
Hablar de inseguridad alimentaria en América Latina es reconocer nuestras contradicciones más profundas. Somos una región privilegiada: con tierras fértiles, una biodiversidad única, mares abundantes y una gastronomía reconocida mundialmente que recoge saberes y culturas milenarias capaces de nutrir al mundo. Sin embargo, esa riqueza convive con la paradoja de millones de personas que no acceden a una alimentación suficiente, saludable y digna. Persisten desigualdades históricas, crisis políticas recurrentes, economías frágiles y una violencia creciente que, lejos de disminuir, amenaza los sistemas productivos y fractura los lazos comunitarios. La inseguridad alimentaria no es solo un problema de acceso a alimentos, sino el reflejo de un modelo de desarrollo que ha fallado en convertir los recursos de la región en derechos efectivos para sus pueblos.
De hecho, la magnitud del problema se refleja en las cifras: en América Latina 144 millones de personas viven hoy en inseguridad alimentaria moderada o grave, según el informe El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo 2025 (SOFI). Aunque la tendencia reciente muestra una leve reducción respecto a los picos de los últimos años, el número sigue siendo alarmante: hablamos de millones de niños con desnutrición crónica, madres que priorizan alimentar a sus hijos mientras ellas pasan hambre y comunidades enteras que dependen de ollas comunes o comedores populares para sobrevivir.
En este panorama regional, el caso peruano resulta especialmente grave. En Sudamérica, Perú encabeza el ranking con un 41% de su población en inseguridad alimentaria, superando a Argentina (33,8%), Ecuador (33,3%) y Colombia (27,8%). A nivel latinoamericano, Perú ocupa el cuarto lugar, solo detrás de Guatemala (48,8%), El Salvador (45,5%) y Honduras (41,3%). Que un país con vasta diversidad agrícola lidere en Sudamérica este indicador revela no solo limitaciones económicas, sino sobre todo desigualdad estructural, fragilidad institucional y ausencia de políticas sostenidas.
Las causas detrás de estas cifras son múltiples y están profundamente interconectadas. Una de las más determinantes es la inestabilidad política. Los cambios abruptos de gobierno, la falta de consensos nacionales y la debilidad institucional generan incertidumbre en las políticas sociales y alimentarias. Cada transición implica con frecuencia la desarticulación de programas previos, debilitando su continuidad y eficacia. A ello se suma la corrupción, que desvía recursos destinados a los sectores más vulnerables y profundiza la desconfianza ciudadana.
La inseguridad alimentaria también se ve atravesada por la violencia y el crimen organizado. En países como México, Honduras, Colombia o el propio Perú, la expansión del narcotráfico y las bandas criminales limita la circulación de alimentos, eleva precios y obliga a comunidades rurales a desplazarse. En muchos casos, el miedo incluso frena la producción agrícola, pues familias campesinas abandonan sus tierras.
A este escenario se añade la crisis económica persistente. La inflación de los alimentos continúa golpeando a millones de hogares, donde gran parte del ingreso se destina únicamente a la compra de comida. Según Naciones Unidas, en 2024 el costo de una dieta saludable en la región llegó a 4,87 dólares diarios, inaccesible para el 27,4% de la población latinoamericana. Ello muestra que el problema no radica solo en producir más alimentos, sino en garantizar su accesibilidad y distribución equitativa.
Además, emergen riesgos vinculados a las tensiones geopolíticas en Sudamérica. Aunque todavía no se han traducido en conflictos abiertos, existen disputas limítrofes y tensiones diplomáticas que podrían impactar directamente la seguridad alimentaria. El caso de Perú y Colombia, con fricciones recientes en torno a intereses territoriales, ilustra la fragilidad de las relaciones vecinales. Un conflicto de mayor magnitud afectaría el comercio fronterizo, encarecería los alimentos y pondría en riesgo la vida de millones de personas en zonas de frontera.
Todo esto confirma que la inseguridad alimentaria en América Latina no es un problema meramente técnico, sino un desafío político y ético. Implica preguntarnos qué lugar ocupa realmente el derecho a la alimentación en nuestras prioridades nacionales y regionales. Mientras no se construyan pactos sociales estables, con políticas blindadas frente a la corrupción y los vaivenes partidarios, seguiremos administrando crisis en lugar de resolverlas.
Hoy, más que nunca, la región necesita liderazgos capaces de mirar más allá de la coyuntura inmediata y apostar por la soberanía alimentaria: fortalecer la agricultura familiar, garantizar mercados justos, proteger territorios y reconocer el rol fundamental de las comunidades en la construcción de sistemas resilientes.
La inseguridad alimentaria en Sudamérica funciona como un espejo incómodo que refleja nuestra desigualdad persistente. Pero también abre una oportunidad: la de articular esfuerzos, aprender de las experiencias comunitarias y colocar la alimentación en el centro del bienestar y la democracia. Porque, en última instancia, una región incapaz de garantizar comida digna para su gente será siempre una región en deuda consigo misma.
