Dicen que hoy es uno de los días más calurosos del verano y me muero de frío. Escribo esta columna envuelta en una chaqueta de punto y con la piel de gallina. Y no estoy de vacaciones en ningún país nórdico, sino en una Barcelona tórrida con turistas sudando la gota gorda en la Sagrada Família o descendiendo enrojecidos por una Rambla más caótica de lo habitual debido a las obras. Los veo pasar desde la cafetería donde me encuentro con un café con leche que se enfriará más rápido de lo habitual. Antes de que se me congelen los dedos de las manos (los de los pies hace rato que no los noto), lanzo esta pregunta tan recurrente: ¿Es necesario que los aires acondicionados estén tan bajos?
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