El mandato de un lustro resultante de las elecciones municipales del 2023 llegará este mes de mayo a su ecuador. Han transcurrido dos años y algunas incógnitas de ciudad y de gobierno permanecen, pero otras ya se han despejado.
Jaume Collboni es el alcalde con los votos de los concejales socialistas, populares y comunes sin precisar acuerdo escrito alguno que condicionara su gestión futura. Dirige los designios del Ayuntamiento con la adversidad de hacerlo con una minoría absoluta de diez ediles a los que adiciona una retahíla de comisionados, pero la gobernanza apenas se resiente. Pudo aprobar los presupuestos municipales del 2024 y prorrogar los de este ejercicio gracias a un mecanismo legal previsto ante la falta de apoyos, y probablemente seguirá el mismo procedimiento, la cuestión de confianza, para impulsar los del 2026 y su prórroga en el 2027 coincidiendo con las siguientes elecciones locales.
Por lo tanto, Barcelona tiene y tendrá sus cuentas anuales aprobadas. Con acuerdos puntuales con la oposición se podrán ratificar ordenanzas fiscales e inversiones o modular políticas sectoriales. La duda es con quién. La fórmula más recurrente ha sido pactar con ERC y los Comunes. Sin embargo, sobrevuela la posibilidad de convertir este tripartito de facto en uno de iure con la incorporación, de uno o ambos, de los “comunes-tas” y de los republicanos al gobierno. Una opción que escoraría hacia la izquierda más extrema la política municipal. En tiempos en los que Salvador Illa se referencia con el President Josep Tarradellas, sería positivo que Jaume Collboni hiciera lo mismo con el alcalde Pasqual Maragall. Y, en ningún caso, supeditar los acuerdos barceloneses al escenario parlamentario catalán o de la propia Generalitat.
Hay que dejar atrás las restricciones económicas y urbanísticas que cercenan potencial
Barcelona precisa centralidad. La podría aportar Junts, pero está enzarzada en su derecho a decidir entre ser el altavoz de Puigdemont o una alternativa nítida e ideológica a la izquierda. Sus once concejales pueden conformar una mayoría no de gobierno para aprobar actuaciones distintas a las impuestas por la nefasta Ada Colau quien aún no ha descartado su retorno como candidata electoral. Derogar su legado es imprescindible. Hay que dejar atrás las restricciones económicas y urbanísticas que cercenan el potencial barcelonés, reducir la asfixia fiscal, acordar sin complejos la colaboración pública privada en ámbitos como la prestación de servicios o la atención social y en vivienda. En paralelo, debe promoverse una contundente Ordenanza de Civismo garante de convivencia y actuar con mano dura contra la delincuencia.
El PP puede reforzar esta necesaria centralidad e incluso ser motor si encuentra su encaje y no incurre en postureos tan propios de la política actual. A sensu contrario, la falta de pactos no debiera impedir que el gobierno presente propuestas que, pese a ser rechazadas, ilustren a los barceloneses sobre el posicionamiento al respecto de cada grupo político en el consistorio.
Si Jaume Collboni no opta por acuerdos de ciudad desde la centralidad, confío en que al menos no se incline hacia las malas compañías a su izquierda. Es preferible gobernar solo que no mal acompañado y hay que hacerlo mejor. Tiene margen. Suéltense lastres comunes y acelérese con más seguridad ciudadana, rebajas de impuestos, servicios eficaces y en una promoción económica generadora de empleo, de atracción de talento y de conocimiento en la que el privado es aliado que no adversario. Barcelona lo necesita y quienes aspiren a gobernarla próximamente debieran hacerlo desde ya.