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sábado, octubre 18, 2025

‘Flor de invierno’, lee el texto ganador del V Premio de Relato Gastronómico

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III Premio de Relato Gastronómico Familia Torres

Esta semana se ha celebrado en el Hotel Arts de Barcelona la gala de los Premios Comer. Uno de los anuncios más esperados fue el del ganador o ganadora del Premio Familia Torres de Relato Gastronómico, la única categoría fija de los premios de gastronomía de ‘La Vanguardia’ y la única remunerada, con 3.000 euros. El relato ganador de este 2025 ha sido Flor de invierno, de la autora Evelyn Megías Carrasco, un texto que Ferran Adrià, quien anuncia este premio desde su creación hace cinco años, elogió por la capacidad de la autora de unir la cocina a las emociones. Hoy les ofrecemos su relato al completo.

Evelyn Megías Carrasco

‘Flor de invierno’

No sé cuándo dejé de cocinar por hambre y empecé a hacerlo por ausencia. Tal vez fue aquella madrugada de enero, cuando abrí el cajón de los cuchillos y me quedé mirando el filo más grande sin saber qué cortar, porque ya todo estaba partido.

El acero relucía bajo la luz tenue como una línea de silencio. Las hojas ordenadas —afiladas, limpias, pacientes— me devolvieron el reflejo de una mujer rota. No tenía carne para trocear, ni verdura para pelar, ni excusas. Solo el frío en la nuca y una cucharilla de madera entre los dedos dormidos.

Medí el agua como quien mide recuerdos: con torpeza. Me temblaban las manos. Lo lavé siete veces. Siempre siete. Como hacía mi madre

O quizá fue antes, cuando el arroz no se pegaba y las manos pequeñas de mi hija, Akiko, jugaban a esconder los granos entre los dedos como si fueran perlas caídas de algún collar sagrado. Tenía una risa que hacía temblar los cucharones colgados. Decía que el vapor del gohan era una nube mágica y se metía debajo del trapo de la olla para desaparecer como un truco. A veces, se dormía en la alfombra mientras yo preparaba

dashi con katsuobushi y alga kombu. El umami flotaba en el aire y ella murmuraba sueños en voz baja, como si el caldo le contara cuentos.

Ahora, cocino sola. El vapor sube igual, pero ya no dibuja dragones. El cuchillo corta igual, pero no suena. El silencio, ese animal al que nadie enseña a quedarse quieto, se sienta a mi lado cada noche. Respira. No come, no habla, pero está. Lo noto colarse entre los fogones, posarse en las servilletas limpias, reptar bajo la puerta cerrada del dormitorio de Akiko, donde aún cuelga su yukata azul, y una bolsa de caramelos de umeboshi olvidada en la estantería.

Desde que ella no está, los días saben a arroz frío. A té olvidado. A shoyu sin contraste.

La anciana llegó un martes, justo cuando el caldo comenzaba a temblar en el fondo de la olla. Era un caldo simple, de los que se hacen con lo poco que queda: un hueso de pollo, un trozo de jengibre seco, una zanahoria cortada a ojo y dos setas deshidratadas. El hervor era tímido, casi respetuoso. En la cocina solo había el murmullo de esa agua transformándose en consuelo.

Ella entró sin tocar. Llevaba un pañuelo blanco en la cabeza, anudado con una flor torcida. Un abrigo de lana que olía a clavo, laurel seco y algo más antiguo: tiempo. Olía a cocina cerrada muchos años y a altar encendido con arroz cocido. Se sentó sin pedir permiso, como si conociera mi mesa desde antes de mi nacimiento. Como si la hubiera puesto ella.

—Si cocinas con el alma seca, solo alimentarás fantasmas —dijo, sin mirarme.

No supe si responder o seguir troceando la zanahoria. La hoja del cuchillo resbalaba sobre la piel naranja, dejando tras de sí una superficie pulida, casi brillante. Hacía días que no hablaba con nadie. Tal vez semanas. Quizá meses. El sonido de la hoja contra la tabla me sostenía. Un compás mínimo. Un latido prestado.

—Has perdido algo —añadió—. Por eso la flor no brota.

Entonces habló de la Yuki no Hana. Una flor que solo florece si el plato que la convoca nace del dolor verdadero, ese que no se disfraza ni se explica. Dijo que en tiempos antiguos solo las madres que habían perdido a sus hijos podían hacerla florecer. Pero ni ellas sabían cómo. Era la flor quien decidía.

Me miró con una sonrisa que no era sonrisa y dejó sobre la mesa una pequeña semilla blanca envuelta en papel de arroz. Era delgada, leve, casi traslúcida. Como si hubiera sido enrollada con aliento en lugar de dedos.

—Cocina en pleno invierno —dijo—. Usa lo que queda en la alacena. No compres. No pidas. Y cuando llores, no te limpies la cara. Deja que la tristeza sazone.

Y se fue. Así, como llegan los sueños que no se cuentan.

El primer día preparé miso con daikon encurtido.

Era lo único fresco que quedaba: una raíz blanca, larga, algo blanda ya por la espera. La pelé despacio, sintiendo cómo la piel crujía bajo la hoja del cuchillo. Corté el daikon en láminas finas, casi como papel de arroz. Las metí en un frasco con vinagre de arroz, una pizca de azúcar y una lágrima de mirin, cerré la tapa y la agité. El sonido fue suave, líquido, como un secreto moviéndose en una habitación vacía.

Mientras, el miso se disolvía en el caldo base. Era miso rojo, más intenso. Denso como la nostalgia. Lo revolví lentamente con palillos de bambú, sin prisa, dejando que el aroma salado y terroso subiera hasta mí como una pregunta sin respuesta.

La sopa estaba buena. Pero la semilla, plantada en un platito con algodón junto a la ventana, seguía muda. Ni un asomo de brote. Ni una arruga en el papel de arroz.

El segundo día fue oden. Un guiso de invierno. Caldo de alga y atún seco, espeso, oscuro. Cocido largo.

Elegí con cuidado los ingredientes. Trozos de konnyaku, esa gelatina firme con textura de agua atrapada. Rollitos de chikuwa, pasta de pescado que a Akiko le gustaba tanto. Y huevos duros.

Me costó pelar el huevo. Las yemas se agrietaban como si fueran corazones con secretos. Las claras se rompían en mis dedos, se me quedaban pegadas a las uñas. Como si no quisieran separarse. Como si el huevo supiera que no era su momento.

Lloré. No por el huevo. Ni por el guiso. Lloré como se llora cuando algo se encalla en el estómago y sube, como una burbuja que quiere estallar. Pero la flor no. El platito seguía igual. Inmóvil. Ajeno. Como si se burlara de mi llanto.

Al tercer día cociné arroz gohan.

Medí el agua como quien mide recuerdos: con torpeza. Me temblaban las manos. Lo lavé siete veces. Siempre siete. Como hacía mi madre. Como hacía yo cuando Akiko era pequeña y creía que ese ritual purificaba el alma del arroz.

El sonido del agua cayendo sobre los granos fue una letanía. Una música antigua. El arroz se volvió blanco bajo mis dedos, casi lechoso. Lo dejé reposar antes de hervirlo.

Dejé que el vapor llenara la casa como una niebla espesa. Akiko decía que parecía una niebla mágica, y se metía debajo del trapo como si jugara a desaparecer. La imaginé haciéndolo otra vez. Quieta. Invisible. Viva.

Me arrodillé frente a la olla y recé. No a nadie. Solo a lo que quedara de mí. Recé sin fe, pero con hambre. Hambre de algo que no tenía nombre.

Nada.

Pasaron los días. Los platos. Las lágrimas.

El mochi, duro como piedra. Fracasé con él. No tenía manos que amasaran con suavidad, ni el calor suficiente para fundir la harina dulce en una textura elástica. Me quedó seco. Tosco. Parecía un error.

El tamagoyaki, esa tortilla dulce enrollada en capas, se quemó por un descuido. Olía a infancia perdida. A azúcar chamuscado. No tuve valor para probarla. Solo la dejé sobre un platito blanco, como si fuera una ofrenda inútil.

Los onigiri, torcidos, sin manos pequeñas que los moldearan. Nunca se me dieron bien sin ella. Akiko tenía una forma peculiar de cerrarlos, apretando con los pulgares al final, dándoles una especie de sello invisible. Yo solo los envolví en nori con desgana. El arroz se deshacía. No había centro que lo sostuviera.

Y cada noche, esa semilla inmóvil, como si supiera que mi dolor era demasiado limpio.

Aceptado. Ya digerido.

No bastaba con llorar. Había que desgarrarse. Había que volver a romperse.

Fue una noche de nieve densa. De esas que cubren los tejados como si el mundo tuviera fiebre. El cielo, blanco sin matices. El frío, vivo. Me despertó un sueño en el que Akiko me pedía sopa de tofu y algas, como cuando tenía fiebre de niña. En el sueño, me tendía las manos. Las tenía húmedas, tibias, y decía: “No te olvides del sésamo.”

Me levanté sin pensarlo. Encendí el fuego con las manos frías. El gas tardó en prender.

Mis dedos, torpes. Saqué el tofu. Era viejo. Llevaba días envuelto en papel. Lo abrí con delicadeza. Tenía esa textura casi blanda, como piel mojada. Lo corté con cuidado, como quien toca algo que podría romperse solo con pensarlo.

Las algas wakame estaban resecas, olvidadas en el fondo del armario. Las dejé hidratarse en agua templada. Se expandieron. Lentamente. Como pulmones que vuelven a respirar.

El miso se disolvió sin esfuerzo. Como si supiera que era hora.

Probé. Estaba simple. Demasiado. Como la vida sin ella.

Abrí la nevera. Quedaban unas shiitake arrugadas, casi rendidas. Las corté en láminas gruesas. Las doré en aceite de sésamo. El aroma fue inmediato. Terroso, profundo, cálido. Como entrar a un templo.

Me partió en dos. El olor me quebró.

Me senté en el suelo y lloré. Esta vez no limpié nada. Dejé que el salitre se mezclara con el vapor. Que los ojos ardieran. Que el llanto se hiciera caldo.

Serví la sopa. Lenta. Con todo dentro. Dejé el cuenco frente al lugar de Akiko. Coloqué sus palillos pequeños, esos que tenían un conejo pintado en la base. Su cuenco de madera, el que se negaba a lavar en lavavajillas porque decía que perdía el alma. Y me quedé quieta.

No recé. No llamé. No esperé nada.

A la mañana siguiente, la flor estaba abierta. Pequeña, blanca, temblorosa.

No la vi al instante. Fue al ir a llenar la tetera, aún con los ojos hinchados por el insomnio, cuando algo distinto, algo sutil, detuvo el gesto de mi mano. La ventana seguía empañada por el calor de la noche anterior, y tras el velo de condensación, allí estaba: una forma minúscula, frágil, nacida del plato que custodiaba desde hacía días.

Me acerqué. Temblaban mis pasos como temblaba ella. Sus pétalos, de un blanco casi translúcido, parecían hechos de almidón y susurros. No era una flor como las demás. No tenía perfume, pero desprendía una ternura densa, antigua, como si cada célula suya hubiese florecido con mi pena.

En su centro, un punto rojo, profundo, exacto.

Como un corazón diminuto que acabara de latir por primera vez.

Como si hubiese sangrado en su primer aliento.

Tuve miedo de respirar demasiado cerca. De romperla con solo mirarla.

Y sin embargo, su presencia llenaba la cocina con una fuerza insospechada, como si esa flor —tan pequeña, tan improbable— hubiera estado esperando todo ese tiempo no para florecer, sino para decirme: ahora sí.

Me arrodillé frente a ella, igual que frente a la olla días atrás. Y por primera vez desde que Akiko partió, sentí que algo había respondido. No con palabras. No con milagros.

Con vida.

Con una flor que, contra todo pronóstico, había elegido nacer en pleno invierno.

—Akiko… —susurré.

Y sentí, por un segundo, el peso de una mano diminuta en la mía.

Ligera. Cálida. Como si el vapor de la sopa hubiera tomado forma solo para acariciarme.

No hubo voz. Ni promesa. Solo ese tacto fugaz que lo decía todo: estoy aquí, aunque no me veas.

Desde entonces, cocino diferente. No por costumbre. Ni por recuerdo. Cocino como quien enciende una lámpara en mitad del invierno. Como quien riega una flor que solo florece si la tristeza ha sido bien cocida, a fuego lento. Cocino como quien reza sin palabras. Como quien lava los platos sabiendo que, en cada gesto, algo se reconstruye.

Porque en la cocina aprendí a vivir con su ausencia sin negarla. Aprendí a medir el arroz sin miedo al vacío. A cortar el tofu sin temblar. Aprendí que cada ingrediente tiene una memoria.

Que el alga recuerda el mar. Que el miso guarda el pulso de generaciones. Que el arroz blanco, tan sencillo, puede ser altar y abrigo. Y que el fuego —ese humilde fuego— no juzga el llanto que cae sobre la olla.

Desde entonces, cada plato es una forma de sostener lo invisible. Una manera de invocar su risa, su voz, sus manos pequeñas moldeando onigiri. A veces la veo en el reflejo del cuchillo. O en el vapor que se enrosca sobre la olla como un espíritu curioso.

Y cuando alguien llega, como llegó aquella anciana, les sirvo un cuenco caliente. No explico nada. No hace falta. Dejo que el silencio hable por mí, porque el caldo sabe más que las palabras.

Hay dolores que no desaparecen. Pero si los dejas hervir lo suficiente, con tiempo, con alma, con hondura… pueden ablandarse. Pueden perfumar. Pueden alimentar incluso a quienes no han nacido aún.

A veces, hasta una flor.

Y tú, lector, dime…

¿Qué cocinas cuando nadie te ve?

Redacción

Fuente: Leer artículo original

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