La punta del Cuerno de Oro, esa península que se interpone entre las orillas este y oeste del Bósforo, se consolida como el nuevo polo urbano del arte en Estambul. También es un área de consumo, con el nuevo paseo gastronómico de Galataport, con amarras para los descomunales cruceros del Mediterráneo que a diario dejan sin vista al mar el bello Museo de Arte Moderno construido por Renzo Piano. Todo pasa aquí, también el meridiano de la Bienal, cuya sala de ingreso, en la planta baja, es «Un nido es una fruta que se hincha» («A nest is a fruit that swells»), una amplia instalación inmersiva de la artista tandilense Celina Eceiza (1988).
El edificio Zihni Han, erigido en 1930 y modernizado con cinco pisos, hoy es la central de la Bienal de Arte, que concidió con un Festival de Luz y con el 20 aniversario de CI Contemporary, la feria de arte. A diferencia de ésta, que anuda el arte a la nueva Estambul superlujosa, la Bienal ha tenido vocación de austeridad en sus 18 años de trayectoria. Aquí todavía se recuerda el arca de 29 animalitos híbridos del rosarino Adrián Villar Rojas en la isla Príncipe en 2015 (en el muelle de la casa donde se exilió Trotsky). Esta vez tiene la curaduría de la turca Kevser Güler; continuará hasta el 24 de noviembre y su lema es El gato de tres patas. La ciudad es famosa por sus gatos callejeros; uno se los cruza por todas partes y es habitual verlos en las vidrieras, dormidos sobre la ropa en venta o en las cajas de autopartes.
En esta Bienal participan más de 40 artistas de todo el mundo, entre consagrados y emergentes. Es en el arte, no en las ciudades, donde acaba materializándose la utopía del multiculturalismo en paz, esa noción vigente desde la caída del Muro de Berlín, en 1989, y hasta los atentados de 2001, cuando cayeron las Torres Gemelas.
Con 8 sedes repartidas, en esta ciudad a la vez majestuosa y de tránsito infernal, la gran expo incluye el jardín del ex Orfanato Francés, el Colegio Griego y la Galería 77, entre otros espacios. Las tres patas de este gato aluden al programa que seguirá hasta 2027, mediante performances, proyecciones y conversatorios centrados en temas de autopreservación y futuro sostenible. La «futuridad» es un tema sensible y cotidiano en esta capital de dos continentes: cada día se ven pasar por el Bósforo los cargueros de petróleo y gas, que suben por el Bósforo hasta el Mar Muerto, a las refinerías de Odesa, en una Ucrania aún en guerra. Son gigantescas cisternas flotantes.
El nido de Eceiza
El gato de tres patas abre con la instalación de la argentina Celina Eczeiza, extendida en más de 70 m2 de planta abierta, acristalada y a la calle. Con su propuesta de convivencia en esa sociedad multicultural –en la apelación de sus formas y materiales–, instala una arquitectura fluida, hecha con textiles y objetos encontrados, modesto detritus de escombros enaltecidos con rango de talismán. Empleando algodón crudo y teñido a mano, «El nido…» propone un hábitat donde las creencias y memorias se alternan sin jerarquías: es una “casa abierta” al ocio, a la vista de los transeúntes. De hecho, atendimos a la recorrida echados en los almohadones pintados, gatunos también nosotros. En tiempos de deportaciones y residencia precaria, la obra reinterpreta la carpa familiar. Puede ser una versión pampeana de la yurta asiática, una toldería pop.

En verdad, la instalación prolonga «Ofrenda», la última muestra de Eceiza en Buenos Aires, inaugurada en el Museo de Arte Moderno hace un año. La argentina se encuentra ahora en Austria, donde prepara una sección de esta obra para el Halle Für Kunst, el Museo de Arte Moderno de Graz. En nuestro diálogo, contó que la instalación de Estambul, cuyo montaje llevó un mes y medio, en parte fue realizado en su taller porteño, pero el grueso se hizo en Turquía, con materiales hallados en la locación. “Para los objetos escultóricos, empleé materiales encontrados en la refacción del edificio, que estaba en obra».
Varias paredes textiles, sin embargo, fueron realizadas sobre las clásicas toallas turcas de algodón que se emplean en los hamam -los baños turcos-, confirma Eceiza. Agrega: «en ‘Ofrenda’ trabajé con toallones. Me interesa mucho el textil que cubre y protege el cuerpo, no tanto el destinado a vestimenta.” En junio pasado hizo un viaje de investigación a Estambul: “fui muy cuidadosa, usé, como siempre, lienzo y algodón, algo que compartimos con los turcos, un género noble y austero. Evité tomar materiales y vaciarlos de contenidos; no quise exotizarlos ni usar los que tienen sentido identitario».
Si el video y el lenguaje digital es una de las líneas comunes a todo el arte en la actualidad, muy presentes en la agenda de las grandes expos, la obra de Eceiza es un espacio de apelación artesanal. La obra remite al hippismo y la estética psicodélica de los años 60 del siglo XX. La artista no solo lo asume sino que agrega nombres propios: “Una referencia concreta, no conceptual sino visual, ha sido “La Menesunda”, la instalación histórica de Marta Minujín. “Quise conseguir un espacio, no tanto lisérgico sino háptico, conectado con el tacto, donde el cuerpo de los espectadores sea partícipe de la obra. El visitante la transforma, es parte de ella”. Eceiza suma a otros creadores de la vanguardia psicodélica en la misma sintonía, como el brasilero Hélio Oiticica. “Por entonces él hacía un arte muy relacionado con el ocio y el pensamiento no productivo. Me interesaba marcarlo en un barrio tan gentrificado y superveloz como Galataport, donde estás ante el Bósforo pero no lo ves, debido a los cruceros. Nosotros nos dábamos cuenta de que había un crucero porque nos daba sombra. Quise hacer un oasis.”
La artista subraya que tanto Minuín como el brasilero deconstruían el cubo blanco tradicional del museo, ideológico en sí mismo. «El cubo te exige que siempre estés de pie y mirando al frente, a las obras», interpreta. «A mí me interesa que la pieza proponga una experiencia y formas de pensamiento que no pasen por el intelecto sino por el cuerpo”. En su espacio, el visitante es un gato entre almohadones, nada más vernáculo en el país que inventó la “literatura diván”, bautizada así en el siglo XIX por sus tertulias poéticas y la predilección por las “otomanas”.
Paseo por la Bienal
“Turkish delights”, delicias turcas, son los lokum, esos bocaditos variados de terminación preciosista, que todo turista empaca como regalo. «A Horn That Swallows Songs» (2025), una videoinstalación de Doruntina Kastrati, es una visita a la fábrica de esos dulces desde el punto de vista de sus operarias y del trabajo invisible. Despliega la insospechada contracara ultra industrial de este emblema de la repostería.
Pese a las variadas instalaciones y el videoarte incluido en esta Bienal de Estambul, sorprendentemente las artes tradicionales –pintura, dibujo y escultura– aportan las obras más intensas. Primero, en el Colegio Griego la maestra Simone Fattal, nacida en Damasco, con sus esculturas “arqueológicas” de la serie «Warriors»: sus figuras arcaicas ficcionales son ecos de la histórica guerra civil en el Líbano. Pero hoy sus tallas tocan el presente y aluden también a los estragos en Palestina (expuestas en el Colegio Griego, en Galata).

Otro punto caliente es la obra testimonial de Sohail Salem (1974, Gaza), también escultor y diseñador gráfico. Residente en Palestina, es profesor en la Universidad de Al-Aqsa y cofundador del Grupo de Arte Contemporáneo Eltiqa, donde por años ha dado talleres. En 2023, en el marco de los ataques israelíes, Salem fue desplazado a Deir al-Balah, donde trabajó en estos «Diarios de Gaza», dibujos cotidianos en cuadernos escolares que fueron extraídos de allí clandestinamente. Ofrecidos aquí en edición facsimilar, los «Diarios» se completan con 20 dibujos en papel. Son un archivo de la resistencia, tal vez un amargo anexo a los diarios de Ana Frank.
En pintura, los ocho cuadros del estadounidense Ian Davis (1972, vive en Los Angeles), dan una visión de un futuro postindustrial uniformado, en amplios paisajes donde el planeta continúa pero en un vacío poblado x miniaturas humanas.

En otro piso, el taiwanés Chen Ching-Yuan (1974, residente en Taipei) reflexiona sobre las labores primarias, evocando las ilustraciones habituales en las revistas infantiles de la primera mitad del siglo XX. Presenta acciones y personajitos un tanto siniestros en la paleta color pastel habitual para la propaganda gráfica en tiempos de estalinismo y maoísmo. ¿Algo más político que la falsa alegría de estos obreros forestales?


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También muy destacado es el muro dedicado a Willy Aractingi, (1930 – 2003). Este pintor, nacido en Estados Unidos, desarrolló su carrera entre el Líbano y Francia, identificado con los lenguajes de la vanguardia de los años 60. Desde los años 50 indagó –mediante acrílicos de gran perfección técnica– el tratamiento surrealista y pop aplicado a mitos tradicionales y sus personajes fantásticos, de origen persa pre-islámico y de la tradición grecolatina. Varias de las piezas de esta Bienal pertenecen a la colección del Museo Sursock, de Beirut.
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Matilde Sánchez
Periodista. Autora de «Los daños materiales» entre otras novelas. [email protected]
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