El tráfico de cocaína en distintos sectores sociales con especial atención hacia sus características dentro de la clase alta y el lugar de las mujeres en las economías ilegales son los temas de Nunca la vi llorar, una notable investigación en la que el abogado y mágister en criminología Nahuel Roldán recorre la historia de vida de una mujer vendedora de drogas ilegales.
Subtitulado Una transa entre la calle y el afteroffice, el libro tiene prólogo del destacado sociólogo norteamericano Jack Katz y fue publicado por la Universidad Nacional de Quilmes en la colección Crímenes y violencias.
Roldán identifica a la mujer como la Keka, aunque los nombres fueron modificados porque “muchos de los sujetos de esta investigación tienen causas penales pendientes”. La protagonista pasó cuatro años en prisión después de vender drogas durante dos décadas y aun no se resolvió el proceso en el que fue acusada por tentativa de homicidio.
Roldán conoció a la Keka como vecina y la trató entre 2012 y 2019, cuando la mujer pasó de vender drogas en la calle a oficiar de proveedora en ámbitos privados. En ese período la visitó primero en su casa y más tarde en la cárcel de Florencio Varela y asistió como observador a fiestas y reuniones en las que se propuso estar “como una mosca en la pared” según la técnica de la sociología que exige al investigador pasar desapercibido en el lugar de estudio.
La Keka fue abandonada por su madre después de nacer en la comunidad hippie de la isla Paulino, el lugar en el partido de Berisso que Haroldo Conti retrató en su última crónica. Adoptada por un comisario, fue víctima de una violación cuando tenía 15 años. En la década de 1990 comenzó a vender cocaína y pronto escaló desde las tareas menores del tráfico, como el fraccionamiento de la droga, a organizar su propia red con distribuidores, guardaespaldas y hasta un encargado de finanzas.
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Con protección
La clave de esa primera etapa fue el proveedor: la Keka vendía cocaína proporcionada por su hermano adoptivo, un policía, y por otros agentes de la misma fuerza de seguridad. La protección policial, observa Roldán, le allanó el camino de su éxito como vendedora de drogas “en una economía ilegal que está fuertemente masculinizada”, con acciones como perseguir y encarcelar a otro vendedor para que ella no tuviera competencia. Los vecinos no presentaban quejas por la misma razón y también porque no había robos de ocasión ni entraderas en el barrio.
A partir del trabajo de campo, Roldán observó que la Keka “tenía una forma de ver la venta de drogas como si fuera un negocio legal, como si estuviera constituyendo una empresa” ya que hablaba en términos de empleados, salarios y líneas de crédito, como haría cualquier gerente.
La mujer estaba a cubierto de represalias de traficantes e investigaciones policiales pero “había otras cuestiones que se presentaban como un obstáculo”: preocupada por independizarse de la policía, se planteó insertarse en la legalidad y consiguió trabajo en una tienda de venta de ropa y carteras.
Keka obtuvo entonces una cuenta bancaria, aportes jubilatorios y obra social, pero según Roldán lo más valioso fueron las relaciones legítimas y estables que le otorgó un trabajo formal y legal dentro de un ambiente de clase media y alta.
A partir de entonces empezó a usar su segundo nombre –Lupe, en el libro- y cambió tanto de proveedor como de territorio para retomar la venta de cocaína: la droga provenía ahora de la barra brava de un club de fútbol y su ámbito de distribución fueron departamentos lujosos, casas de country, vehículos de alta gama y vips de discotecas, “nunca en la calle”.
El título del libro cita una canción de Patricio Rey y los Redonditos de Ricota y viene a cuento de las prácticas de Keka para gestionar el tráfico callejero: postura violenta, desapego emocional y desexualización. Este último requisito se verificaba en una forma de vestir que evitaba la ropa ajustada y parecer rocha, una posición cultural opuesta a la cheta definida por escuchar cumbia, usar ropa que marca el cuerpo y hablar cierta jerga.
Como Lupe, en cambio, se despojó de la masculinización de su figura e incorporó la exigencia de tener un cuerpo femenino según las convenciones hegemónicas.
Del tráfico anónimo en la calle al personalizado con una clientela adinerada y con conocimientos de la droga “sobre todo cambiaron los riesgos y las ganancias”, destaca Roldán, quien presenció la irrupción de la policía en una fiesta privada y la vista gorda que hicieron los agentes ante la circulación de cocaína. “Siendo Lupe, vendía drogas con la tranquilidad que le daba hacerlo al amparo de los privilegios de clase”, agrega el investigador.
Investigación infrecuente
Nunca la vi llorar presenta una modalidad de investigación infrecuente en la Argentina y problematiza aspectos prácticamente ausentes en la reflexión de los especialistas sobre el mercado de las drogas ilegales. Uno de los principales es la diferenciación entre los tipos de tráfico y las condiciones de estatus y distancia social que definen las características de los vendedores y sus relaciones con clientes y distribuidores.
Roldán resalta que “rara vez la policía está especialmente pendiente de las ilegalidades de estos jóvenes blancos, de clase media” y del mismo modo los etnógrafos no han explorado los circuitos y las relaciones sociales que se traman alrededor de la cocaína en las clases media y alta de la Argentina. “¿Qué sucede cuando los traficantes y los consumidores no son pobres, morochos y no sufren alguna desventaja estructural evidente?”, se pregunta.
Otro aspecto notable de Nunca la vi llorar es el cuestionamiento de la visión de las mujeres como víctimas pasivas e impotentes de las economías criminales y la atención hacia las rutinas y estrategias de las mujeres que participan de redes ilegales.
Según Roldán, “la Keka nunca llegó a un punto en donde no dependiera de ningún hombre” pero “las mujeres no están en desventaja al no querer utilizar la violencia; más bien todo lo contrario, la mantención de un negocio pacífico es, en la mayoría de los casos, un punto cardinal del éxito”.
Lupe pudo independizarse, pero la policía terminó por enterarse de su actividad y el mismo poder que la había beneficiado se abatió sobre ella y sus colaboradores, con causas dudosas y habilitaciones a otros transas.
La inmersión de Nahuel Roldán en el trabajo de campo fue tal que dejó de cursar materias, perdió de vista a sus amigos y durante años no publicó artículos académicos. No obstante, la experiencia derivó en su trabajo de tesis en criminología y actualmente es docente de posgrado en la Universidad Nacional de Quilmes y de grado en la Universidad Nacional de La Plata. “Su trabajo es único. Pocos investigadores mantienen relaciones con vendedores de drogas durante tanto tiempo”, destaca Jack Katz en el prólogo.
Nunca la vi llorar, Nahuel Roldán (UNQ ediciones).