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martes, mayo 20, 2025

La actriz rebelde de Chaplin que repitió 342 veces la misma escena y suspendió un rodaje ilustre para ir a la peluquería

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“Señor, ¿quiere una flor?”. Más o menos como decir «la mesa está servida». Escribir el guión le llevó casi un año. El rodaje de la película duró casi dos. Así era Carlitos Chaplin: 342 veces hubo que repetir la escena del ofrecimiento de la flor. La chica que hacía de ciega no era actriz. El genial director tenía reputación de obsesivo, detallista, minucioso. Extremos que chocaban.

La película es ni más ni menos que Luces de la Ciudad (1931), un clásico atemporal. El pobre vagabundo que pasa mil y una para conseguir dinero y ayudar a una florista ciega de la que se enamoró perdidamente. La última película muda fue la mejor. La preferida de Orson Welles y Stanley Kubrick. El final es sublime y, con el paso del tiempo, ¡del siglo!, marca la enorme ventaja que podía dar Chaplin. “El poder del arte”, sentenció el realizador de El ciudadano Kane.

La elección de Virginia Cherrill en el papel de florista ciega fue el mejor error que Chaplin pudo cometer. Rarísimo en su universo de potables intérpretes de reparto. Trabajar con no actores, sin embargo, fue una ruptura que él mismo estimuló con Jackie Coogan y su capítulo imbatible en El pibe (1921).

A Virginia Cherrill la descubrió azarosamente sentada a su lado en la platea de una velada de boxeo. Chaplin era aficionado al deporte de los puños. La chica, bella por demás, se ve que también. El primero de muchos Carlitos famosos -mujeriego empedernido- debe haberla mirado hasta la tortícolis antes de fingir humildad: “Hola, me llamo Charles Chaplin…”. Ella, cual Chico Novarro, respondió: «No hace falta que me digas».

Pese a que Cherrill no tenía experiencia alguna en la actuación, Chaplin la invitó a participar de un casting para que hiciera el papel coprotagónico. A la semana siguiente hubo filas de candidatas a ciega. Carlitos la reconoció de inmediato y se dejó conmover por la chica que ponía los ojos en blanco sin forzar ningún histrionismo.

«Ante mi sorpresa -contó Chaplin-, tenía la facultad de parecer ciega. Le di instrucciones para que me mirase, pero haciéndolo interiormente como si no me viese, y logró hacerlo».

Novata, pero con pretensiones

Virginia Cherrill deslumbró a Charles Chaplin en una velada de boxeo. La invitó a una audición y volvió a impresionarlo.
Virginia Cherrill deslumbró a Charles Chaplin en una velada de boxeo. La invitó a una audición y volvió a impresionarlo.

La contrató. Contrató a una chica que ni siquiera estaba interesada en él. Otra rareza dentro de sus películas, que por lo general arrojaban novias, esposas y amantes. Virginia iba a filmar a cambio de un sueldo. Pretendía horario de trabajo, se malhumoraba por los malhumores del irritable director. Decía cosas como: “¡Che, yo también tengo una vida! ¡No me puedo pasar todo el día diciendo lo mismo!”.

Las horas de filmación eran larguísimas, y mucho más teniendo que decir -sin parar- la frase redonda que sonaba a «La mesa está servida». Era el momento en que los personajes se cruzaban por primera vez. El vagabundo que se mete dentro de un coche por una puerta y sale por la otra. Ahí aparece el personaje de Virginia, la florista ciega, y le ofrece sus flores, mientras cree estar hablando con el dueño del auto. Con su única moneda, Chaplin le compra una flor para el ojal.

Cherrill estaba literalmente podrida y el director, cada vez más arrepentido de su elección (quizás también frustrado por el desinterés personal de ella hacia él).

Jackie Coogan, el pibe de El pibe, diez años antes, había mostrado un lógico desinterés por algunas cosas que pasaban en el set. Pero era un nene dispuesto y obediente. La anécdota es que el día del estreno de la película, el chico -idéntico a Marcelo Marcote- tenía seis añitos y se quedó dormido durante el estreno en Nueva York.

Cherrill, de 23 años, llegaba tarde al rodaje, se quedaba dormida y no paraba de quejarse por las infinitas tomas de cada escena. Chaplin nunca quedaba convencido del todo. Nada era suficiente para un proyecto que se trasformaría en una obra maestra del cine mudo.

Culpable, soy el único culpable

«Luces de la ciudad», la película en la que trabajaron Charles Chaplin y Virginia Cherrill. Ella sacó al cómico, y también director, de sus casillas.

«No fue culpa de la muchacha, en parte fue culpa mía. Yo trabajaba en un estado de ánimo casi neurótico, queriendo que todo saliera perfecto. Tardé más de un año en rodar Luces de la ciudad«, reconoció Chaplin en una unas memorias.

La frase que Cherrill tenía que pronunciar duraba 15 minutos menos que las discusiones que tenían entre toma y toma. Virginia se lo comentaba a sus amigas, lloraba en los baños de Hollywood, desmentía a los cuatro vientos que esa fuera la Meca.

Los historiadores dicen que en ese momento el cine ya había terminado su transición del mudo al sonoro. Sólo Chaplin podía darse el lujo de filmar una película que significara el «testamento de la era silente”. Una película que a la vez retratara la crisis económica, la lucha de clases y la miseria.

Chaplin, su icónico su personaje del vagabundo, siempre fue mucho más efectivo que cualquier índice de pobreza.

Pedía «gestualidad y ritmo acorde». Eso buscaba el actor y director. En un momento, Virginia se plantó: “Tengo un turno en la peluquería”. ¡¿WTF?! Chaplin la miró con ojos de gota que rebasa el vaso y le dijo «bueno, podés irte».

Cuando Cherrill llegó a su casa recibió la noticia de que había sido despedida de la película. Ese mismo día Chaplin se comunicó con Georgia Hale, la actriz de La Quimera del Oro, para reemplazar a Virginia. Entre paréntesis, Hale sí tuvo un romance con el director.

Charles Chaplin. En Charles Chaplin. En «Luces de la ciudad», Virginia Cherrill lo cansó, él la despidió, pero tuvo que recontratarla.

El biógrafo David Robinson puntualizó que Virginia no se sentía atraída por el director. Por otro lado menciona el tema de la «inexperiencia». Tanta incompatibilidad hacía difícil que Chaplin pudiera siquiera admirarla como artista.

La joven había argumentado que tenía una fiesta y debía hacerse arreglos en el cabello. Chaplin intentó su reemplazó y fracasó. Georgia Hale llegaba puntualmente al estudio, pero su actuación no convencía. Los productores, impacientes, reclamaron la vuelta de la díscola actriz amateur. Haciéndola corta, Chaplin vuelve a llamar a Virginia, imaginamos que pidiendo disculpas y todo eso. Cherrill accederá pidiendo el doble de sueldo.

La última escena de Luces de la ciudad es el momento cumbre, la patria del cine mudo: volvemos a ver la expresividad de Chaplin y Virginia Cherrill, cuyo personaje acababa de recuperar la vista. Su reconocimiento del vagabundo al mínimo contacto físico es leído como “la culminación de una tesis sobre el arte y las relaciones humanas”.

Tan sublime que la emoción atropella sin que ruede una sola palabra. Poesía. Para muchos, el mejor final de la historia del cine.

Virginia Cherrill abandonó la actuación poco después. Se casó cuatro veces. Ninguna zonza, uno de sus maridos fue Cary Grant. Luego pasó a ser Lady Child-Villiers, condesa de Jersey. Murió en 1996, a la edad de 88 años.

Redacción

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