el registro y no va a la cárcel, pero se le asigna un trabajo social: brindar lecturas a domicilio.
Así, el autor del crimen será lector. Como si se concluyera: quien no puede decirnos en qué consiste su culpa, debe leer historias ajenas”. Morábito aprendió castellano en su adolescencia, pero su idioma materno es la literatura. Vuelve a dejarlo claro en las 125 páginas de Jardín de noche.
Jardín de noche, de Fabio Morábito (Edhasa).