Yo siempre sé cuándo es el momento de escribir, porque no sólo pienso en las palabras, sino que ellas eclosionan desde mi interior sin solicitar autorización, cuando un establecimiento tiene algo concreto qué decir. Al contrario de lo que algunos allegados creen, pienso que nuestra ciudad les habla a sus habitantes a través de diversas proposiciones gastronómicas que hay que saber hallar con perspicacia.
Fue así como en una encantadora noche de marzo, me vi pensativa degustando vino blanco, a los pies de un tibio ventanal que citaba en letra cursiva «bistró». Era en el Hotel Francia, cercano a un frío andén que tarareaba solitario a lo lejos, y una hilera de árboles en la Avenida Colón que solicitaba abrigo al otoño recién llegado. ¿Qué pensaba? «quisiera ver entrar la luz de la mañana, aquella que nunca pide permiso».
Sonó vivaracho el despertador aquel domingo, y reposé unos largos minutos pensando en este hotel. Nuestra ciudad siempre tiene alguna carta guardada bajo la manga, pero mi sentir me hablaba de aquella luz de sol que yo imaginaba.
Arribando al hotel, Nicolás se encontraba detrás del mostrador, con un elegante uniforme y una actitud servicial que pocas veces vi. Una mujer con el cabello recogido y amable tono de voz se acercó a ofrecernos con presteza la propuesta, «el hotel, ofrece desayuno, pueden servirse la cantidad de veces que gusten y el valor es de $7.000 por persona», nos miramos y sin dudarlo, accedimos.
El salón era amplio, los manteles colgaban en silenciosas mesas que aguardaban comensales. Un piano de madera al que sólo le faltaba Bing Crosby cantando en un rincón, supo robarse mi mirada. Al fondo de la sala, se encontraba «el banquete».
Variadas propuestas dulces y saladas estaban a la orden. Junto a la pared vestida de piedras, las infusiones reposaban serenas «té, café, leche», citaban los cartelitos. Nosotros bailoteábamos de un lado a otro, con nuestro blanco platito en mano, ansiosos por degustar este desayuno que hablaba mucho de sí.
Dos mujeres uniformadas portando cofias, observaban detenidamente el salón, atentas a las necesidades de los presentes. El moño negro de una niña de larga y rubia cabellera, recorría una y otra vez el camino hasta aquellas largas mesas, cubiertas de tentadores platos. De pronto, al girar mi cabeza allí lo vi.
La imagen que creí en su momento que acariciaría mis ojos, se había cumplido. Los profundos rayos de sol, atravesaban los ventanales y volvían soñada la imagen: banderitas de Francia, inmóviles adornos, mobiliario de época y un refinado jazz que acompañaba la experiencia.
Rosana se acercó a nuestra mesa, y pudimos hablar sobre el renovado mensaje que el hotel emite. Nos contaba acerca de las cenas shows que aquellas históricas paredes atestiguan y de la apertura del restaurant dirigido también a aquellos que no se hospedan allí.
«Queremos que la gente sepa de nuestra propuesta, por ejemplo, de nuestro desayuno y que no sólo consideren el hotel como lugar de hospedaje, contamos con una hermosa cava que contiene vinos de todo el país y prontamente habrá un restaurant abierto que se llevará adelante con dos reconocidos chefs de la ciudad», soltó.
Junto a la cálida entrada y antes de retirarnos, la vocación de servicio de Nicolás nos decía «¿Todo ha estado bien?, ¿Cómo continúan el día?». Regresé a casa con inquietos dedos que buscaban describir lo vivido y al mismo tiempo, un estómago rebosante que ahora sabe que, hay un grupo de personas en una esquina de Tandil interesadas en perseguir el propósito de brindar, a condición de que sea siempre con elegancia.
