En la película Lo que queda del día , el actor Anthony Hopkins, en su papel de mayordomo, guarda un secreto gordísimo: los coqueteos con el nazismo del aristócrata británico a quien sirve. De la misma suerte, el personal del antiguo Ritz resulta tan eficaz como hermético. No hay manera de arrancarle a la subgobernanta Tere Calvo alguna debilidad inofensiva de uno de los muchos huéspedes famosos con quienes ha tratado, como Antonio Banderas, Whitney Houston y Pierce Brosnan. Nada, chitón, y eso la honra: lo que pasa en el Palace, como en Las Vegas, se queda entre sus paredes. Ella ni hace distingos ni pide autógrafos; si acaso, relata anécdotas anónimas: el caballero que le pidió leña para encender una chimenea de 1919, hoy mero elemento decorativo; o aquel otro que cubrió con toallas todos los cuadros que adornaban la suite (al parecer le daban mal fario).
El mayordomo, de librea y guantes blancos, se encarga del ‘turn down’ en las suites
Nacida en Zamora, Tere Calvo se trasladó a Barcelona en 1996 junto con su marido, para trabajar ambos en la hostelería. Su primer puesto en el Palace fue de camarera de piso. Recuerda que norteamericanos y árabes son los más pródigos con las propinas; los rusos, un poco cicateros; y los japoneses suelen dejar sobre la almohada una pajarita hecha de papel (origami) junto con algunas monedas a modo de agradecimiento. También le tocó eliminar los excesos de alguna juerga, pero prefiere pasar de puntillas sobre el asunto.
Su misión hoy como subgobernanta consiste en pasar revista a las 120 habitaciones, incluidas 44 suites, y supervisar el trabajo de las sufridas kellys —las quelimpian , de ahí viene el nombre– a quienes se les asigna aquí, a su entender, un número asumible de alcobas. El servicio de lujo comporta sobrepasar siempre las expectativas del cliente, que se sienta “gratamente sorprendido”. Flores frescas, fruta cortada entre horas, una chocolatina sobre la mesita de noche. Una turista, pongamos por caso, llega a Barcelona con ropa de trote y le surgen un compromiso o bien una velada en el Liceu: no hay problema, podrá probarse cuantos vestidos desee sin salir del hotel. Santa Eulalia, una de las mejores boutiques de la ciudad, ofrece la experiencia shopping in suite .
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El Palace, además, ha reintroducido el servicio de mayordomía, con librea, guantes blancos y una función peculiar llamada turn down (¿podría traducirse como apagado?); esto es, correr las cortinas, bajar las luces, ajustar la temperatura del cuarto, ahuecar los almohadones, retirar el embozo de las sábanas. ¡Ah, the good life! Tan lejos de la cola del súper, las lavadoras y el correo electrónico.
Bajamos juntas en el ascensor, desde la suite dedicada a Josephine Baker, para seguir charlando en el hall, donde aparece un noble catalán con gafas estilo Onassis que suele hospedarse en el Palace un par de veces por semana, por la piscina y porque aquí se encuentra “más a gusto que en casa”. El hotel Equis de Barcelona, también de cinco estrellas, le parece “demasiado tristón”, y la última vez que se alojó en el hotel Zeta le asignaron una habitación donde no se abrían las claustrofóbicas ventanas. “No me nombre, por favor”. Lo dicho: cremallera; un punto en la boca.

La lavandería del Ritz en los primeros años 30, antes de la guerra
Arxiu Nacional de Catalunya
“La lencería es el alma del hotel”
En las tripas del edificio, funciona un departamento de lavandería que acondiciona las prendas de los clientes, uniformes del personal, servilletas y pequeños manteles del comedor. El Palace Barcelona es uno de los pocos establecimientos que conserva este servicio. Aun cuando toda la ropa de capa, toallas y mantelería se envían a una tintorería industrial, las piezas se repasan de plancha a su regreso. “La lencería es el alma del hotel”, dice una de las empleadas. En la foto, la lavandería del Ritz en los primeros años 30, antes de la guerra.