Joan de Sagarra. Doy la noticia de su fallecimiento, sin pretenderlo, a un colega, escritor y periodista, que vive en Madrid y quien mantuvo un vínculo bastante estrecho con el gran cronista. La charla telefónica se pone estupenda por elevación melancólica. Cómo ha cambiado el oficio, cómo se ha ido escurriendo la vida. Mi interlocutor cruza los dedos para conjurar el encargo de un obituario, expresándose en parecidos términos a los de Cabrera Infante cuando le confiaron la esquela de Severo Sarduy: “Detesto escribir notas necrológicas de amigos (nunca lo hago con los enemigos: el placer de ignorarlos es bastante), pero es un poco como cerrarles los ojos”.
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