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Hace 15 años fue abusada por compañeros del colegio y hoy lo cuenta: «Creí que viviría para siempre con el secreto»

Su adolescencia fue traumática. Al menos parte de esa adolescencia, cuando fue abusada por varios de sus compañeros de segundo año de un colegio de Belgrano. Fueron seis meses de un constante sometimiento del que ella no podía escapar. Y si lo intentaba, las consecuencias hubieran sido drásticas: se enteraría su grupo de amigas y dejaría de pertenecer, algo que era más o menos parecido a la parca.

Tenía 14 años Martina Troentle cuando en 2010 atravesó el calvario de ir casi todas las semanas a la casa del amigo de su novio donde era obligada -por ambos- a hacer cosas que no quería. Al finalizar ese año, la adolescente somatizó lo que estaba padeciendo con severos trastornos alimentarios que derivaron en una bulimia producto de atracones que procuraban disimularse con vómitos auto infligidos.

Hoy, quince años después, Martina tiene un presente ¿inimaginable? si se toma en cuenta aquella época de desesperación, inseguridad y soledad. Actualmente es licenciada en administración y gestión de agronegocios, y trabaja como gerente de marketing de una empresa agropecuaria. Vive sola en Belgrano y parte del bienestar de su presente tiene directa relación con lo ocurrido a mediados de diciembre del año pasado.

«Era un 17 de diciembre cuando invité a mi mamá a casa, a tomar un vino y ver una película. Al menos esa era la excusa, pero la intención era otra», sonríe en diálogo con Clarín. «Te tengo que contar algo y necesito que me escuches», fue el preámbulo misterioso con el que logró atraer la atención de su madre, que no tenía la menor idea de aquella tortura sufrida por su hija: «Le empecé a contar, a poner en tiempo y espacio, y no podía creer lo que estaba escuchando.»

«¿Dónde estaba yo? ¿Cómo no me enteré de nada? ¿Por qué no me di cuenta?», fueron los primeros interrogantes de una madre incrédula, culposa, a la que le costaba aceptar lo que escuchaba. Como Martina es sarcástica, ácida y de hacer chistes, su mamá estaba ansiando una vuelta de tuerca que nunca llegó: «Yo estaba seria y le fui contando cómo eran esos días, recordándole sobre mi entorno, sobre lo que yo hacía forzada para no perder un lugar de pertenencia.»

La alegría, mezcla de alivio y liberación, de Martina cuando presentó su libro.La alegría, mezcla de alivio y liberación, de Martina cuando presentó su libro.

La relación de Martina con su mamá siempre fue muy cercana, de contarse todo, o casi todo, en realidad. «Decidí blanquearlo porque me estaba sintiendo que no era fiel a nuestro vínculo. Después de esa charla y una ola de alivio, mi mamá me dijo: ‘Tenés que hacer algo con todo esto’ y entendí que quería escribirlo. No para revictimizarme, sino para terminar de liberarme», recuerda la joven.

Nunca hubo reproches ni rencor hacia el ausentismo de la madre. Todo lo contrario. El «tenés que hacer algo» fue el nacimiento de «Calladita. Una historia de abusos y silencios rotos», libro lanzado por Editorial Servicop. «No pensaba escribir un libro, creí que iba a tener que vivir para siempre con ese secreto. ¿Por qué Calladita? Una vez alguien me dijo en chiste ‘Martu, que calladita que estás hoy’ y automáticamente supe que ése era el título del libro. Quise resignificar la palabra calladita desde el lugar más irónico posible», cuenta.

Seguridad, firmeza y sonrisa es lo que siente Martina luego de poder contar su padecimiento.Seguridad, firmeza y sonrisa es lo que siente Martina luego de poder contar su padecimiento.

El libro tiene 119 páginas divididas en capítulos temáticos. Dentro de «Antes del caos», por ejemplo, está la presentación de «Natalia», la chica líder de las amigas de Martina: «Su poder estaba en su mirada, en la forma en que decidía quién formaba parte del grupo y quién quedaba afuera. Yo sólo quería una cosa y eso era ser aceptada por Natalia, quien con la naturalidad de una humilladora nata, se encargaba de rebajarme constantemente.»

Como cuando le preguntó si me prestaba un pantalón y ella respondió: «Obvio, te presto éste, que es de cuando yo era gorda.» Martina se lo puso gustosa porque así construyó su relación con Natalia: soportar lo que fuera con tal de ser parte de su mundo. O cuando en el festejo del cumpleaños de Martina, Natalia vomitó en la alfombra justo cuando se estaba por soplar las velitas: «Yo prefería que me arruinara el cumpleaños antes de no tenerla en la foto del Facebook.»

Una imagen de Martina en aquel 2010, cuando vivió un calvario con sus compañeros de colegio.Una imagen de Martina en aquel 2010, cuando vivió un calvario con sus compañeros de colegio.

En la solapa del libro llamada «Durante el caos», está el revelador y doloroso capítulo «La casa de Matías». Allí se habla de Pablo, un novio que la autora describe como «más bajo que yo, de higiene dudosa y portador de una halitosis galopante. Sus dientes amarillos, llenos de sarro, exhibían una sonrisa de galán. Nunca voy a entender qué me gusto de él, quizá su carisma y mi necesidad desesperada de ser querida… o que era el mejor amigo de Matías, justo el novio de Natalia».

El suplicio de Martina comenzó allá por julio de 2010, cuando en la casa de Matías estaba intimando con su novio Pablo, hasta que, de repente, apareció el dueño de casa en la habitación. Pablo y Matías se miraban de manera cómplice, como si hubiera un acuerdo previo. «Dale un beso a Matías», le ordenó amenazante Pablo, a lo que Martina, al principio incrédula, se negó hasta que la acorraló la peor de las extorsiones. «Si no lo hacés, les voy a contar a todos que besaste a Matías» -algo que no había hecho-, lo que venció la resistencia de la adolescente. A partir de allí comenzó una manipulación incontrolable de la que Martina estuvo presa.

«No hablo desde el dramatismo, sino desde la empatía», señala la joven.

Como grafica en su libro: «Desde ese momento, la imposición se convirtió en el hilo invisible que controlaba mi vida». Martina empezó a ir cada vez más seguido a casa de Matías y sus faltas a las clases de inglés eran recurrentes. Debía obedecer, de lo contrario, la temida Natalia se enteraría que había besado a su novio, lo que la dejaría sin amigas, su mayor miedo, su peor pesadilla.

Las primeras veces estaban su novio Pablo y Matías, el dueño de casa en el barrio de Belgrano: «Me esperaban listos para divertirse. Sólo me pedían que los besara y que me quedara en corpiño. Estaba muerta de miedo, como si mi cuerpo ya no me perteneciera, como si no tuviera derecho a decidir.» La situación escaló porque ahora la amenaza no era un beso a Matías, sino haberse quedado a solas y en ropa interior con el novio de la jefa.

Después de meses de abuso, Martina comenzó con atracones de comida que derivaron en una bulimia. Después de meses de abuso, Martina comenzó con atracones de comida que derivaron en una bulimia.

Pasaban las semanas y a Martina ya la reconocía y le sonreía el portero de la casa de Matías, que le abría la puerta de calle sin preguntar nada: «Un día todo se fue a la mierda. Se apagó la luz y mientras me besaba, Pablo me pidió que me quedara quieta y que abriera la boca». Martina estaba muerta de miedo, no quería estar ahí, pero sus compañeros de colegio se aferraron a su terror para someterla, una vez más.

Atormentada, Martina se preguntaba cómo podía haber tanta crueldad en dos chicos de catorce años. «Hay algo profundamente desconcertante en esa desconexión, como si la edad no pudiera justificar un acto tan atroz», dice.

El constante rechazo de la víctima era parte de una escena que se repetía dos veces a la semana y ese ruego parecía excitarlos más: «Lo que pasaba en esa habitación parecía ser demasiado bueno para que sólo lo disfrutaran Pablo y Matías». Tenían que compartirla con más amigos y así llegó Joaquín, el tercero, se lee en el libro.

La voz se corrió y la casa de Matías se llenó de adolescentes de experimentar contra la voluntad de una chica indefensa que no podía reaccionar: «Ya no sólo eran chicos de mi camada, se empezaron a sumar otros más grandes, amigos de otros colegios. Eran tantos que la empleada doméstica de Matías les hacía una chocolatada para que tomaran algo mientras esperaban su turno y jugaban a la PlayStation». Martina se había vuelta una experta en el arte de disimular. Ni en su casa ni en el colegio sospechaban algo.

Colapsada, soportó hasta que en los primeros días de diciembre de 2010 dijo «hasta acá llegamos». Se negó a seguir yendo a casa de Matías con una firmeza que hasta ella desconocía y pretendiendo no importarle las consecuencias. «Ellos contaron todo y me quedé sin grupo, sin amigas. Cuando pedí reunirme con ellas para explicarles yo misma, ya sabían todo. Les dije a cada una que me habían obligado, que yo no quería, les rogué perdón de rodillas. Salvo una, no me creyeron», relata. Se venía el verano y también el urgente cambio de colegio.

Nunca más Martina tuvo contacto ni supo de sus ex amigas ni de sus abusadores de ese colegio porteño. Tampoco busca tenerlo. «Mi libro no es revanchista, no fue escrito con la intención de señalar o exponer a nadie, sino para resignificar mi dolor. Es un libro sobre mí», afirma. Ante la pregunta de cómo pudo mantener el silencio, no vacila: «Vengo de una generación que creció en una época en la que el silencio era más fácil que la empatía. En la adolescencia, hablar de ciertos temas incomoda. Nadie nos enseñó a nombrar el abuso ni a acompañar desde el cuidado.»

El 2011 la encontró ¿liberada? de ese grupo tóxico, pero sola, sin amigos y con una familia a la que no le podía contar su verdad: «No decir también me daba seguridad, era como mi zona de confort, porque pensaba que eran temas muy tabú, no se sabía cómo se recibirían.» Aquel verano se aferró a lo único que le daba la sensación de tener algo bajo control. «La comida siempre fue un refugio cuando la ansiedad me consumía. La única manera de callar mi cabeza era comiendo. Me daba atracones descomunales», señala.

Así fue cómo comenzó a sufrir bulimia: «La solución era vomitar. Pero no vomitaba sólo la comida, era vomitar mi dolor, mi angustia y mi miedo«. El trastorno alimentario estuvo durante varios años y luego padeció una inesperada recaída de la que pudo salir. «Hoy estoy bien y tengo mi alta. Fueron muchos años de reconstrucción y terapia. Todos los días aprendo a escucharme y a tratarme con paciencia. Hoy tengo una relación sana con la comida y conmigo misma», añade.

Siente que a aquella Martina de 14 años, tan vulnerable, le gustaría tener de la Martina actual «la seguridad, la capacidad de poner limites, la aceptación con mi cuerpo y la certeza de que es fácil ser querido en vínculos sanos. Y yo hoy le diría aquella adolescente que el amor no se negocia ni se gana, ni en amistades, ni en familia, ni en vínculos sexoafectivos«.

El abuso será una marca de por vida, lo sabe. «Son cosas que no soltás y la culpa te carcome, es un monstruo hasta peor que el abusador…. porque el abuso es un momento, la culpa te acompaña siempre, puedo vivir con eso, no me define». Por otra lado, no duda en que «en Calladita no hablo desde el dramatismo, sino desde la empatía. Si mi historia sirve para que alguien se anime a pedir ayuda, todo habrá valido la pena», cierra.

AA

Redacción

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