¿Qué es América Latina? ¿Se trata de una geografía variopinta que se extiende al sur del Río Bravo? ¿Es acaso una cultura signada por las lenguas de los imperios o una identidad forjada más allá de esos idiomas y de los límites territoriales? ¿Es lo nativo, lo foráneo que viene a instalarse o la mezcla de todo eso? La pregunta por aquello que somos, por el mundo que nos constituye, de un lado y del otro de las fronteras nacionales, forma parte de un repertorio de inquietudes que atraviesa las décadas. Y en cada momento, las respuestas parecen darle a forma tanto a coyunturas específicas como a sueños colectivos. La literatura, el cine, las artes plásticas, la música, las alianzas políticas y los acuerdos económicos son los elementos que definen de mil y una formas esa creación llamada Latinoamérica.
Para la historiadora Adriana Petra, investigadora del LICH-EH y directora del Centro de Estudios Latinoamericanos (CEL), lo que caracteriza a este constructo no está en una esencia compartida, sino en el movimiento y la transculturación: en los viajes, los contactos, los cruces de ideas y cuerpos que dieron forma a una región siempre en tránsito. América Latina, dice, fue “una invención cultural y política”, más un proyecto que un territorio delimitado.
En el capítulo “El Movimiento por la Paz y América Latina: Notas sobre María Rosa Oliver y una red intelectual antimperialista en la primera Guerra Fría” ‒que integra el volumen Redes transatlánticas: intelectuales y artistas entre América Latina y Europa durante la Guerra Fría‒, Petra reconstruye las redes que, desde fines del siglo XIX, imaginaron esa comunidad de pueblos y lenguas. En el centro aparecen figuras como María Rosa Oliver —escritora, activista, viajera— y movimientos como el Consejo Mundial por la Paz, en el que intelectuales latinoamericanos tejieron lazos con Europa del Este, Moscú o Pekín en plena Guerra Fría. Esa trama de correspondencias, revistas y congresos no sólo promovía el pacifismo, sino también un antiimperialismo cultural que buscaba diferenciar la voz del Sur frente al poder estadounidense.
Pero Petra advierte que la idea de “lo latinoamericano” siempre fue una construcción conflictiva:
“El concepto América Latina evoca siempre una naturaleza compuesta, que no puede separararse del hecho colonial y sus violencias. No es posible pensar eso sin aludir a las hibridaciones, contactos, transculturizaciones y, en definitiva, desplazamientos y movilidades”. Esa movilidad, explica, atraviesa toda la historia del continente: desde los exiliados europeos del siglo XIX hasta los desterrados de las dictaduras del siglo XX y los millones de migrantes que hoy escapan de crisis económicas o humanitarias. En sus trayectorias, los desplazamientos se convirtieron en espacios de traducción cultural que hicieron de la comparación y el contacto una herramienta para pensar lo latinoamericano. Cada ola de desplazamientos reconfigura la mirada sobre el propio territorio. “Muchos argentinos descubrieron América Latina desde el exilio en México durante los años setenta”, señala.
En ese sentido, Petra propone entender América Latina como una red más que un mapa, un entramado de intercambios donde las ideas y los cuerpos viajan al mismo ritmo. Y sugiere que, en el presente, las luchas feministas, indígenas, afrodescendientes y disidentes retoman —de otro modo— aquel impulso de internacionalismo cultural que alguna vez unió a los intelectuales del continente. “Los movimientos actuales —dice— han demostrado una notable capacidad para articular un lenguaje transfronterizo que resulta cada vez más indispensable”.
Desde las Humanidades es posible explorar cómo viajes, destierros y diásporas marcaron la historia política y cultural del continente. La historia de la escritora argentina María Rosa Oliver es un ejemplo luminoso para comprender cómo los itinerarios de intelectuales delinearon debates que siguen vigentes. Cosmopolita y comprometida, recorrió desde Washington hasta Pekín, pasando por La Habana y Montevideo, y en cada escala tejió vínculos e intervino en las conversaciones públicas del momento. Como ella, decenas de referentes culturales cruzaron fronteras en el siglo XX: desde corresponsales en la revolución mexicana hasta cineastas que se reunían en el festival de Viña del Mar. Sus viajes no solo respondieron a coyunturas políticas —guerras, revoluciones, dictaduras—, sino que abrieron nuevos horizontes de pertenencia y solidaridad.
Nuevas formas de comunidad en las pantallas
Por su parte Gonzalo Aguilar, investigador del LICH-EH y director de la Maestría en Literaturas de América Latina, trabaja a partir de obras cinematográficas sobre una pregunta paralela: ¿cómo se transformaron las imágenes del pueblo en el cine latinoamericano, desde las utopías de los años sesenta hasta las narrativas fragmentarias de hoy? En su libro Más allá del pueblo. Imágenes, indicios y políticas del cine (2015) ya revisaba la genealogía de un cine que, durante décadas, buscó “hacer presente al pueblo” más que representarlo. “En el siglo XX, sobre todo con las vanguardias artísticas, el concepto de representación fue objeto de una crítica profunda, sobre todo por su monologismo y la relación estática que suponía entre sujeto y objeto, percepción e imagen”, reflexiona Aguilar. “El cine surge en paralelo con las vanguardias y ya encontramos ahí algunas obras que oscilan entre la representación y la acción. En 1927, para celebrar los diez años de la revolución soviética, Eisenstein hace Octubre y convoca a las multitudes para la escena del asalto al Palacio de Invierno”.
Películas como La hora de los hornos (1973) o Yawar Malku (1969) no aspiraban sólo a narrar una lucha, sino a convertir al espectador en parte de ella. En este sentido el festival de Viña del Mar en Chile (1969) se transformó en momento fundacional de un cine político que no representaba al pueblo, sino que lo hacía presente. El cine militante ligaba imagen y acción, desafiando la institución cinematográfica que supone un tipo de espectador que va al cine, asiste a una representación y después se vuelve a su casa. “El Grupo Cine Liberación (fundada por Fernando Solanas, Octavio Getino y Gerardo Vallejo a fines de los años sesenta) no se propuso hacer una película sino un film-acto”, explica Aguilar. “La idea era que el espectador dejara de ser un sujeto pasivo: asistir a la proyección, muchas veces clandestina, ya implicaba un gesto de militancia”.
Para pensar esas imágenes, Aguilar desarrolla nociones como la “coreografía de los cuerpos” —las formas en que los cuerpos se agrupan y se mueven en el espacio fílmico— y el “enunciado mayestático”, esa voz colectiva del “nosotros” que condensaba una voluntad política. En los años sesenta, dice, el pueblo era “una masa en movimiento”, visible en los planos generales, en las marchas, en la fusión entre cámara y multitud. Pero con el tiempo, esa visión se volvió rígida, cerrada sobre sí misma. “Insisto en que la categoría de pueblo dejó de tener un potencial liberador y que más bien impide pensar el presente”, sostiene. “En algunos casos, como en la Venezuela de Maduro, el concepto ya directamente sirve a fines represivos”.
Su mirada rescata la capacidad del cine para imaginar nuevas formas de comunidad, aunque ya no bajo la categoría homogénea de pueblo sino a partir de lo pequeño, lo precario, lo cotidiano. En las películas del llamado nuevo cine argentino, por ejemplo, los cuerpos ya no marchan en masa: se cruzan, se rozan, dudan. Filmes como Copacabana (2006), de Martín Rejtman, sobre la comunidad boliviana en Buenos Aires, posibilitan la visibilización de minorías, migrantes y comunidades fragmentarias. Lo político, postula Aguilar, se filtra en esos gestos mínimos, en los márgenes de la historia. El pueblo como figura política y estética, pasa de ser un actor central en el cine militante a categoría cuestionada, reemplazada por comunidades más heterogéneas.
El cine, según el investigador, es hoy un terreno privilegiado para pensar esos cruces entre lo local y lo global. Desde las coproducciones internacionales hasta las plataformas de streaming, la imagen latinoamericana se construye en diálogo con el mundo. “Ningún arte está más preparado que el cine para pensar esta encrucijada”, afirma. “Es necesario sostener políticas de fomento, pero también pensar la producción en términos internacionales”.
Hoy, cuando millones de latinoamericanos migran por razones económicas, climáticas o políticas, las investigaciones de las Humanidades invitan a pensar el sentido de pertenencia en perspectiva histórica. ¿Qué continuidades existen entre los exilios del siglo XX y las movilidades del presente? ¿De qué manera los desplazamientos forjan nuevas formas de identidad, pertenencia y resistencia? Si en el pasado el “pueblo” fue el horizonte de las redes culturales y del cine militante, en el presente aparecen comunidades múltiples, fragmentarias y móviles: colectivos migrantes, diásporas transnacionales, solidaridades que se tejen más allá de las fronteras. La pregunta que queda abierta es si de esas experiencias dispersas puede emerger un nuevo “nosotros” capaz de reimaginar la idea de comunidad en tiempos de movilidad constante.
Un latinoamericanismo desde abajo: las redes comunistas entre Argentina y Bolivia
La Revolución Boliviana de 1952 fue uno de los momentos más intensos de la historia latinoamericana del siglo XX. Nacionalizó las minas, impulsó la reforma agraria y abrió un nuevo horizonte de luchas sociales en la región. En su tesis en la Maestría en Estudios Latinoamericanos el historiador Juan Manuel Martiren reconstruyó cómo ese proceso fue leído por los comunistas argentinos y bolivianos, y qué tensiones reveló sobre las formas de pensar América Latina como espacio político común.
Martiren realiza su investigación ‒Las lecturas comunistas de la Revolución Boliviana: recepción, conexiones y debates entre Argentina y Bolivia (1952-1964)‒ a partir de archivos partidarios, prensa y correspondencia interna, documentos que le permiten mostrar que la revolución se convirtió en un laboratorio de ideas compartidas, pero también en un espejo de las diferencias nacionales. Mientras el Partido Comunista Argentino, marcado por el conflicto con el peronismo, veía al Movimiento Nacionalista Revolucionario como una fuerza ambigua y potencialmente “aliada del imperialismo”, los comunistas bolivianos lo consideraban un socio necesario para enfrentar a la oligarquía minera y al latifundio.
Las tensiones, sin embargo, no impidieron que se tejiera una red de vínculos militantes y afectivos que desbordaban las fronteras estatales. “Las lecturas comunistas concibieron a América Latina como un espacio de lucha antiimperialista compartida”, explica Martiren. “A pesar de las diferencias, las conexiones entre ambos comunismos activaron un latinoamericanismo gestado desde redes militantes transnacionales, un ‘latinoamericanismo desde abajo’, en el cual los militantes actuaron y pensaron más allá de los límites del Estado-nación”.
La tesis ilumina un aspecto poco explorado: cómo, incluso dentro del rígido marco soviético, los comunismos latinoamericanos desarrollaron una mirada regional propia, hecha de debates, traducciones y aprendizajes cruzados.
Investigar América Latina
El Centro de Estudios de Estudios Latinoamericanos (CEL) es un espacio multidisciplinario de investigación dedicado al estudio, la producción y la difusión del conocimiento sobre América Latina. En su oferta académica cuenta con dos posgrados que se cursan en la sede Volta (en CABA) de la UNSAM: la Maestría en Literaturas de América Latina y la Maestría en Estudios Latinoamericanos. Las inscripciones para ambas opciones están abiertas hasta el 27 de febrero de 2026.
CEL (Centro de Estudios Latinoamericanos), Historia Intelectual Latinoamericana, Literaturas de América Latina, Migraciones, Pueblos en movimiento, viajes
Nota actualizada el 25 de noviembre de 2025

