El segundo cuaderno de Adictos al imperialismo fue realizado en coordinación con el Observatorio Lawfare.
El Observatorio Lawfare es un centro de pensamiento geopolítico dedicado a investigar la guerra jurídica o lawfare como herramienta de persecución política en América Latina. Tiene por objetivo realizar análisis sistemáticos sobre los diferentes casos de lawfare en América Latina, desde una perspectiva interdisciplinar que permita articular los diversos ámbitos de operación, las redes de poder y los intereses involucrados, que trascienden lo jurídico-mediático para impactar en aspectos políticos, económicos, de estrategia y seguridad.
Dedicatoria
Este cuaderno titulado “La arquitectura imperialista y el ataque contra la soberanía: la dimensión geopolítica de la «Guerra contra las Drogas»” está dedicado a quienes luchan contra el imperialismo y resisten a la intervención estadounidense en todas sus formas, así como a quienes contra todo determinismo histórico rechazan la idea de su invencibilidad. También, a los pueblos que han sufrido las consecuencias de la Guerra contra las Drogas y la contrainsurgencia que van desde el despojo violento y la muerte, hasta la contaminación y el encarcelamiento.
Presentación: ¿Por qué un análisis geopolítico de la “Guerra contra las Drogas”?
“Las organizaciones mexicanas de narcotraficantes mantienen una alianza intolerable con el gobierno de México (…) Esta alianza pone en peligro la seguridad nacional de Estados Unidos, y debemos erradicar la influencia de estos peligrosos cárteles”.
Fragmento de la declaración Fact Sheet: President Donald J. Trump Imposes Tariffs on Imports from Canada, Mexico and China, The White House, 1 de febrero de 2025; la traducción es nuestra.
“Lo que vemos es la cocaína, que es la droga predominante en esta región, mezclada con fentanilo y ese tipo de cosas. Es sólo cuestión de tiempo (para que el fentanilo se convierta en epidemia en América Latina). Es por eso que tenemos que trabajar mejor juntos para ayudar a aplastar esta actividad criminal”.
Gral. Laura Richardson, ex Comandante del Comando Sur de EE. UU., 6 de abril de 2024
Desde el inicio de su segundo gobierno, Donald Trump ha insistido en responsabilizar al gobierno mexicano de Claudia Scheinbaum por la acción de los carteles de la droga considerados como una amenaza a la seguridad nacional de Estados Unidos. En una política que entremezcla el combate al narcotráfico con la criminalización de los migrantes; la crisis sanitaria del fentanilo con las disputas con China; la imposición de aranceles con las amenazas de intervención militar directa sobre el territorio mexicano; Trump enarbola así, como herramienta de su agresiva política internacional, la guerra contra los carteles.
Ciertamente, ello no es ninguna novedad en la historia del imperialismo estadounidense. En América Latina y el Caribe convivimos desde hace décadas con las consecuencias concretas de la llamada “Guerra contra las Drogas”, desplegada como política estratégica del gobierno de EE. UU. para la región.
Los datos indican que, lejos de solucionar un problema de salud pública en territorio propio y ajeno, la intervención en el continente por parte de las agencias estadounidenses —y en especial su abordaje, marcado en gran medida por la militarización y un enfoque punitivo— ha agravado las situaciones de violencia y supone una amenaza a la soberanía y a los derechos de la mayoría de la población.
Para dar una idea de la magnitud del fenómeno, tras cinco largas décadas de “Guerra contra las Drogas” la propia DEA informaba a mediados de 2023 que las principales organizaciones del narcotráfico tienen presencia y vínculos en casi todo el mundo. Sobre ello, el Administrador Principal Adjunto de la DEA George Papadopoulos, en una presentación realizada por ante el Congreso de EE. UU., y solo refiriéndose a los carteles de Sinaloa y Jalisco, reconoció que “estas organizaciones criminales despiadadas y violentas tienen asociados, facilitadores e intermediarios en los 50 estados de Estados Unidos”. En este sentido, en este cuaderno proponemos abordar el examen y debate sobre la “Guerra contra las Drogas” desde un enfoque geopolítico, desde sus efectos políticos en Nuestra América. La hipótesis que guía las reflexiones aquí reunidas es que este proceso de intervención continental en materia de narcóticos es concebido y ejecutado como parte de un plan integral de dominación política y militar sobre el territorio de América, desde Alaska hasta el Cabo de Hornos. A lo que cabría sumar la Antártida, que ya se ha convertido en un punto central en la agenda de la disputa global.
Es decir, proponemos analizar las políticas antinarcóticos desplegadas por EE. UU. en el marco de la trama de su política exterior, signada por la expansión militar (Luzzani, 2012; Merino, 2021; Transnational Institute, 2009; Verzi Rangel, 2022) y por su declarado interés en los bienes comunes del continente (Richardson, 2023). Para ello nos planteamos una serie de momentos y temas de análisis.
En primer lugar, nos interesa recuperar la dimensión histórica de la llamada “Guerra contra las Drogas”, desde la célebre declaración de Richard Nixon en junio de 1971 hasta la actualidad. Su comprensión como proceso y como política implica un recorrido cronológico y un mapeo de sus principales hitos y experiencias, así como el análisis de las diferentes etapas que pueden identificarse en su desarrollo durante el último medio siglo. Como el resto de las iniciativas de intervención, la “Guerra contra las Drogas” supone asimismo la articulación de diferentes tipos de dispositivos de política exterior: diplomáticos, militares y de seguridad, propagandísticos, de asistencia económica, entre otros. Nos proponemos también una aproximación al estudio de algunas de estas dimensiones.
Por su importancia como caso concreto, la investigación incluye un balance del Plan Colombia, con su impacto político, social y económico en este país y en la región. En ese sentido, nos planteamos profundizar en modos de hacer de la intervención, así como en sus efectos.
Por último, nos proponemos abordar algunos desafíos para los gobiernos de izquierda y progresistas de la región, desde los primeros años del siglo XXI hasta la actualidad. Este último punto cobra relevancia en momentos en que se impulsan iniciativas trascendentes para debatir las consecuencias del paradigma vigente y en particular, como elemento novedoso, las posibilidades de su superación. Este fue el caso por ejemplo, de la Cumbre Latinoamericana y Caribeña sobre Drogas, desarrollada en Cali en septiembre de 2023, que planteó el inicio de un proceso de discusión sobre las causas, consecuencias y posibles alternativas de solución a este problema (García Fernández y Latjman, 2023; Salgado, 2023).
En síntesis, este cuaderno intenta dialogar con una realidad que atraviesa cada día más a las sociedades latinoamericanas y caribeñas, marcadas por cinco décadas de aplicación de las orientaciones militaristas e intervencionistas de EE. UU. sobre el narcotráfico. Se trata así de promover y aportar al debate sobre estas políticas y a su reformulación desde la perspectiva del Sur Global y, en particular, de nuestra América Latina y el Caribe.
En el presente cuaderno, presentamos una cronología de la denominada política de “Guerra contra las Drogas” en la región, debatimos sobre el carácter imperialista de la política de EE. UU. en materia de drogas, analizamos la arquitectura de dependencia y subordinación de la política de “asistencia antinarcóticos”, desarrollamos el plan Colombia como máxima expresión de la política de intervención en la región, y arriesgamos algunos desafíos que balanceamos para las alternativas populares en el continente respecto el problemas de las drogas y el narcotráfico.
Este material forma parte de una investigación en desarrollo, impulsada por varios institutos y centros de pensamiento, en la cual se abordan diferentes dimensiones de análisis. Una de ellas es la dimensión geopolítica. En otros cuadernos se analizan otras dimensiones de similar importancia, como la situación de las y los productores de cultivos cuyo uso es declarado ilícito y la problemática de las drogas en los barrios populares de las grandes ciudades.
Cronología: Pasado y presente de la “Guerra contra las Drogas” en América Latina y el Caribe
17 de junio de 1971: Nixon declara la “Guerra (interna) contra las Drogas”
El presidente estadounidense Richard Nixon, en conferencia de prensa, declara al consumo de drogas ilícitas (drug abuse) como “el enemigo público N° 1 del país”. Con un léxico militar, anunció una ofensiva en el combate contra las drogas. Dispuso la creación de una oficina dedicada a la prevención y al combate de las drogas, con un presupuesto inicial de más de 150 millones de dólares.
Este es reconocido como el primer paso en la llamada “Guerra contra las Drogas”, que culminó una serie de medidas que se venían adoptando desde 1968, primero bajo la presidencia de Lyndon B. Johnson y luego ya bajo la propia Administración Nixon. Esa política se orientaba a perseguir el uso de drogas recreativas, que se había extendido en parte de la juventud estadounidense en el contexto de los movimientos contraculturales desplegados desde fines de la década de 1960, sectores que fueran además uno de los principales cuestionadores de la Guerra de Vietnam y de la escalada militar intervencionista impulsada desde Johnson a Nixon.
1° de julio de 1973: Se crea la DEA
A propuesta del presidente Nixon, el Congreso estadounidense aprueba la creación de la Administración de Control de Drogas (Drug Enforcement Administration, más conocida por sus siglas, DEA). Esta nueva entidad reúne a todas las dependencias antidrogas que ya existían en el Estado nacional y se convierte entonces en la única agencia federal con competencia en materia del control de drogas.
9 de agosto de 1974: Nixon renuncia a la presidencia, asediado por el escándalo del Watergate y las protestas
Finalmente, Richard Nixon debe abandonar la presidencia, luego de las revelaciones del llamado “escándalo Watergate”. Una investigación del Congreso demostró una variedad de actividades ilegales en las que estuvieron involucradas personalidades del gobierno, entre ellos el propio Nixon. Entre los crímenes se encuentran el espionaje y acoso a opositores y a funcionarios considerados sospechosos por intermedio de la acción de los cuerpos de seguridad y los servicios de inteligencia.
Además, el gobierno era cuestionado por los movimientos que luchaban contra la Guerra de Vietnam y en defensa de los derechos civiles (particularmente afrodescendientes). Meses después, el 30 de abril de 1975, se sellaba el fin de la guerra de Vietnam con una derrota histórica para EE. UU.
14 de octubre de 1982: Reagan y la segunda “Guerra contra las Drogas”
En 1982, Ronald Reagan dirige un discurso a la nación referido a la Política Federal sobre Drogas. A través de la radio, el presidente republicano hace hincapié en la gravedad de la epidemia y la describió como “un virus especialmente vicioso de la delincuencia”. La política de Reagan incluye la participación de su esposa Nancy, quien lideró la Campaña Just say no (“Simplemente di no”).
1986: Reagan y las drogas como amenaza a la seguridad nacional
En 1986, el presidente Ronald Reagan había declarado que las drogas eran “una amenaza para la seguridad nacional estadounidense”. Esta definición orientada a la defensa pronto sería vital para la expansión militar de la “Guerra contra las Drogas”.
En 1986, Reagan firma un decreto de proyecto de ley llamado Cruzada Nacional para una América Libre de Drogas, que adquiere un enfoque de “tolerancia cero” en el uso y distribución de estupefacientes.
1986: Escándalo Irán – Contras
Estalla el llamado “escándalo Irán – Contras”, tras el derribo en Nicaragua de un avión que transportaba armas y drogas para los llamados “Contras”, la organización militar sostenida por EE. UU. en su guerra de desgaste contra el Frente Sandinista y el gobierno revolucionario nicaragüense.
A partir de las declaraciones del piloto del avión y, luego, de la investigación llevada adelante por el Congreso estadounidense, queda probado que bajo el gobierno de Ronald Reagan se ejecutó desde 1985 un plan ilegal de venta de armas a Irán. Además, que la contra nicaragüense se financiaba con parte del dinero que la CIA obtenía por las ventas de armas a Irán y por los pagos que le realizaban diferentes cárteles a cambio del permiso de ingresar drogas a EE. UU.
25 de noviembre al 20 de diciembre de 1988: Conferencia de las Naciones Unidas para la adopción de una Convención contra el tráfico ilícito de Estupefacientes y sustancias psicotrópicas
Entre el 25 de noviembre y el 20 de diciembre de 1988 se desarrolla en Viena la Conferencia de las Naciones Unidas que resuelve adoptar una Convención contra el tráfico ilícito de Estupefacientes y sustancias psicotrópicas. Este instrumento se sumó a la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961, enmendada por el protocolo de 1972 y a la Convención de 1971 sobre Sustancias psicotrópicas. De acuerdo a la ONU, “estos tres tratados de fiscalización internacional de drogas se refuerzan y complementan entre sí y siguen siendo tratados de referencia en uso en la actualidad”.
1989: Bush lanza su “Guerra contra las Drogas”: el narcoterrorismo y las nuevas amenazas
El 6 de septiembre de 1989, el presidente George Bush realiza un discurso dirigido al pueblo de EE. UU. en el que califica el problema de la droga como “la más grave amenaza interior” para su país y anuncia una serie de medidas para combatir el narcotráfico. Entre ellas, un endurecimiento en la persecución al tráfico: “más prisiones, más cárceles, más cortes, más fiscales” (Bush, G; 6 de septiembre de 1989). Pero también, como parte de una pretendida estrategia integral, una activa política de “asistencia” en América del Sur. “Nuestra estrategia asigna más de 250 millones de dólares para el próximo año en ayuda militar y policial a los tres países andinos de Colombia, Bolivia y Perú. Esta será la primera parte de un programa quinquenal de 2.000 millones de dólares para contrarrestar a los productores, los traficantes y los contrabandistas”, aseguró el presidente.
Luego del mensaje presidencial, en la misma transmisión oficial, el entonces Senador Joe Biden fue el encargado de la respuesta del Partido Demócrata. Lejos de plantear una visión alternativa, Biden critica la propuesta de Bush por considerar que era demasiado débil y propone crear “una fuerza de ataque internacional” para perseguir a los narcotraficantes “allí donde viven”. “No debe haber refugio seguro para estos narcoterroristas y deben saberlo”, enfatizó Biden, mostrando un consenso bipartidista en la elección de una estrategia de intervención militar en otros países, bajo el argumento de la persecución a las drogas ilegales.
20 de diciembre de 1989: El gobierno de Bush invade Panamá y apresa a su antiguo aliado Noriega bajo acusaciones de complicidad con el narcotráfico
Las fuerzas militares de EE. UU. lanzaron la llamada Operation Just Cause para derrocar al general Manuel Antonio Noriega, acusado de lavar dinero del narcotráfico en vinculación con el cartel de Medellín y Pablo Escobar. Tras décadas de colaboración con la CIA, Noriega cayó en desgracia y el país fue sometido a bombardeos e invadido por unos 27 mil marines. Como resultado de la invasión estadounidense a Panamá, al menos cientos de personas perdieron la vida, de acuerdo a los cálculos de diferentes instituciones. La Asociación de Familiares estima en cuatro mil el número de víctimas mortales.
En el contexto de la invasión a Panamá, los jefes de la DEA y el Comando Sur amenazan públicamente con realizar operaciones militares “contra las drogas” en Perú y Bolivia.
1994-1999: Clinton. De los acuerdos de libre comercio a los de seguridad y el Plan Colombia
En el contexto del fin de la Guerra Fría y el intento por recolonizar América Latina y el Caribe a través del ALCA, el gobierno de EE. UU. promueve la liberalización comercial y al mismo tiempo la remilitarización del continente, ahora bajo el supuesto de la existencia de “nuevas amenazas”, entre las cuales el narcotráfico juega un rol central. Esta política alcanza un punto clave con el Plan Colombia (1999), acuerdo firmado entre Clinton y el presidente colombiano Andrés Pastrana, por medio del cual se extiende y profundiza la asistencia económica y la intervención militar en el país sudamericano. Se trata de un programa clave en la estrategia de intervención de EE. UU. en el continente. Por su importancia, un apartado de este trabajo se centra en su abordaje específico.
13 de abril de 1999: Acuerdo entre EE. UU. y Holanda para el uso de bases militares en las colonias de Aruba y Curazao
Las instalaciones también son usadas por aviones de Francia, Reino Unido, Canadá y Holanda con el fin de controlar el Mar Caribe y apoyar a barcos de estos países en la lucha contra el tráfico marítimo de drogas.
2001: Aprobación y despliegue de la Iniciativa Regional Andina
La Iniciativa Regional Andina es lanzada en mayo de 2001, en los primeros meses de gobierno de George Bush hijo. En los hechos, implica una ampliación del Plan Colombia a otros países del continente, que de todos modos ya contaban con programas similares al menos desde principios de la década de 1990, cuando gobernaba George Bush padre.
En una hoja informativa de la Oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado, difundida públicamente el 16 de mayo de 2001 se explicaba con claridad el análisis de EE. UU. y su orientación general para abordar el problema y la oportunidad:
La región andina representa un reto y una oportunidad significativos para la política exterior de Estados Unidos en los próximos años. En la región están en juego importantes intereses nacionales de Estados Unidos. La democracia está bajo presión en todos los países andinos. El desarrollo económico es lento y los avances hacia la liberalización son inconsistentes. Los Andes siguen produciendo prácticamente toda la cocaína del mundo y una cantidad cada vez mayor de heroína, lo que representa una amenaza directa para nuestra salud pública y nuestra seguridad nacional. Todos estos problemas están interrelacionados. Los problemas de la región deben abordarse de forma global para promover los intereses de la política exterior estadounidense en la región.
2001: Bush y la militarización y extensión de la “Guerra contra las Drogas”
Luego del ataque al World Trade Center el 11 de septiembre de 2001, las FARC y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) son etiquetados como organizaciones terroristas, y con George W. Bush en la Casa Blanca, no solo las dos guerras internas de Colombia se unificaron, sino que además la “Guerra contra las Drogas” se volvió sinónimo de la “guerra de EE. UU. contra el terrorismo”.
10 de septiembre de 2005: Arrestan en México a ex Kaibiles guatemaltecos
Los Kaibiles son fuerzas especiales contrainsurgentes creadas por la dictadura guatemalteca y entrenados por la CIA, el Ejército de Francia y las Fuerzas Especiales de Israel. El 10 de septiembre de 2005 fuerzas mexicanas arrestaron a seis ex integrantes de los Kaibiles en Comitán, en el estado de Chiapas, al sureste del territorio mexicano. El Ministro de Defensa de México, Clemente Vega, dijo entonces que los Zetas estaban contratando a Kaibiles para su entrenamiento.
En abril de 2011, el viceministro de Seguridad de Guatemala, Mario Castañeda, reconoce en la 28 Conferencia Internacional contra las Drogas, en Cancún, que los Kaibiles “reciben cinco mil dólares mensuales por entrenar a integrantes de Los Zetas”. Años después se conocería que ya en 2009 y 2010 circulaban cables de la DEA confirmando los vínculos entre ex integrantes y miembros activos de las fuerzas especiales de México y Guatemala.
11 de diciembre de 2006:: Felipe Calderón anuncia “guerra contra el narco“
Diez días después de su asunción ―ocurrida luego de un escandaloso fraude contra su principal adversario, Andrés Manuel López Obrador―, el nominado nuevo presidente de México, Felipe Calderón (2006-2012), comunica el despliegue de más de cinco mil efectivos militares del Ejército y la Marina, junto a 1420 integrantes de la Policía Federal, con el supuesto objetivo de combatir al crimen organizado, particularmente el narcotráfico. De esta manera se lanza oficialmente la estrategia de “guerra contra el narco” en este país.
2007: Iniciativa Mérida
Los gobiernos de México y EE. UU. lanzan un acuerdo de cooperación en seguridad al que llaman Iniciativa Mérida, de modo similar a lo acontecido años antes con el Plan Colombia. El convenio, también llamado Plan México, implicó un aporte de más de 3300 millones de dólares por parte del gobierno de EE. UU. entre los años 2008 y 2021, cuando el gobierno de México encabezado por AMLO lo dio por finalizado.
1 de noviembre de 2008: El Gobierno de Bolivia expulsa a la DEA por su participación en el golpe cívico prefectural
El presidente Evo Morales anuncia la suspensión de las actividades de la DEA en territorio boliviano, en rechazo a sus actividades de injerencia en el país. Desde Chimoré, en el Chapare boliviano, el primer mandatario indígena declara que “personal de la DEA apoyó actividades del golpe de Estado fallido en Bolivia”, en el contexto del llamado “conflicto de la Media luna” en el que fuerzas de derecha intentaron una estrategia separatista en las regiones de Santa Cruz, Beni, Pando, Tarija y Chuquisaca. “A partir de hoy día se suspende de manera indefinida cualquier actividad de la DEA norteamericana”, afirmó el gobernante en el poblado cocalero de Chimoré, en el Chapare boliviano, centro del país.
28 de junio de 2009: Golpe de Estado en Honduras
Apoyado por EE. UU. y los sectores conservadores del país, altos mandos militares dan un golpe de Estado contra Manuel Zelaya y asumen el gobierno.
4 de agosto de 2009: Colombia anuncia que EE. UU. operará en siete bases militares
El comandante de las Fuerzas Militares y ministro de Defensa de Colombia, general Freddy Padilla de León, anuncia la lista de las siete bases militares que pueden usar las fuerzas armadas de EE. UU., en el marco de la cooperación entre ambos países para actividades “contra el terrorismo y el narcotráfico”. Tres de las bases son de la Fuerza Aérea: Malambo, en el Departamento Atlántico; Palanquero, en el Magdalena Medio; y Apiay, en el Meta. Dos son bases navales: Cartagena, en el Mar Caribe; y Bahía Málaga, en el Océano Pacífico. Las otras dos son del Ejército: el Centro de entrenamiento de Tolemaida, las instalaciones más grandes e importantes del Ejército, ubicadas en el límite entre los departamentos de Cundinamarca y Tolima; y la base Larandia, en el Caquetá.
“Colombia busca fortalecer una cooperación respetuosa y moderna con el pueblo y el Gobierno de los Estados Unidos; en donde solo los terroristas y narcotraficantes deben temer. Estamos convencidos que en la medida que seamos exitosos en esta noble lucha en Colombia, contra este flagelo universal, se contribuiría positivamente a la tranquilidad regional”, dijo Padilla en su discurso, pronunciado a representantes de Argentina, Brasil, Chile, México, Panamá, Paraguay, Perú, Uruguay y de Estados Unidos que participaban de la 1ª Conferencia de América del Sur (SOUTHDEC) en Cartagena.
“Es en este contexto de respeto por la autodeterminación de los pueblos, de soberanías inviolables, de respeto por los acuerdos internacionales, de agresiones globales como el terrorismo y el narcotráfico, que Colombia busca fortalecer una cooperación respetuosa y moderna con el pueblo y el Gobierno de los Estados Unidos; en donde solo los terroristas y narcotraficantes deben temer. Estamos convencidos que en la medida que seamos exitosos en esta noble lucha en Colombia, contra este flagelo universal, se contribuiría positivamente a la tranquilidad regional”, dijo Padilla en su discurso.
Enero de 2012: EE. UU. lanza la Operación Martillo
La operación Martillo está liderada por el Comando Sur, quien la define como “un esfuerzo de Estados Unidos, Europa y el Hemisferio Occidental contra las rutas de tráfico ilícito en las aguas costeras del istmo centroamericano”.
En agosto de 2013, el director de operaciones de la unidad Interagencial J3 del Comando Sur, coronel Neal Pugliese, anuncia que este programa “se mantendrá de forma indefinida” y efectivamente, a la fecha, la operación se ha convertido en permanente.
24 de marzo de 2012: Cumbre regional Nuevas Rutas contra el Narcotráfico
El presidente guatemalteco Otto Pérez Molina convoca a debatir un nuevo enfoque en la lucha contra las drogas, basado en la regulación legal y en la coordinación entre Estados. Sin embargo, la mayoría de los países de la región se distanció en ese momento de la posibilidad de despenalizar algunas drogas.
11 de mayo de 2012: Agentes de la DEA participan en el asesinato de civiles en Honduras
En un operativo conjunto realizado en el municipio de Ahuás, en la Mosquitia, con helicópteros estadounidenses, agentes de la DEA y efectivos policiales de Honduras abren fuego contra una embarcación y asesinan a cuatro indígenas ―dos mujeres (al menos una de ellas estaba embarazada), un hombre y un adolescente de 14 años―. Luego del hecho, la DEA mintió para encubrir la participación de sus agentes.
Julio de 2014: Tráfico de drogas desde Colombia a España en buque de la Armada Real
Siete integrantes del buque escuela Juan Sebastián Elcano, de la Armada del Reino de España, son detenidos en Galicia, luego de que se encontraran 127 kilos de cocaína en el barco. Los militares fueron descubiertos luego de haber vendido 20 kilos de droga en Nueva York, en una de las escalas previstas en el viaje de entrenamiento.
Diez años después, en mayo de 2024, los tripulantes ―seis militares de bajo rango y un cocinero― serían condenados a tres años de cárcel. “Pero a día de hoy ningún juez, tribunal o servicio de inteligencia ha descubierto quién consiguió subir los fardos de droga a bordo del buque más famoso de la fuerza naval más antigua del mundo”, de acuerdo a lo señalado por un medio español al dar la noticia sobre la condena, luego de una década que se descubriera el cargamento.
Febrero de 2018: Visita de ministra de Seguridad y ministro de Defensa de Argentina al Comando Sur
Visita al Comando Sur y reunión con el Almirante Kurt Walter Tidd, jefe del Comando, de una comitiva del área de Seguridad, encabezada por la ministra Patria Bullrich, secundada por el Secretario de Seguridad Interior Gerardo Milman y por el Director Nacional de Cooperación Regional e Internacional de la Seguridad, Gastón Schulmeister, que fueron “acompañados por el Ministro de Defensa, Oscar Aguad”. Entre otras actividades, el gobierno argentino informa oficialmente que “se participó en un ejercicio de simulacro de cobertura de seguridad, organizado por la US Coast Guard en el Puerto de Miami, y se realizó una visita a la Fuerza de Tarea Interagencial Conjunta (JIAFT-S) ubicada en Key West. En este último encuentro, se compartió la importancia de seguir promoviendo el trabajo coordinado entre las naciones de la región, especialmente en torno a la lucha contra el narcotráfico y la consolidación de la base de datos en la materia, de cara a futuros programas de cooperación por desarrollar”.
Marzo de 2020: EE. UU. acusa a Nicolás Maduro y otros dirigentes venezolanos por narcoterrorismo y ofrece recompensa por su captura
El 26 de marzo de 2020 en conferencia de prensa, William Barr, fiscal general de Estados Unidos, anuncia y muestra carteles con el rostro del presidente de la República Bolivariana de Venezuela, en los que se expresa: “Se busca a Nicolás Maduro Moros. Recompensa, USD 15 millones”.
El fiscal Barr anuncia la presentación de cargos acusando al presidente por “conspiración para el narcoterrorismo, conspiración para la importación de cocaína, y tenencia de armas y otros artefactos destructivos”. Además de Maduro, se presenta acusación contra otros dirigentes venezolanos como Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea Nacional Constituyente; Vladimir Padrino, ministro de Defensa; y Maikel Moreno, presidente del Tribunal Supremo de Justicia.
Mayo de 2020: Se anuncia la llegada a Colombia de una brigada de élite de fuerzas especiales de EE. UU.
El 27 de mayo la Embajada de EE. UU. en Colombia anuncia oficialmente la llegada al país de una Brigada de Asistencia de Fuerza de Seguridad (SFAB por sus siglas en inglés), “que viene para ayudar a Colombia en su lucha contra narcóticos”. “La SFAB es una unidad especializada del Ejército de los Estados Unidos formada para asesorar y ayudar operaciones en naciones aliadas. Su misión en Colombia comenzará a principios de junio y tendrá una duración de varios meses”, dice la nota, que agrega: “Cabe mencionar que es la primera vez que esta brigada trabaja con un país en la región de Latinoamérica, hecho que reafirma una vez más el compromiso de los Estados Unidos con Colombia, su mejor aliado y amigo en la región. El despliegue del SFAB apoya a la Operación Antidrogas de Mayores Esfuerzos, la cual fue anunciada el primero de abril por el presidente de EE.UU., Donald Trump”.
Semanas después, el medio oficial VOA (Voice of America) publica un artículo donde se informó la llegada de la brigada especial y en base a la declaración de un ex funcionario de la DEA, se vincula esta decisión del gobierno de Trump con el asedio estadounidense a la República Bolivariana de Venezuela. El titular de la nota es bastante explícito: ”Misión de brigada especial de EE. UU. a Colombia: ¿Mensaje para Maduro?”
15 de febrero de 2022: Detienen al expresidente hondureño Juan Orlando Hernández, acusado por tráfico de drogas y de armas
Juan Orlando Hernández (JOH) fue presidente de Honduras entre enero de 2014 y enero de 2022. Luego de una investigación por narcotráfico que inicialmente involucró a su hermano, Tony Hernández, cuando hacía pocos días que había dejado la presidencia, EE. UU. pide la detención de JOH. El expresidente luego es extraditado para enfrentar cargos ante el Poder Judicial estadounidense. Según una nota de prensa del Departamento de Justicia del país norteamericano, “la acusación formal alega que desde al menos alrededor de 2004, hasta alrededor de 2022, inclusive, Hernández, que fue presidente de Honduras durante dos mandatos, participó en una conspiración corrupta y violenta de narcotráfico para facilitar la importación de cientos de miles de kilogramos de cocaína a los Estados Unidos”. Al cierre de esta edición, en el primer trimestre de 2024, se realiza el juicio en su contra en los tribunales federales de Nueva York.
Marzo a septiembre de 2023: Debate en EE. UU. sobre la necesidad de intervenir militarmente en territorio mexicano ante la “epidemia de fentanilo”
En el contexto de la epidemia de fentanilo en EE. UU. —y mientras la jefa de la DEA, Anne Milgram, califica a carteles mexicanos como “la mayor amenaza criminal que enfrenta EE. UU.”—, diferentes voceros del Partido Republicano proponen abiertamente que las fuerzas armadas de EE. UU. realicen operaciones en México. Una de las primeras propuestas públicas proviene de los senadores Lindsey Graham y John Neely Kennedy, quienes anunciaron la presentación de un proyecto de ley para declarar a los carteles como “organizaciones terroristas” y habilitar, a partir de esa designación, a intervenir militarmente. Esto fue respondido de inmediato por el presidente Andrés Manuel López Obrador: “A México se le respeta. No somos una colonia de EE.UU.”. Pese a esto, se instala el debate: pocos meses más tarde, los precandidatos presidenciales Donald Trump, Nikki Haley y Ron DeSantis hacen diferentes propuestas de operaciones bélicas en territorio mexicano, en el marco del debate hacia las elecciones internas republicanas.
7 al 9 de septiembre de 2023: Conferencia Latinoamericana y del Caribe sobre Drogas
Convocada por los presidentes de Colombia, Gustavo Petro, y de México, Andrés Manuel López Obrador, se realiza en Cali, Colombia, la Conferencia sobre Drogas que plantea una mirada desde la región latinoamericana y caribeña.
“La política llamada ‘Guerra contra las Drogas’ ha fracasado, no sirve, si la continuamos vamos a sumar otro millón de muertos en América Latina y vamos a tener más estados fallidos y quizás la muerte de la democracia en nuestro continente”, señaló el presidente colombiano en su discurso de cierre.
4 de diciembre de 2023: Embajador de EE. UU. reconoce que las armas del narco mexicano provienen de su país
Luego de numerosas denuncias públicas por parte del gobierno mexicano, el Embajador de EE. UU. en México, Ken Salazar, reconoció la responsabilidad de EE. UU. en el tráfico de armas hacia el país latinoamericano. “Más del 70 % de las armas que llegan a México, con las que se genera violencia en este país, llegan de Estados Unidos, manufacturadas por empresas de allá”, dijo el Embajador durante la inauguración de la mesa redonda ‘Retos y mejores prácticas en el combate al tráfico de armas entre México y los Estados Unidos’, desarrollada en la Ciudad de México. El número expresado por el gobernador es consistente con estimaciones de organismos oficiales de México.
Un mes y medio después, en enero de 2024, la secretaría de Relaciones Exteriores mexicana, Alicia Bárcena, exigió a EE. UU. que investigue de manera urgente la entrada a territorio mexicano de armas “de uso exclusivo del ejército estadounidense” que están cayendo en manos de los carteles del narcotráfico.
Enero de 2024: el presidente de Ecuador declara “estado de excepción”, envía a los militares a combatir el narco y firma un nuevo acuerdo de seguridad con EE. UU.
Tras varios meses de crecimiento de la violencia criminal, que incluso se cobró la vida de un candidato a presidente en el marco de la campaña electoral de 2023, el nuevo presidente Daniel Noboa, de orientación neoliberal, declaró la existencia de un conflicto armado interno, dictó el Estado de sitio y ordenó a las Fuerzas Armadas que ejecuten “operaciones militares para neutralizar a estos grupos”. En ese contexto la jefa del Comando Sur de EE. UU., la Gral. Laura Richardson, viaja personalmente a Ecuador para acordar un “plan conjunto” de seguridad entre ambos países que supone asistencia y desplazamiento de personal militar, para el que obtuvo incluso inmunidad bajo la justicia ecuatoriana. Un proceso que ha sido catalogado como un “Plan Ecuador”, en referencia al denominado “Plan Colombia”.
1 de febrero de 2024: se conoce la Operación “Tejón del Dinero”, plan secreto de la DEA en Venezuela
La agencia de noticias The Associated Press difunde un documento secreto en el que se detalla la realización de operaciones secretas ―y obviamente ilegales― de la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) en la República Bolivariana de Venezuela. El objetivo: recolectar supuestas pruebas para “armar” casos por narcotráfico contra funcionarios y dirigentes del gobierno venezolano.
De acuerdo a la agencia AP, el gobierno estadounidense lleva a cabo esta infiltración al menos desde 2018. La Operación se llamó “Tejón del Dinero” y en un memorándum planteó que “es necesario llevar a cabo esta operación de forma unilateral y sin notificar a las autoridades venezolanas”.
Marzo de 2024: el gobierno argentino desplaza fuerzas federales para el combate al narcotráfico en la ciudad de Rosario, al tiempo que autoriza la participación de militares estadounidenses en el control de la Hidrovía Paraná-Paraguay
En un contexto de creciente violencia vinculada al narcotráfico en la ciudad ribereña de Rosario, Argentina, el gobierno de Javier Milei moviliza fuerzas federales a dicha ciudad involucrando incluso la participación del ejército en funciones de asistencia así como tiene lugar una campaña mediática que promueve su intervención directa en cuestiones de seguridad interna, actualmente vedada por ley. Simultáneamente, el gobierno a través de la Autoridad General de Puertos suscribe un memorándum con el Cuerpo de ingenieros del ejército estadounidense que habilita su participación en la gestión de la Hidrovía Paraná – Paraguay, la cuenca hídrica más importante del sur latinoamericano que baña la ribera de la ciudad de Rosario y por donde pasa buena parte de las exportaciones de granos de la región, sindicada también como ruta del narcotráfico. El acuerdo, que permite la presencia de militares estadounidenses, prolonga hacia el sur uno de similar carácter firmado por el gobierno paraguayo con autoridades estadounidenses en marzo de 2023.
1 de agosto de 2024: Condena el poder judicial de EE. UU. al ex jefe de la Policía Nacional de Honduras
Tras declararse culpable por cargos de narcotráfico, Juan Carlos “El Tigre” Bonilla Valladares, director de la Policía Nacional de Honduras entre 2012 y 2013, fue sentenciado por la Corte de Nueva York a 19 años de prisión. Además de las acusaciones por tráfico de drogas ilícitas, Bonilla fue acusado por el cargo de asesinato ordenado por Tony Hernández, hermano del ex presidente hondureño Juan Orlando Hernández (JOH). Estos dos dirigentes políticos también fueron condenados por narcotráfico en tribunales de EE. UU.
16 de octubre de 2024: Condena por narcotráfico a García Luna, uno de los responsables de la “Guerra contra las Drogas”
Un juzgado de Nueva York (EE. UU.) condena a Genaro García Luna, exsecretario de Seguridad Pública de México durante el gobierno de Felipe Calderón, a 38 años y 8 meses de prisión por sus vínculos con el narcotráfico.
La presidencia de Felipe Calderón (Partido de Acción Nacional), entre 2006 y 2012, se trató de uno de los momentos más cruentos de la denominada “Guerra contra las Drogas”, con un saldo de decenas de miles de personas asesinadas y desaparecidas, junto con el fortalecimiento de los carteles que controlan el negocio.
De acuerdo a la sentencia, García Luna estaba al servicio del cartel de Sinaloa. Al informar sobre la condena al ex jefe de Seguridad mexicano, la cadena de noticias CNN señaló que los fiscales estadounidenses dieron por probado que García Luna “permitió que el grupo delictivo operara con impunidad en el país, entre otras cosas ayudando a los traficantes a transportar drogas de manera segura y sin la intervención de las fuerzas de la ley hacia Estados Unidos”.
25 y 26 de noviembre de 2024: Cruces entre Donald Trump y Claudia Sheinbaum
El 25 de noviembre de 2024, a casi tres semanas de ser electo para un segundo mandato como presidente de EE. UU., Donald Trump anuncia que una de sus “muchas primeras Órdenes Ejecutivas”, a partir de enero de 2025 incluirían un arancel del 25% sobre “todos los productos que entren a Estados Unidos” desde México y desde Canadá, países a los cuales responsabiliza por el tráfico de fentanilo y la inmigración ilegal. “Como todos saben, miles de personas están atravesando México y Canadá, trayendo crimen y drogas a niveles nunca antes vistos”, señala Trump en sus redes sociales.
Al día siguiente, en conferencia de prensa, la presidenta de México, Claudia Sheinbaum Pardo, presenta una carta dirigida a Trump en la que le responde, entre otras cuestiones, que “la epidemia de fentanilo en los Estados Unidos (…) es un problema de consumo y de salud pública de la sociedad de su país”. “Usted debe estar al tanto también, del tráfico ilegal de armas que llega a mi país desde los Estados Unidos. El 70% de las armas ilegales incautadas a delincuentes en México proviene de su país”, agregó la presidenta mexicana, finalizando: “Presidente Trump, no es con amenazas ni con aranceles como se va a atender el fenómeno migratorio ni el consumo de drogas en Estados Unidos. Se requiere de cooperación y entendimiento recíproco a estos grandes desafíos”.
20 de enero de 2025: El presidente Donald Trump designa a seis carteles del narcotráfico mexicano como organizaciones terroristas que amenazan la seguridad nacional
En el día de su investidura el nuevo presidente de EE. UU., Donald Trump, firmó 78 Órdenes Ejecutivas entre las que se incluye la número 14157 que designa a los carteles de Sinaloa, de Jalisco “nueva generación”, del Noreste (antes los Zetas), la Nueva Familia Michoacana, cartel de Golfo y carteles Unidos —junto con el Tren de Aragua y la Mara Salvatrucha (MS-13)— como organizaciones terroristas extranjeras (FTO) y terroristas globales especialmente designados (SDGT) considerándolas una amenaza a la seguridad del pueblo estadounidense, la seguridad de Estados Unidos y la estabilidad del orden internacional en el Hemisferio Occidental. Trump firmó también otras directivas para declarar la emergencia nacional en la frontera sur, restringir el derecho de los migrantes y criminalizarlos, y ordenó a los militares “sellar las fronteras” para combatir el flujo de drogas ilícitas, el contrabando de personas y la delincuencia relacionada con los cruces; y a los jefes de las agencias relanzar los esfuerzos para “construir barreras físicas adicionales a lo largo de la frontera sur”.
1 de febrero de 2025: El gobierno estadounidense incrementa los aranceles a productos provenientes de México, Canadá y China bajo la justificación de obtener mayor cooperación en la lucha contra el narcotráfico y acusa al gobierno mexicano de tener una alianza con los carteles de la droga
El gobierno estadounidense anuncia un incremento de entre un 10 y un 25% a las importaciones de México, Canadá y China hasta que esos gobiernos aumenten su cooperación en la lucha contra el narcotráfico y, en particular, en relación al contrabando de fentanilo. En la presentación de dicha decisión en la red Twitter la Casa Blanca señala que “los carteles mexicanos son los mayores traficantes mundiales de fentanilo, metanfetamina y otras drogas. Esos carteles tienen una alianza con el gobierno de México y amenazan la seguridad nacional y la salud pública de Estados Unidos”. Asimismo, en relación a China afirma que “el Partido Comunista Chino ha subvencionado a empresas químicas chinas para que exporten fentanilo. China no solo no logra frenar el origen de las drogas ilícitas sino que apoya activamente este negocio”.
18 de febrero de 2025: Trump afirma que México está gobernado en gran medida por los carteles de la droga
En el marco de una rueda de prensa en Florida al ser preguntado por los vuelos de drones de la CIA sobre territorio mexicano para vigilar a los narcotraficantes, el presidente Donald Trump afirmó “tengo una muy buena relación con México, pero creo que México está gobernado en gran medida por los carteles, y eso es algo triste de decir. Si quisieran ayuda con eso, se la daríamos” e insistió en que “México desde hace años, pero ahora especialmente, está dirigido por los carteles” responsabilizando a las autoridades mexicanas por haber “permitido que millones de personas” entren en Estados Unidos a través de la frontera común”. El gobierno mexicano rechaza enérgicamente las afirmaciones de Trump.
20 de febrero de 2025: EE. UU. avanza en la designación de los carteles del narcotráfico como organizaciones terroristas
El presidente Trump un mes antes, designa como organizaciones terroristas a seis carteles del narcotráfico mexicano, junto al Tren de Aragua y la Mara Salvatrucha. La resolución se justifica en el objetivo de poner fin a las campañas de violencia y terror de estos despiadados grupos, tanto en Estados Unidos como a escala internacional y se afirma que proporciona a las “fuerzas del orden” herramientas adicionales para detener a estos grupos. Días más tarde, en un contexto de creciente tensión entre ambos países, el gobierno mexicano resuelve la extradición a los EE. UU. de 29 narcotraficantes que estaban siendo requeridos por la justicia estadounidense.
4 de marzo de 2025: En el discurso sobre el estado de la Unión, Trump anuncia una nueva guerra contra los carteles mexicanos del narcotráfico
En dicha presentación ante el Congreso de los EE. UU. Trump señala que
el territorio inmediatamente al sur de nuestra frontera está ahora dominado en su totalidad por carteles criminales que asesinan, violan, torturan y ejercen un control total ―tienen el control total de toda una nación―, lo que supone una grave amenaza para nuestra seguridad nacional. Los carteles están librando una guerra en Estados Unidos, y es hora de que Estados Unidos libre una guerra contra los carteles, cosa que estamos haciendo. Necesitamos que México y Canadá hagan mucho más de lo que han hecho, y tienen que detener el fentanilo y las drogas que entran en Estados Unidos. Van a detenerlo. He enviado al Congreso una solicitud de financiamiento a el Departamento de Estado de los EE. UU., cumpliendo la Orden Ejecutiva resuelta por la acción detallada en la que expongo exactamente cómo eliminaremos estas amenazas para proteger nuestra patria y completar la mayor operación de deportación de la historia de Estados Unidos.
4 al 10 de abril de 2025: Versiones de un posible ataque de drones estadounidenses contra los carteles de la droga y rechazo del gobierno mexicano
Diferentes medios de prensa estadounidense informan que el gobierno de Trump estaría evaluando el uso de drones para atacar directamente a los carteles de la droga en territorio mexicano. La presidenta de México Claudia Sheinbaum rechazó esta posibilidad, descartó cualquier colaboración del gobierno mexicano y expresó su desacuerdo con cualquier intervencionismo o injerencismo. “No nos subordinamos” afirmó Sheinbaum, y relativizó que se llevara a cabo dicha acción privilegiando el diálogo cooperativo en seguridad y el ataque a las causas estructurales del narcotráfico.
La “Guerra contra las Drogas” de EE.UU. sobre Nuestra América como modo de intervención imperialista
Imperialismo, guerra y drogas: una relación con historia
Cualquier reflexión sobre las características y consecuencias de la política estadounidense respecto de la producción y consumo de drogas en Nuestra América no puede obviar su relación con el imperialismo. En esta dirección, como lo desarrollaremos a continuación, el monroísmo ―es decir, la prolongación actual de la trágicamente conocida Doctrina Monroe que cumplió en 2023 su bicentenario― tiene una dimensión específica en el llamado combate contra el narcotráfico. Y esta dimensión cobró la forma particular de una guerra, la pretendida “Guerra contra las Drogas”.
Esta guerra estadounidense contra las drogas resulta un capítulo relativamente reciente, abierto en los años 70; pero la relación entre el imperialismo y las drogas tiene una larga historia que se remonta al siglo XIX con las llamadas guerras del opio ―la primera desplegada entre 1839 y 1842 y la segunda entre 1856 y 1860― promovidas por el imperio inglés ―junto a otras potencias europeas― contra la China imperial de ese entonces para asegurar libertad para el comercio del opio en ese país ―que los británicos producían y comercializaban desde la India colonial para compensar el déficit comercial que tenían con China―. El fin de esas guerras, con la firma de los Tratados Desiguales impuso la subordinación de China, con la liberalización comercial, la apertura de varios puertos al comercio exterior, la anexión de Hong Kong y la ampliación de Macao bajo dominio portugués.
Ya Karl Marx en el conocido Capítulo XXIV de El Capital hace referencia a estas guerras ―junto a la conquista y colonización de América y la esclavización de las poblaciones africanas― cuando examina las formas globales que asume la acumulación originaria del capital. No es casualidad que estas “guerras por las drogas” retornen hoy como una dimensión central de la intervención imperialista en esta fase neoliberal del capitalismo en la que se exasperan estas formas de acumulación basadas en el despojo, el saqueo y la desposesión.
Anunciada en 1971 por el presidente Nixon, han pasado más de cincuenta años del relanzamiento de esta “Guerra contra las Drogas”, ahora bajo el patrocinio estadounidense, y, sin embargo, el consumo de drogas —particularmente por la sociedad estadounidense y el Norte Global, donde se concentra mayoritariamente el consumo mundial de estas sustancias— no ha dejado de crecer año tras año. ¿Se trata simplemente de un fracaso reiterado? ¿Cinco décadas de frustraciones y reveses continuados que constituyen la mayor bancarrota de una política exterior de toda la historia mundial? ¿O será que el verdadero objetivo de esta guerra no reside en el combate al narcotráfico? ¿No será que en vez de poner nuestra atención en el consumo, la producción y el tráfico de las drogas deberíamos concentrarnos en las formas de la guerra y la intervención que adopta el combate a estas prácticas? Una guerra permanente que ya lleva cinco décadas, para un país, Estados Unidos, que de sus casi 250 años de existencia sólo en 15 ha estado sin intervenir, de forma declarada o encubierta, en una guerra.
La historia de esta guerra estadounidense contra las drogas en Nuestra América puede así dividirse en seis momentos claves. Repasemos brevemente esta periodización cuyos principales acontecimientos pueden consultarse en la cronología que disponemos en estas páginas.
De la guerra contra el pueblo de Vietnam a la guerra (interna) contra las drogas
Ciertamente, el comienzo se remonta a la iniciativa presentada por el presidente Richard Nixon en junio de 1971 cuando declaró al abuso de drogas como el enemigo público número 1 de los Estados Unidos y, bajo una retórica militar, planteó una serie de iniciativas para combatirlo. En esos años, el gobierno estadounidense estaba embarcado en una verdadera guerra, llevada a cabo contra el pueblo de Vietnam. Cada vez más complicados en ese conflicto, tras la ofensiva del Tet de 1968, y bajo un creciente e intenso cuestionamiento social interno, el gobierno estadounidense finalmente terminará firmando dos años después el fin de la guerra en los Acuerdos de París de 1973. Pero mientras tanto, en 1971, uno de los sectores que encabezaban el cuestionamiento a la guerra eran los jóvenes ―particularmente universitarios― que en su configuración contracultural resultaban los principales consumidores de las drogas recreativas del momento. La guerra nixoniana contra las drogas los perseguía centralmente a ellos. Así también, esos años serán el comienzo de la introducción de la droga en los barrios populares afroamericanos ―tras el asesinato de sus principales líderes en los años 60― donde se desplegaba el otro movimiento social ―el llamado movimiento por los derechos civiles― que cuestionaba la matriz societal racista de las élites estadounidenses. Así, más allá de plantearse el combate a la producción y comercio externo de narcóticos, la guerra declarada por Nixon tenía un énfasis fundamentalmente interno, un verdadero laboratorio que sería exportado y aplicado luego en la región.
No se trata de una interpretación malintencionada o extremista. Así lo reconoció uno de los principales asesores en política interna del Presidente Nixon, esa “guerra” tenía otro objetivo.
La Casa Blanca de Nixon […] tenía dos enemigos: la izquierda antiguerra y la población afroestadounidense […]. Sabíamos que no podíamos convertir en algo ilegal estar en contra de la guerra o ser negro, pero lograr que el público asociara a los hippies con la mariguana y a los negros con la heroína, y después criminalizarlos severamente, podríamos irrumpir en esas comunidades […], arrestar a sus líderes, catear sus casas, disolver sus reuniones y vilipendiarlos noche tras noche en los noticieros. ¿Sabíamos que estábamos mintiendo sobre las drogas? Por supuesto que sí. (John Ehrlichman en entrevista con la revista Harper’s en 1994. Brooks, 18 de junio de 2021).
En este contexto se crea la DEA (Drug Enforcement Administration), que centraliza las relativamente pequeñas instituciones anteriores y cuyo crecimiento es ilustrativo del recorrido del tema en la política interna y exterior de EE. UU.
Actualmente, se trata de una fuerza que declara poseer casi diez mil empleados (DEA, s/f a). Según declara en su sitio web, la agencia se organiza en 23 Divisiones de campo dentro de EE. UU. pero además tiene un gran desarrollo transnacional: opera en 69 países, en los que tiene 93 oficinas (DEA, s/f c). Para graficar la magnitud que ha adquirido la DEA en estos cincuenta años, basta decir que incluso tiene una División de Aviación, que cuenta con 135 “agentes especiales/pilotos” en su staff y 100 aeronaves propias (DEA, s/f b).
Su sede central está en la ciudad de Arlington, Virginia, muy próxima al Pentágono, otra dependencia con despliegue global a través de sus Comandos —el Comando Sur en el caso de América Latina y el Caribe—, que articulan cientos de bases militares en decenas de países de los cinco continentes.
De acuerdo a su definición oficial, se trata de “la entidad federal que se encarga de combatir el tráfico y el consumo de drogas en Estados Unidos, así como de coordinar investigaciones estadounidenses relacionadas a las drogas en el exterior” (USAGov en español, s/f).
De Reagan a Bush: las drogas como una amenaza a la seguridad nacional
Un segundo momento de esta cronología se sitúa una década después, en los años ochenta, con el lanzamiento por Ronald Reagan de su propia “Guerra contra las Drogas”. Así, en 1986, Reagan declaró a las drogas como una amenaza a la seguridad nacional transformando la cuestión en uno de los centro de la política de seguridad y exterior en el marco del relanzamiento de la Guerra Fría y el intervencionismo estadounidense en la región, particularmente frente a la Revolución Nicaragüense.
En similar dirección, el documento de Santa Fe II —documentos de la CIA elaborados en la ciudad estadounidense de Santa Fe y que orientaban la política estadounidense para América Latina— también mencionó por primera vez al narcotráfico y las drogas —en asociación con el terrorismo— como uno de los problemas a afrontar en la región. Bajo el título “La crisis de los narcóticos” la propuesta Nº 7 de dicho documento señalaba que “mediante el apoyo a un poder judicial independiente, EE. UU. puede ayudar a los países latinoamericanos a hacer frente a los delitos relacionados con los narcóticos y el terrorismo”.
La efectiva articulación entre ambas dimensiones quedaría públicamente expuesta con el llamado escándalo Irán-Contras y las investigaciones parlamentarias que se impulsaron a partir de 1986. En dichas investigaciones quedó demostrado que el gobierno estadounidense le había vendido armas a Irán ―lo que tenía legalmente prohibido―, financiando con ello a la llamada Contra nicaragüense, grupo armado de extrema derecha que llevaba adelante una guerra irregular y de desgaste sobre el gobierno sandinista. La investigación, liderada por el senador John Kerry en el Comité de Relaciones Exteriores del Senado, también señaló los vínculos entre la Contra y el narcotráfico, así como sobre el uso de financiamiento proveniente del narcotráfico para sostener las actividades de estas fuerzas contrarrevolucionarias. El informe respaldó las acusaciones respecto a que la CIA había facilitado, al menos indirectamente, el tráfico de drogas e incluso su introducción a los Estados Unidos bajo la contrapartida de que parte de sus ganancias sostuvieran esas actividades. Los carteles colombianos y mexicanos apoyaban económicamente a la Contra a cambio de facilidades para introducir drogas en Estados Unidos. Estas relaciones quedaron también de manifiesto en las declaraciones de Ernest Jacobsen, agente de la DEA, en la investigación que abrió la Cámara de Representantes sobre el escándalo Irán-Contras.
En la misma dirección, el reconocido periodista Gary Webb reseñó, en una serie de artículos de investigación, esta complicidad de la CIA en el contrabando de cocaína hacia EE.UU. cuyas ganancias servían al financiamiento ilegal de la Contra, denunciando además la complicidad del gobierno de Reagan en la protección judicial de estas actividades y el papel que este narcotráfico tuvo en la epidemia de crack que asoló a muchas de las grandes ciudades estadounidenses, particularmente a sus barriadas pobres entre 1984 y 1990.
Así, en la década de 1980 se experimentó un veloz crecimiento del consumo de cocaína y de su derivado “crack” en Estados Unidos, con sus gravosas consecuencias, en especial sobre los sectores populares. En su faz externa, la denominada “Guerra contra las Drogas” resultó una dimensión significativa del ataque del imperialismo estadounidense a la revolución centroamericana que se desplegaba en Mesoamérica en esos años.
Este segundo momento es continuado y profundizado por la administración Bush, que en septiembre de 1989 anunció su propio impulso a la “Guerra contra las Drogas”, reforzando su intervención interior y exterior. Respecto a esta declaración, es significativa la respuesta del Partido Demócrata, a través del discurso del senador Joe Biden, quien planteó “ir más allá” de las políticas de Bush, a perseguir narcotraficantes “allí donde viven, con una fuerza de ataque internacional”.
La decidida vocación bélica de Bush quedó demostrada en diciembre de 1989 con la invasión de Panamá ―en la llamada Operation Just Cause―, que produjo la muerte de miles de personas. El objetivo declarado fue el derrocamiento y la captura del desprestigiado General Manuel Antonio Noriega, acusado de garantizar el lavado de dinero del narcotráfico en vinculación con el cartel de Medellín y Pablo Escobar. Noriega había llegado al poder en 1983, luego de décadas de colaboración con la CIA, particularmente en el tránsito de armas, equipo militar y dinero destinado a las organizaciones de contrainsurgencia respaldadas por EE.UU. en América Central y del Sur, como parte del combate al comunismo en las postrimerías de la Guerra Fría.
La intervención en Panamá motivó además que el entonces “zar contra las drogas” estadounidense, el General Barry McCaffrey, amenazara incluso con enviar tropas al valle del Huallaga en Perú para combatir la producción cocalera y que el General Thurman, jefe del Comando Sur en Panamá, informara que sus tropas estaban preparadas para realizar ataques relámpagos contra los centros de elaboración de drogas de los países andinos; mientras que oficiales norteamericanos apoyaban las operaciones militares contra los productores de coca en el Chapare boliviano, lo que acarreó movilizaciones y protestas sociales en este país.
Iniciada ya la década de 1990, se profundizó esta política intervencionista y militarista en los países de la región andina. Así, en 1991, el presidente de Perú Alberto Fujimori firmó finalmente el convenio antidrogas con los EE.UU., cuya suscripción era condición para el apoyo estadounidense a las negociaciones con el FMI y el Banco Mundial en la renegociación de la deuda externa y la reintegración del Perú a la globalización neoliberal. Dicho convenio, similar al suscripto en similares fechas con Bolivia, suponía el financiamiento y asesoramiento para la formación de varios miles de tropas peruanas para el combate al narcotráfico incorporando a las FF.AA. a esta tarea. Suspendido temporalmente tras el autogolpe de Estado promovido por Fujimori, el convenio fue restablecido en 1992 alrededor de la política de asistencia en la lucha contra la guerrilla de Sendero Luminoso y sus denunciados vínculos con el narcotráfico.
La nueva iniciativa estadounidense para las Américas y el Plan Colombia
Un tercer momento de clivaje de esta guerra estadounidense de las drogas emerge a fines de los años 90, ya con una nueva hegemonía demócrata en el gobierno estadounidense. Una década signada por la adopción de las recetas neoliberales en toda la región ―con excepción de Cuba― con el llamado “Consenso de Washington” y el proyecto estadounidense de integración subordinada impulsado particularmente bajo la presidencia de Clinton (1993-2001) y que tuvo en las Cumbres de las Américas su pretendida institucionalidad y en la Iniciativa para las Américas, el ALCA y los tratados de libre comercio su entramado de colonización económica. Estas políticas fueron acompañadas por un nuevo despliegue de fuerzas militares, bases, acuerdos de capacitación y equipamiento de las fuerzas armadas nacionales y tratados de seguridad entre los cuales el llamado Plan Colombia ofició como una de sus primeras experiencias. Oficialmente llamado Plan para la paz y el fortalecimiento del Estado, fue el resultado del acuerdo bilateral signado en 1999 entre el presidente colombiano Andrés Pastrana y el estadounidense Clinton y supuso a la par de una moderada ayuda económica para el desarrollo un significativo financiamiento para los cuerpos militares orientado al combate a las organizaciones guerrilleras y el narcotráfico.
En esta dirección, en la historia de la “Guerra contra las Drogas”, el Plan Colombia supuso una serie de novedades. Por una parte, implicó la identificación del “narcoterrorismo”, término que sirvió para identificar el creciente poder político-militar territorial de los narcotraficantes, así como para denunciar vínculos entre las organizaciones guerrilleras y la producción y comercio de drogas. De esta manera, los fundamentos políticos de esas luchas fueron resignificados como un problema de delincuencia y de seguridad.
Por otra parte, el Plan Colombia trajo o intensificó otra novedad. Ya no se trataba de fortalecer a las fuerzas policiales para el combate al narcotráfico, ahora el actor estatal que venía a ocupar ese lugar eran las fuerzas armadas iniciando así una nueva doctrina de seguridad nacional que, bajo la pretensión de la lucha contra el narcoterrorismo, legitimaba la intervención de los militares en el orden doméstico.
Dirigidas desde Washington por el General Barry Mc Caffery, ex comandante en jefe de las fuerzas militares estadounidenses en América del Sur y nombrado jefe de la lucha antidroga por Bill Clinton en 1996, las operaciones militares del Plan Colombia supusieron un creciente involucramiento estadounidense que fue del financiamiento y asesoramiento inicial a la presencia de efectivos y bases militares. Hemos examinado las características y consecuencias de este plan intervencionista en una de las contribuciones que integran este dossier; baste decir aquí que dejó un reguero trágico de poblaciones desplazadas, desaparecidos y asesinados en un camino que sería replicado años después en México y otros países de la región.
Pero esta doctrina estuvo lejos de limitarse a Colombia. Por ejemplo, en 1994 el gobierno de Fujimori, en el marco del llamado Plan Nacional de Prevención y Control de Drogas 1994-2000, suscribió un nuevo convenio antidrogas con EE. UU. que contemplaba, además de asistencia técnica y económica, un programa de interceptación aérea. Y pocos años después, cuando el tristemente célebre Vladimiro Montesinos, a cargo de la Oficina del Servicio de Inteligencia Nacional, asumió la coordinación de la política antidrogas financiada en parte con fondos de la CIA y de la Sección de Narcóticos de la Embajada de Estados Unidos, se incorporó la estrategia de erradicación de cocales con el Plan Nacional de Erradicación de Cultivos. Este señalamiento ya nos lleva al cuarto acontecimiento que queremos destacar en esta propuesta de periodización de la guerra estadounidense contra las drogas. Se trata de la política estadounidense adoptada por el gobierno de George W. Bush tras los atentados del 11 de septiembre de 2001.
La guerra infinita (contra las drogas) y la continuidad del neoliberalismo por otros medios
En el plano global, el lanzamiento de la guerra infinita supuso la adopción de un paradigma de guerra de amplio espectro, más allá de los Estados y las fuerzas regulares, y de modo híbrido; contando en el plano interno con la promoción de un capitalismo de vigilancia y de restricción de libertades y derechos; y en Nuestra América, una respuesta particular a la crisis de hegemonía que cuestionaba al neoliberalismo en la región y al proceso de cambios sociopolíticos que había abierto el triunfo de Chávez en 1998.
En esta dirección, la doctrina de las “nuevas amenazas” dió lugar a una militarización de la seguridad interior, a una securitización de agendas sociales, a la ampliación de las capacidades de los estados para realizar tareas de inteligencia y represión. Así, estas “nuevas amenazas”, en especial el narcotráfico en vinculación con el terrorismo, fueron presentadas como justificación de un reforzamiento de la capacidad punitiva del Estado, de promoción de procesos de militarización social, de un ordenamiento represivo que bajo un pacto de seguridad intentó contener los cuestionamientos sociales y recuperar parte de la legitimidad perdida para proseguir con las transformaciones neoliberales. De este modo, este neoliberalismo de guerra, como lo llamó Pablo González Casanova, se constituyó en la forma particular que adoptó la continuidad de las políticas neoliberales en aquellos países de la región donde la protesta y el malestar popular no pudieron traducirse en cambios político – gubernamentales. Resultó así la opción del neoliberalismo salvaje en oposición a los proyectos neodesarrollistas y neosocialistas que transformaron los escenarios de muchos de los países del sur de América Latina y el Caribe.
Así, para los países andinos la profundización de la política contra el así denominado “narcoterrorismo” adoptó la forma de la estrategia de “coca cero” y las erradicaciones masivas de cultivos con la contrapartida de las resistencias activas de las comunidades cuya subsistencia dependía de esas actividades y la emergencia de los llamados “movimientos cocaleros”. En el caso del Perú post-Fujimori dicha política fue convalidada con la firma de un nuevo convenio antidrogas con los EE. UU. en septiembre de 2002 bajo el gobierno de Alejandro Toledo que imponía la meta de erradicación completa de los cultivos en cinco años y estuvo marcado por una dinámica de conflicto y negociación con las comunidades. Pero sin duda la confrontación contra esta política y la radicalización más significativa de un movimiento cocalero en la región se desplegó en la experiencia boliviana con su participación en la llamada Guerra del Agua de Cochabamba primero (2000) y en la “Guerra del Gas” después (2003) que habría de culminar con la elección de Evo Morales, dirigente proveniente de dicho movimiento, como nuevo presidente en 2005. Pero una de las experiencias más dramática del “neoliberalismo de guerra” en este período aconteció en México, tras el fraude que le birló la presidencia a López Obrador en 2006, cuando el gobierno ilegal e ilegítimo de Felipe Calderón anunció la guerra contra el narcotráfico comprometiendo en ella a las fuerzas armadas. De esta manera Calderón abrió uno de los más sangrientos períodos en el país. En poco más de una década, decenas de miles de personas fueron asesinadas, desaparecidas y desplazadas, imponiendo el patrón de la guerra como matriz de las relaciones sociales. Así, la “Guerra contra las Drogas” se transformó plenamente en una guerra contra los pueblos de Nuestra América y sirvió para asegurar, en tantos territorios nuestroamericanos, las condiciones del despojo que exigía el capitalismo e imperialismo de ese tiempo. Como señaló Marx, se instrumentalizó la violencia como potencia económica para hacer de la deuda, la usura, el robo y el saqueo las formas predominantes de la acumulación del capital.
Los “narcoestados” y el ataque a los procesos de transformación social en Nuestra América
En esta dirección, puede identificarse un quinto momento en esta guerra estadounidense de las drogas con el ataque a los gobiernos populares que encabezaron los procesos de transformación más radicales en la región. Caratulados como “narcoestados”, el término comenzó a utilizarse en los años 80 en relación con la creciente proyección política ganada por los carteles colombianos sobre la política y el Estado ―particularmente, en relación con el cartel de Medellín y Pablo Escobar― pero su uso se difundió pasada la mitad de la década de los 2000, por ejemplo en la calificación por primera vez de un narco estado referido a Guinea-Bissau. Así, en 2009, un informe del Congreso de los Estados Unidos calificó al Estado venezolano como “narcoestado” por convertirse, según la investigación, en el principal centro de distribución de la cocaína producida en Colombia y en el mayor puerto de embarque de ese producto con destino, especialmente, a los Estados Unidos, con la complicidad de altos funcionarios civiles y militares del gobierno. De esta manera, los gobiernos bolivarianos no han dejado de ser permanentemente calificados y atacados como cómplices, promotores, protectores u organizadores del narcotráfico, en asociación con las organizaciones guerrilleras colombianas, justificando en esas acusaciones todas una serie interminable de sanciones, amenazas y persecuciones.
Entre ellas, en 2015, se acusó en la justicia estadounidense a Diosdado Cabello como jefe del bautizado cartel de los Soles, una supuesta organización criminal encabezada por miembros del Gobierno de Venezuela y de las Fuerzas Armadas de ese país cuyo objetivo es el narcotráfico, contrabando de combustible, control de la actividad minera ilegal, etc. Y, en mayo de 2018, Cabello y su familia fueron sancionados por el Departamento del Tesoro congelando sus activos en suelo estadounidense, acusándolos de lavado de activos, corrupción y narcotráfico. Un año antes, el Comité de Relaciones Exteriores del Senado de Estados Unidos confirmó las conexiones venezolanas con la industria del narcotráfico mundial y desde 2020, el Departamento de Justicia de los Estados Unidos emitió un comunicado formal en donde sitúa como líderes del cartel de los Soles a Nicolás Maduro y Diosdado Cabello, ofreciendo recompensa por información que permita su captura y judicialización.
En similar dirección, el gobierno de Evo Morales en Bolivia fue también acusado de sus supuestas complicidades con el narcotráfico. Proveniente de los sindicatos cocaleros de las Seis Federaciones del Trópico de Cochabamba, del Chapare, uno de los movimientos que protagonizó el ciclo de luchas contra las políticas neoliberales en Bolivia y, en particular, contra la política de erradicación forzosa y criminalización promovida por el gobierno estadounidense en ese país; el gobierno de Evo decidió el cambio de la política punitivista contra los campesinos cocaleros y en 2008 ―como lo había hecho también Chávez en Venezuela resolvió la expulsión de la DEA por su participación en el “golpe cívico prefectural” promovido por las fuerzas de derecha y las elites del Oriente en septiembre de ese año―. También sobre el Estado Plurinacional de Bolivia se esgrime, de modo reiterado, la acusación de narco estado.
La actualidad de la guerra imperialista de las drogas en el contexto de intensificación de las disputas geopolíticas sobre la transición hegemónica global: de Biden a Trump
Llegamos así al último episodio de la “guerra” estadounidense de las drogas en Nuestra América, el que se inscribe en las características y potencia que asume la última ofensiva neoliberal en la región. Un periodo caracterizado por la profundización dramática de los procesos de polarización y desigualdad social acompañados por la extensión de las formas de violencia, y la re emergencia de neofascismos, racismos y neopentecostalismos, que también recurrieron al narcotráfico como otra de las tecnologías de gobierno para gestionar la crisis garantizando la violencia necesaria para el despojo, por una parte, y el control de la población despojada y excluida, por la otra.
En esta dirección, este quinto momento condensa y actualiza las dimensiones de los considerados anteriormente: la extensión del neoliberalismo de guerra hacia el sur de la región; la proyección político estatal del narcotráfico como socio de los gobiernos neoliberales y sus reformas pro-mercado; la renovada acusación de “narcoestados” a los gobiernos populares; la justificación de la intervención estadounidense en seguridad y la acción de las fuerzas armadas en el orden doméstico.
Una de las experiencias recientes y dramáticas de esta política en Nuestra América tuvo lugar en Ecuador. En 2023, la campaña electoral por la renovación del Ejecutivo y el Parlamento estuvo signada por una creciente violencia por bandas identificadas con el narcotráfico que cobró, entre otras, la vida del candidato presidencial Fernando Villavicencio. En ese contexto, finalmente el representante del establishment neoliberal Daniel Noboa se impuso en la segunda vuelta a la candidata del correísmo Luisa Gonzalez por menos del 5% de los votos y, pocos meses después de su asunción, decretó el estado de sitio en todo el país, autorizó la intervención de las Fuerzas Armadas en el orden doméstico y recibió rápidamente las promesas de colaboración de los EE. UU. Luego, con la visita de la General Laura Richardson, jefa del Comando Sur de los EE. UU., se selló el acuerdo Hoja de Ruta de Asistencia de Seguridad (ESAR) y un marco de impunidad para el personal militar que opere en dicho país, abriendo un proceso de intervención militar estadounidense justificado en el combate a la violencia y el narcotráfico.
Las similitudes con la ocurrido en Colombia y México motivaron que dicho proceso fuera incluso caratulado como un “Plan Ecuador”. Y, al igual de lo sucedido en esas experiencias, el gobierno de Noboa lejos de resolver los hechos de violencia expandió la crisis de inseguridad y abusó de la declaración de estados de excepción regionales en una presidencia signada además por incidentes diplomáticos, la pugna con su vicepresidenta, acusaciones de complicidades con el tráfico de drogas y una emergencia eléctrica de meses de apagones prolongados que sumó más oscuridad e incertidumbre a una situación social y económica extremadamente precaria. Candidato a la reelección, Noboa volvió a utilizar en la campaña electoral de comienzos de 2025, la propaganda de la mano dura frente a la creciente violencia del narcotráfico así como anunció un acuerdo, una “alianza estratégica”, con Erik Prince, el fundador de Blackwater, la controvertida firma de mercenarios, con el objetivo de fortalecer la lucha contra el narcoterrorismo y la pesca ilegal. Lógica prolongación de tanta ilegalidad e intervencionismo imperial, finalmente Noboa se aseguró su permanencia en el cargo presidencial mediante un gigantesco fraude en la segunda vuelta contra la candidata del correísmo Luisa Gonzalez.
La llegada de Donald Trump a su segunda presidencia en los Estados Unidos sumó una nueva dimensión en este proceso. En esta dirección, la denuncia presidencial de la grave crisis sanitaria que deparó la extensión del consumo de fentanilo sirvió para potenciar los cuestionamientos a China, a Canadá y a México. La nueva guerra contra los carteles del narcotráfico y su designación como organizaciones terroristas que amenazan la seguridad nacional, blandida por Trump, se inscribió así en su disputa por la transición hegemónica global en curso y su iniciativa de hacer a Estados Unidos grande nuevamente. De este modo, los ataques contra los carteles mexicanos se transformaron en acusaciones y amenazas al gobierno de Claudia Sheinbaum, al pueblo de México y su soberanía, imponiendo aranceles a sus importaciones y sugiriendo la posibilidad de un ataque militar directo, con el objetivo de presionar para, más allá del combate al narcotráfico, reforzar los controles migratorios y promover una negociación del comercio bilateral que resolviera el déficit que padece la economía estadounidense. La agitación de la lucha contra las drogas se enhebró con la persecución y criminalización de la inmigración latina y con la búsqueda de una creciente intervención sobre la vida política y económica mexicana que llegó, como puede consultarse en la cronología que se incluye en este cuaderno, en las acusaciones de complicidad del gobierno con el narcotráfico y el uso de drones estadounidenses para asesinar a los líderes de los carteles, una verdadera guerra tal como la llevó adelante Estados Unidos en Asia en los años recientes.
Esta política, sin embargo, no resulta una excepcionalidad de Trump, más allá de la intensidad que asume bajo su gobierno. En la campaña interna de los republicanos hacia las presidenciales 2024, también otros precandidatos como el gobernador de Florida Ron De Santis y la ex embajadora en la ONU Nikky Haley, habían propuesto diferentes fórmulas de intervención militar directa en México, con el objetivo declarado de atacar a los carteles del narcotráfico en el contexto de la crisis de opiáceos. Y no se trata sólo de un consenso republicano, la Gral. Richardson, ex Jefa del Comando Sur designada por Biden, en sus reiteradas manifestaciones sobre la necesidad imperiosa de preservar el acceso estadounidense a los bienes naturales estratégicos que nutren Nuestra América ha insistido en la participación de las fuerzas militares en el “combate al narco” remarcando la urgencia de utilizar “todos los instrumentos del poder nacional para que todos los países de la región se unan, para poder contrarrestar esa actividad maligna”.
En esta dirección, la “Guerra contra las Drogas” asume una dimensión particular en la estrategia de intervención y de control militar territorial de EE.UU. sobre los países de Nuestra América en el contexto de intensificación de las disputas geopolíticas que se despliegan en el sur del mundo y a nivel internacional que reactualiza aquella política colonial proclamada hace tiempo con la Doctrina Monroe. La naturalización del rol de los dispositivos militares y de seguridad norteamericanos hacia el continente se articula así con una agresiva búsqueda de subordinación económica, financiera y comercial, en la que el control de los bienes comunes naturales de América Latina y el Caribe es uno de sus objetivos principales. Así, la tantas veces mencionada “Guerra contra las Drogas”, fallida una y otra vez en sus objetivos formales de erradicar la producción y reducir el consumo, es en verdad expresión de la gestión de las transformaciones del capitalismo neoliberal desplegado desde los años 70 y de los proyectos estadounidenses de consolidar o profundizar su hegemonía en un territorio que considera como su patio trasero o su homeland y que percibe amenazado hoy por la creciente presencia económica y diplomática de China. Se trata a su vez de una de las formas que adopta la gestión del despojo y de las crisis que implica la expoliación imperial y capitalista. Es a todas luces la guerra estadounidense de las drogas contra los pueblos y gobiernos de Nuestra América. En esta huella resuenan las palabras de Bolívar cuando escribía que los Estados Unidos parecen destinados por la providencia a plagar la América de miserias en nombre de la libertad. Así las drogas estadounidenses traen la guerra, la sumisión y la muerte para los pueblos. Frente a ello, los pueblos enarbolan la defensa, construcción, producción de la vida digna, rebelde, solidaria, comunitaria, colectiva; del buen vivir y el vivir sabroso; de la vida de las mujeres y sus derechos a decidir sobre su propio cuerpo, de la vida de la diversidades, de las formas de vida humana y no humana frente a la crisis civilizatoria del capitalismo neoliberal.
La máscara de la ayuda: dependencia y subordinación en la asistencia antinarcóticos
La llamada “Guerra contra las Drogas” (GCD), declarada oficialmente por Richard Nixon en 1971 se ha mantenido como un eje central de la política exterior estadounidense hacia América Latina en el siglo XXI. Este enfoque, que en sus orígenes buscaba controlar el flujo de sustancias ilícitas hacia Estados Unidos, evolucionó hasta convertirse en una herramienta geopolítica con profundas implicaciones para la región. Del espectro de las llamadas nuevas amenazas, el narcotráfico es la que más peso ha tenido en la formulación de políticas de seguridad hacia la región y su carácter militarizado, pese a que sus resultados en términos de reducción del narcotráfico han sido cuestionados de manera recurrente desde sectores del gobierno estadounidense, académicos y think tanks (Loveman, 2010; Isacson y Kinosian, 2017; WHDPC, 2020; Walsh, 2022).
El giro decisivo hacia la militarización de la política antinarcóticos se consolidó en la década de 1980. Cuando Ronald Reagan declaró en 1986 que las drogas representaban una amenaza para la seguridad nacional estadounidense, sentó las bases legales para una intervención más agresiva en la región. La Antidrug Abuse Act de ese mismo año otorgó al presidente la facultad de “descertificar” y retirar ayuda económica a países que considerara poco cooperativos. Este marco legal se amplió significativamente bajo la administración de George H. W. Bush, particularmente con la Estrategia Andina de 1989 y la Sección 1004 de 1991, que permitieron al Pentágono destinar recursos propios para entrenar fuerzas de seguridad latinoamericanas y financiar operaciones de interdicción. En 1998 Bill Clinton aprobó la Ley de Eliminación de Drogas del Hemisferio Occidental recomendando que el Departamento de Defensa convierta la lucha contra las drogas en su primera prioridad en el hemisferio. El Documento Santa Fe II (1988) ya había introducido la posibilidad de utilizar las Fuerzas Armadas de EE.UU. para combatir el narcotráfico.
Los grandes ámbitos de injerencia de EE.UU. en América Latina desde finales de los años ochenta e inicios de los años noventa son, tanto las imposiciones de políticas de ajuste estructural en el marco de Consenso de Washington, como el uso político de la “Guerra contra las Drogas” con el condicionamiento e imposición de políticas públicas de reducción de la oferta, erradicación y sustitución de cultivos, interdicción del tráfico y criminalización del consumo. La presión ejercida sobre los gobiernos de América Latina y el Caribe (ALC) para la aplicación de una lista de medidas antinarcóticos es muy similar a la lista que impone el FMI para otorgar ayuda económica a países en crisis (Tellería Escobar y Gonzales, 2015). Al final de la década de los 90, a pesar del discurso sobre derechos humanos y democracia (incluyendo el control civil sobre las fuerzas armadas), la agenda de EE.UU. para el hemisferio se había convertido fundamentalmente en la guerra contra las drogas, el terrorismo internacional, la “estabilidad” y la “promoción de la democracia”, complementada por el compromiso de liberalización comercial (Loveman, 2010).
El principal escenario de esta guerra es la región andina, teniendo a los países fuente de la hoja de coca ―Colombia, Perú y Bolivia― como los destinatarios prioritarios de asistencia antinarcóticos. El peso que tuvo esta primera experiencia de combate frontal al narcotráfico en América Latina puede percibirse en el incremento del 82 % en el presupuesto estadounidense destinado a este rubro entre 1988 y 1992 (Rodríguez Rejas, 2017).
El nuevo siglo trajo consigo la implementación del Plan Colombia en el año 2000 como punta de lanza para la organización del flujo de asistencia militar y asistencia “para el desarrollo” en ALC y que marcará las pautas para la militarización de la región a lo largo del siglo XXI.1 Por su posición geográfica (con salida al océano Pacífico y mar Caribe) Colombia funcionó como trampolín de EE. UU. para la injerencia y control en otros países de la región (Calvo, 2018). Los atentados del 11 de septiembre de 2001 proporcionaron el contexto perfecto para fusionar discursivamente la “Guerra contra las Drogas” con la “guerra contra el terrorismo”, otorgando a Estados Unidos un margen de acción aún más amplio en la región. Es en este marco donde el recién creado Departamento de Suelo Patrio (Department of Homeland Security) se dedicó a amparar institucionalmente el relato del “narcoterrorismo” que se venía articulando desde la década de 1980 (US Department of State, 2003).
La Iniciativa Regional Andina (ARI) lanzada por George W. Bush en 2002 puede ser considerada como primer paso de extensión del Plan Colombia. Según la Casa Blanca: la ARI continúa la ayuda a Colombia, la principal fuente de producción de drogas y violencia, a la vez que aumenta la ayuda a los vecinos de Colombia para fortificar sus esfuerzos por adelantarse a los efectos secundarios del conflicto colombiano (The White House, 2002).
En los últimos años de la administración de Bush, y con continuidad durante la gestión de Obama, la “Guerra contra las Drogas” se extendió desde el epicentro andino hacia México y Centroamérica. En México, la Iniciativa Mérida implementada desde 2007 fue un acuerdo de buen entendimiento, es decir, no fue aprobada por el Congreso mexicano, sino que se trató de un acuerdo entre Bush y Felipe Calderón. En el caso de México, aunque existen precedentes de asistencia contra el narcotráfico, la Iniciativa Mérida en 2007 estandariza la batalla al modo del Plan Colombia. Hasta 2017, el Congreso de EE.UU. implementó más de $1.600 millones de dólares de los $2.800 que se habían asignado en programas antinarcóticos (Ribando y Finklea, 2017). La GCD en el marco de la Iniciativa Mérida se gestó dentro de lo que John Saxe-Fernández denomina espacio político-económico-militar del TLCAN-Comando Norte (Saxe-Fernandez, 2015). Desde México, EE.UU. avanzó con la conformación de la Iniciativa Regional de Seguridad para América Central (Central America Regional Security Initiative, CARSI), implementada desde 2008 en Belice, Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Nicaragua y Panamá.
Es fundamental apuntar que al momento en que la Iniciativa Mérida entra en su segunda etapa (2009-2010), la CARSI comienza a recibir más asistencia para combatir el narcotráfico. El interés estadounidense no es únicamente geopolítico, sino geoeconómico, al propiciar la penetración del capital estadounidense en economías altamente dependientes y volátiles (Romano et al., 2020).
Con Trump la GCD permaneció como uno de los principales lineamientos de seguridad para la región. Muestra clara de ello es que, en medio del caos en EE.UU. por el coronavirus y pocos días después de haber lanzado un “Marco para la transición democrática de Venezuela”, Trump anunció un mega operativo antinarcóticos en el Caribe y el Océano Pacífico (Enhanced Counter Narcotics Operations) con el argumento de que los carteles de la droga se están aprovechando de la pandemia para amenazar las vidas de los estadounidenses (US SOUTHCOM, 2020). La amenaza narcoterrorista también volvió a figurar como gran peligro para el hemisferio. Durante el gobierno de Trump (2017-2021) se destacó la acusación de líderes denominados por la Casa Blanca como “autoritarios” y “populistas” de tener vínculos con el narcotráfico, principalmente Nicolás Maduro en Venezuela y Evo Morales en Bolivia.
Con Joe Biden, si bien hubo un cambio en el discurso hacia un enfoque interno de reducción de daños, aparentemente más humano, el peso de la prohibición de las drogas siguió intacto y la “Guerra contra las Drogas” continuó en ALC (Walsh, 2022). En septiembre de 2021, la administración Biden estableció con el gobierno de AMLO en México un nuevo marco de colaboración enfocado en seguridad y fortalecimiento del Estado de Derecho. Posteriormente, en mayo de 2022, llegó a un acuerdo con el gobierno colombiano de Iván Duque para implementar un conjunto de directrices que orientaron los esfuerzos en seguridad, desarrollo rural, protección ambiental y reducción de la oferta de drogas. A pesar de estos compromisos, las estrategias antidrogas promovidas por EE.UU. y México continuaron priorizando enfoques convencionales como las detenciones selectivas y la interdicción de sustancias ilícitas. En el caso de Colombia, la administración Biden destinó recursos para financiar operaciones militares y policiales de erradicación de cultivos.
En los últimos años, desde EE. UU. se han centrado en atender el problema del trasiego de precursores de fentanilo hacia territorio estadounidense pues se convirtió en un problema real de salud. Desde la administración de Joe Biden se estableció juntamente con México y Canadá el Comité Trilateral sobre el fentanilo (Departamento de Estado, 2023a); el Diálogo Estratégico sobre el Financiamiento Ilícito (Departamento de Estado, 2023b), y la Coalición Global para abordar las amenazas de las drogas sintéticas al margen de la 78va reunión de la Asamblea General de la ONU (Departamento de Estado, 2024). Sin embargo, desde 2019, durante la primera administración Trump, hubo una propuesta desde el Center for the study of weapons of mass destruction para considerar al fentanilo como un “arma de destrucción masiva” (Caves, 2019).
Las muertes por sobredosis son tan solo un indicador de la gravedad del problema. Según datos del National Center for Health Statistics se muestra que las muertes por sobredosis relacionadas al uso de drogas alcanzaron su pico máximo de 164.526 muertes al año en junio de 2023 y desde entonces va a la baja (CDC, 2025). Por fentanilo llegaron a fallecer alrededor de 72.838 estadounidenses en 2022 (National Institute on Drug Abuse, 2022).
Asimismo, en el escenario de disputa hegemónica con China y Rusia, think tanks influyentes como la RAND Corporation han hecho recomendaciones al Departamento de Defensa orientadas a mantener la cooperación antinarcóticos en la región al tiempo que se desarrollan capacidades y relaciones de seguridad para apoyar el éxito estadounidense en la “competencia entre grandes potencias”:
En lugar de considerar a estos países como potenciales pasivos y puntos débiles en la competencia entre grandes potencias, Estados Unidos debería plantearse desarrollar sus capacidades y forjar relaciones de seguridad que vayan más allá de la cooperación en la lucha contra el narcotráfico y la inmigración ilegal para transformar a los países latinoamericanos en activos desde la perspectiva de la competencia entre grandes potencias (Chindea et. al., 2023, p.145-146).
La segunda administración de Donald Trump ha intensificado una narrativa de securitización que amalgama migración, narcotráfico y terrorismo bajo un mismo espectro de amenazas a la seguridad nacional de Estados Unidos. Desde la militarización de fronteras y la expansión de centros de detención hasta la designación de carteles como Organizaciones Terroristas Extranjeras, estas políticas reflejan una continuidad histórica con estrategias anteriores de guerra contra el terrorismo y las drogas, aunque con matices más agresivos y polémicos, profundizando tensiones diplomáticas con países de América Latina.
La asistencia brindada a lo largo de décadas por EE.UU. a América Latina y el Caribe se presenta como un elemento fundamental de la GCD. Más allá de analizar casos emblemáticos como el Plan Colombia y la Iniciativa Mérida, este capítulo propone:
- Enmarcar los mecanismos de asistencia extranjera en torno a las drogas ilícitas en un circuito de transferencias que favorecen los ciclos de acumulación de capital directa e indirectamente.
- Ofrecer un panorama general de los flujos de asistencia antinarcóticos a los países de la región, evidenciando la arquitectura institucional que los sustenta.
- Abordar el caso de Ecuador, como nueva experiencia de un nuevo paradigma. Así como otrora aconteció en Colombia y México, Ecuador experimenta el desarrollo de una estrategia estadounidense para ejercer un control geopolítico con la excusa de la GCD.
A través de este análisis, se busca develar cómo esta política ha sido instrumentalizada no solo como un mecanismo de control sobre el tráfico de drogas, sino también como una herramienta de influencia geopolítica, moldeando las dinámicas de seguridad, soberanía y desarrollo en América Latina y el Caribe a lo largo del siglo XXI.
Asistencia extranjera: una estrategia del capital
Mark Feierstein hizo una de las mayores revelaciones de la política exterior estadounidense cuando en 2011, siendo administrador auxiliar para la política de EE.UU. hacia América Latina y el Caribe, dijo que con la asistencia para el desarrollo no hacían caridad, sino que “cuando ayudamos a la estabilización y crecimiento de otras economías vinculadas a la nuestra, ayudamos a generar mercados para nuestros productos” (Feierstein citado en Romano, 2012, p. 202). No importa si es encubierta de asistencia para el “desarrollo” o la seguridad, los recursos de la potencia norteamericana se otorgan con el objetivo de fortalecer la posición del gobierno – sector privado de EE.UU.
La asistencia extranjera estadounidense ha brindado cobertura a diversas formas de acumulación de capital en las periferias. Bajo el rótulo de la GCD se han criminalizado movimientos políticos y sociales, así como organizaciones guerrilleras, creando amenazas que han sido conjuradas mediante militarización y judicialización. Aunque el tráfico de drogas ilícitas como un negocio capitalista transnacional es, en su segmento de circulación, altamente rentable por su especificidad criminal,2 las estrategias de la GCD encubren procesos de apropiación en otros circuitos económicos. Tales circuitos se corresponden con el acceso y extracción de bienes comunes, provisión de armamentos a Fuerzas Militares y de Policía, así como a la financiarización como patrón general de acumulación de la fase actual del capitalismo.
Como sugiere Dawn Paley al intentar definir la “Guerra contra las Drogas”, las principales víctimas no son las drogas ilícitas “sino las clases trabajadoras, los migrantes, los agricultores campesinos e indígenas” (Paley, 2018, p. 41). La declaración de guerra a una sustancia es un eufemismo que encubre los reales intereses en torno al problema y sus antecedentes. Por ejemplo, los procesos de colonización en Asia y América contaron con el uso de sustancias psicoactivas como el alcohol, el tabaco, el café, el cannabis, la coca y el opio. En América, la caña de azúcar de la cual se extrae el alcohol y se producen distintos licores, fue de la mano de la esclavización en las plantaciones, en Asia, y fundamentalmente en China, el imperio británico instrumentó de modo similar el cultivo de opio. Sin embargo, no fue hasta el auge del modo de producción capitalista que tales cultivos cobraron relevancia ante la escala de producción e intercambio comercial. En su libro Forces of Habit: Drugs and the Making of the Modern World, David Courtwright señala que para 1885 la mitad de los ingresos del gobierno británico provenían de los impuestos sobre bebidas alcohólicas, el tabaco y el té (Courtwright, 2001, p. 4-5). Sin lugar a dudas, estos productos del sistema colonial edificaron el capitalismo europeo.
Paley afirma que la “Guerra contra las Drogas” ha sido nada más que un pretexto para desarticular la resistencia de comunidades rurales que luchan por construir modelos de vida alternativos al capitalismo, especialmente contra los proyectos de extracción minero-energética. Es decir, detrás del pretexto está el despojo como práctica originaria y recurrente en la acumulación de capital; tesis sostenidas por Karl Marx (2008) para explicar el desarrollo del capitalismo inglés y recuperada por Rosa Luxemburgo (1967) sobre la reproducción ampliada del capital, y sobre las cuales se sustenta David Harvey (2004) en El nuevo imperialismo para definir la “acumulación por desposesión”. Es por ello que, como destacan Felipe Martín y Renán Vega, el imperialismo militariza territorios con enormes riquezas naturales para garantizar el control de fuentes de materia y energía que hacen posible el funcionamiento del capitalismo (Martín y Vega, 2016, p. 13). Hay que añadir que para esto las potencias cuentan con estructuras de colaboración periférica, es decir, élites locales consustanciadas con los intereses de clase de los grupos dominantes en el plano internacional.
Las Fuerzas Militares, financiadas por los programas de asistencia extranjera en América Latina, se han convertido en custodias del extractivismo dedicando batallones para proteger la actividad de empresas privadas, incluso, en contra de las manifestaciones de las comunidades afectadas. Cartografías como las realizadas por el Observatorio Latinoamericano de Geopolítica (OLAG) en México o por Martín y Vega (2016) en Colombia, revelan una correspondencia con el despliegue militar en zonas de extracción petrolera, minera y en las principales vías de transporte. Aunque en la mayoría de los países de la región las Fuerzas Armadas tienen entre sus misiones la defensa de los activos estratégicos y la infraestructura crítica de la nación, el problema subyace en la caracterización de los factores amenazantes y los modos de intervención. Dado que las doctrinas militares latinoamericanas son constantemente influenciadas por EE. UU. a través de programas de entrenamiento como el IMET o mediante ejercicios combinados internacionales como el UNITAS, las amenazas son disuadidas con métodos de contrainsurgencia basados en manuales de campo del Ejército de Estados Unidos como el FM 3-24, lo que supone una calificación amplia y difusa de grupos sociales y el empleo desproporcionado de la fuerza. Como afirman Pablo Bonavena y Flabián Nievas, la contrainsurgencia no se limita a las organizaciones armadas, sino que incluye en su definición a las fuerzas sociales que manifiestan una oposición radical al orden social dominante y por ello “el enemigo potencial es toda la población civil. Por lo tanto, el universo de sospechosos abarca al conjunto de la población que será pasible, entonces, de maniobras tendientes al control militar de la misma” (Bonavena y Nievas, 2012).
La militarización es un doble vehículo de la política exterior estadounidense: crea mayor dependencia armamentística y logra una estandarización de valores y procedimientos. Los “socios” de EE. UU. pasan a tener como proveedor predilecto al grupo de empresas del Complejo Militar-Industrial, sometiéndose a condiciones como la restricción de uso de tecnologías de última generación, limitación de armamentos que alteren el balance de poder frente a los mismos EE. UU. y prohibición del desarrollo nacional de partes, repuestos o armamentos adaptables a sistemas provistos; esto explica por qué, más allá de las diatribas del gobierno estadounidense contra China y Rusia, el 90 % de los sistemas de armas de los Estados suramericanos son de origen estadounidense. Por otra parte, esa misma militarización es empleada para la eliminación de enemigos políticos radicalizados.
La provisión militar y los mecanismos de asistencia extranjera en torno a las drogas ilícitas permiten establecer un circuito de transferencias que favorecen los ciclos de acumulación directa e indirectamente. Los mecanismos directos se dan mediante programas de asistencia en seguridad como el Foreign Military Financing (FMF), por el cual el gobierno estadounidense transfiere a las empresas del Complejo Militar-Industrial una masa de dinero siguiendo este mecanismo: primero, habilita recursos a sus aliados periféricos, especialmente con quienes ha suscrito acuerdos bilaterales para el combate al narcotráfico, segundo, estos Estados solicitan a través de la Agencia de Cooperación en Seguridad y Defensa (DSCA) del Departamento de Defensa los sistemas de armas, repuestos, servicios de adiestramiento y mantenimiento a empresas privadas estadounidenses del portafolio del Pentágono, y tercero, transfieren los recursos habilitados. Indirectamente, los recursos proporcionados mediante INCLE favorecen a la constelación de empresas proveedoras locales ―algunas de las cuales son Empresas Transnacionales Militares (ETNM)3 como Northrop Grumman Corp y DynCorp Aerospace Technologies― que ofrecen productos y servicios para la defensa y la seguridad en cada país.
Por otra parte, la GCD se corresponde con cambios sustanciales en los patrones de reproducción del capital (Osorio, 2014), donde la valorización financiera alcanzó una ventaja extraordinaria respecto a la producción de mercancías. En la mayoría de las formaciones económico sociales latinoamericanas se observan patrones como la predominancia de exportación de productos primarios, atracción de Inversión Extranjera Directa (IED) en sectores minero-energéticos, expansión de empresas privadas de servicios, con especial participación de los bancos, y baja industrialización, lo cuál fue acompañado por desregulaciones que incrementaron la informalidad, la concentración de ingresos y en consecuencia aumentó la desigualdad y la pobreza. En ese sentido, cobra especial relevancia la hipótesis de Brian Loveman (2010) cuando afirma que el reposicionamiento estratégico de Estados Unidos en la región a fines de los 90, se basó en la ofensiva del libre comercio en el marco de la agudización de la lucha antinarcóticos. Como dan cuenta las declaraciones de la entonces Secretaria de Estado Madeleine Albright en la fase preliminar del Plan Colombia, la relación bilateral con EE.UU. buscó sostener la lucha antinarcóticos a partir de su calificación como amenaza para la seguridad nacional de ambos países, y avanzar en una agenda comercial y de inversiones (Arias Barona, 2022, p. 106). Esa agenda se tradujo en un Tratado de Libre Comercio (TLC) en 2012, que una década después mostraba signos críticos de profundización de la dependencia, teniendo como logro de la potencia norteamericana que la balanza comercial pasara a ser deficitaria para Colombia. Aunque el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), sepultada en noviembre de 2005 en Mar del Plata (Argentina), prometía un idéntico destino para toda la región, Chile, Perú y Panamá siguieron esa senda.
El sistema financiero también ha sido beneficiario del proceso de acumulación a través del narcotráfico como efecto indirecto de la asistencia extranjera. La adecuación de los sistemas de administración de justicia para promover la delación premiada mediante instrumentos jurídicos como el “principio de oportunidad”, buscan que una persona acusada aporte una colaboración eficaz ante la Fiscalía para identificar toda una red criminal o acusar a otras personas puntuales a cambio de beneficios en la condena. Este esquema, reflejo del sistema penal acusatorio estadounidense, se ha instrumentado en años recientes con el lawfare contra liderazgos políticos y sociales anti establishment, aunque por mucho tiempo ha servido en los mismos EE. UU. como incentivo para narcotraficantes que legalizan sus fortunas adquiridas a cambio de suministrar información de rutas, enlaces y vínculos políticos. De este modo, el sistema bancario estadounidense capta los dólares de la actividad ilícita y los responsables periféricos de las redes de narcotráfico obtienen penas cortas, sin embargo, no se alteran a los grandes capitalistas de la droga dentro de ese mismo país.
Otro modo de apropiación financiarizada del narcotráfico se articula con los paraísos fiscales y las políticas de “blanqueo de capitales”. En los primeros, la creación de shell companies o sociedades fantasma empleando terceros depositantes o testaferros en cuentas con sistemas bancarios flexibles como en Delaware, Wyoming o South Dakota en EE.UU., o a través de cuentas offshore en Panamá, Islas Caimán o Bahamas, se facilita por el secreto bancario y la posibilidad de creación de empresas sin presencia física. El smurfing o fragmentación en pequeños depósitos personales en paraísos fiscales (hasta 10.000 dólares), es una alternativa para evadir controles, aunque implica un mayor número de participantes, lo que también redunda en una distribución del riesgo y una complejización de las estrategias de investigación forense. Por otra parte, la internal collusion o corrupción bancaria constituye otro de los métodos de lavado de activos mediante el soborno o complicidad de agentes financieros. En las segundas, las leyes eventuales de “blanqueo de capitales” que buscan nutrir de divisas los bancos nacionales para capitalizar los sistemas financieros, suelen flexibilizar la declaración de las fuentes de ingresos a cambio de una tasa mínima por los montos depositados alentando la introducción de fuentes ilícitas de distinto tipo. Si bien existen acuerdos con organismos como el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) para combatir el blanqueo y la financiación del crimen transnacional, filtraciones como los Panama Papers en 2016 y los Pandora Papers en 2021 publicadas por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés) han constatado la posibilidad de transgredir las barreras legales así como la existencia de una infraestructura propicia para la acumulación de capital por vía de la evasión fiscal.
La arquitectura institucional de la asistencia antinarcóticos en el siglo XXI4
Desde 2001 hasta 2024 la asistencia militar y en seguridad de EE. UU. hacia ALC fue de 26.026,6 millones de dólares (constantes de 2023), de los cuales 21.076,8, lo que equivale al 80,9 %, se orientó específicamente a la asistencia antinarcóticos. Estos datos demuestran que la “Guerra contra las Drogas” ha permanecido como el eje central de la política de seguridad de EE. UU. en ALC.
Gráfico 1: El peso de la Asistencia antinarcóticos en la Asistencia militar y de seguridad EE.UU. – ALC, 2001-2024
Fuente: elaboración propia en base a ForeingAssistance.gov, 2025.
La administración de Barack Obama (2009-2016) marcó el punto más alto de este compromiso financiero, con un desembolso total de 8,7 mil millones de dólares que superó incluso los 7,6 mil millones de la era Bush (2001-2008). El año 2015, con 1,6 mil millones asignados, representó el máximo histórico anual, superando el pico anterior de 1,5 mil millones alcanzado en 2003 bajo George W. Bush. Esta continuidad presupuestaria entre administraciones demócratas y republicanas subraya el consenso bipartidista en Washington sobre el enfoque prohibicionista, pese a su creciente cuestionamiento en foros internacionales.
Los principales países receptores en el siglo XXI son Colombia (9.801,7), México (3.747,8), Perú (1.876,6), Bolivia (882,6) y Ecuador (546,2).
La región andina fue la destinataria más constante de asistencia antinarcóticos de EE. UU., destacando a Colombia como el principal receptor individual en todo el periodo, con un empuje inicial proveniente del Plan Colombia. Aunque la asistencia se centró significativamente en Colombia, tanto por la concentración de la producción de drogas ilícitas como por la estrategia contrainsurgente, también se dirigió a Perú y Bolivia. En cuanto a México y Centroamérica, se asignaron 6,5 mil millones de dólares, con un notable incremento bajo la administración de Obama, coincidiendo con la Iniciativa Mérida y la CARSI. Los picos de asistencia en 2011 y 2012 se alinearon con los años de máxima violencia relacionada con el narcotráfico en México.
Por su parte, el espacio geoestratégico del Gran Caribe (que incluye México, Centroamérica, El Caribe, Colombia y Venezuela, Antillas y Bahamas) concentró un total de 17,5 mil millones de dólares, reflejando el peso de los programas clave como el Plan Colombia, la Iniciativa Mérida, CARSI y la CBSI, además de la importancia geoestratégica de la región, que alberga nueve de los 14 tratados de libre comercio que EE.UU. mantiene a nivel global.
Gráfico 2: Asistencia antinarcóticos EE.UU.-ALC 2001-2024, el peso del Gran Caribe
Fuente: elaboración propia en base a ForeingAssistance.gov, 2025.
Oficinas que proveen la asistencia antinarcóticos
La arquitectura institucional que sostiene los flujos de la asistencia merece especial atención ya que ha mantenido una notable continuidad operativa más allá de los cambios de administración en Washington. La triada burocrática está compuesta por las siguientes oficinas/burós:
- Oficina de Asuntos Internacionales Antinarcóticos y Aplicación de la Ley (INL, por sus siglas en inglés) del Departamento de Estado que entre 2001 y 2024 destinó 15.876 millones de dólares para la región, lo que equivale al 75 % de la asistencia antinarcóticos.
- Oficina de Antinarcóticos del Departamento de Defensa que brindó 5.177 millones de dólares, el 25 % del total de la asistencia antinarcóticos.
- Agencia de Control de Drogas (DEA, por sus siglas en inglés) del Departamento de Justicia que destinó 22,6 millones de dólares.
Figura 1: Arquitectura Institucional mínima de la asistencia antinarcóticos EE.UU.-ALC
Fuente: Elaboración propia.
Oficina de Asuntos Internacionales Antinarcóticos y Aplicación de la Ley (INL)
INL ha desempeñado históricamente un papel central en la GCD en ALC, así como a nivel global. Su origen se remonta a 1978 con la creación de su predecesora, la Oficina de Asuntos Internacionales de Estupefacientes (Bureau of International Narcotics Matters, INM), cuyo objetivo principal era reducir el tráfico de drogas hacia Estados Unidos desde América Latina. Con el tiempo, la misión de esta oficina se amplió más allá de la GCD, incorporando esfuerzos de estabilización en los Balcanes y la lucha contra la corrupción y el crimen transnacional en todo el mundo. Este cambio de enfoque llevó a su reformulación en 1995, cuando fue renombrada como INL.
Los países con financiamiento más abultado por INL han sido Colombia (6.989 millones), México (2.903 millones) y Perú (1.639 millones).
En el ámbito operativo, la INL funciona a través de la Sección de Asuntos Antinarcóticos (NAS) presente en las embajadas de Estados Unidos en los países asociados. Esta oficina se encarga de coordinar recursos y brindar apoyo técnico y logístico con el fin de combatir el tráfico de drogas y otros delitos transnacionales. Sus actividades actuales se centran en varias áreas clave. Entre ellas destaca la interrupción y reducción de los mercados de drogas ilícitas y del crimen transnacional. En este ámbito, se incluyen iniciativas específicas para abordar la crisis de opioides, particularmente el problema del fentanilo. En cuanto a actividades antinarcóticos, la INL se dedica a coordinar programas de erradicación, interdicción y apoyo técnico en países como Colombia, Perú y Guatemala. En interdicción, sus esfuerzos se extienden a México, Centroamérica y el Caribe, así como a Sudamérica a través de programas bilaterales (Bureau of International Narcotics and Law Enforcement Affairs, s/f).
Adicionalmente, la INL administra el Programa INL Air Wing, que cuenta con una flota de más de 80 aviones y helicópteros destinados a misiones relacionadas con el narcotráfico, el terrorismo, la seguridad fronteriza, la aplicación de la ley y el transporte de personal diplomático. Otros enfoques incluyen la prevención, tratamiento y recuperación del consumo de drogas, el combate al ciberdelito y al tráfico de vida silvestre, así como el desarrollo de herramientas como los Programas de Recompensas de Narcóticos y contra el Crimen Organizado Transnacional.
En paralelo, la INL también prioriza la lucha contra la corrupción y el financiamiento ilícito, desarrollando programas anticorrupción que incluyen diplomacia de alto nivel, financiamiento de proyectos para fortalecer capacidades locales y la colaboración con la sociedad civil, los medios de comunicación y el sector empresarial. En esta misma línea, se llevan a cabo iniciativas contra el lavado de dinero y el financiamiento del terrorismo. Finalmente, la INL dedica esfuerzos al fortalecimiento de los sistemas de justicia penal en los países socios.
El programa de Control Internacional de Narcóticos y la Aplicación de la Ley (INCLE) ilustra cómo las funciones del Departamento de Estado y el Departamento de Defensa de Estados Unidos se entrelazan en la región:
La Oficina de Asuntos Internacionales de Narcóticos y Aplicación de la Ley (INL) del Departamento de Estado se asocia con el Departamento de Defensa para combatir el tráfico internacional de drogas, las organizaciones terroristas y otros grupos delictivos transnacionales al brindar capacitación (y otro tipo de apoyo) para fortalecer las instituciones de seguridad y aplicación de la ley en países clave de América Central y América del Sur (particularmente Colombia). Utilizando fondos para el Control Internacional de Narcóticos y la Aplicación de la Ley (INCLE), los programas financiados por INL están diseñados para mitigar el impacto de las drogas y el crimen internacional al fortalecer la capacidad de los gobiernos extranjeros para identificar, confrontar e interrumpir las operaciones de estos grupos antes de que lleguen a suelo estadounidense. En países como México, donde el narcoterrorismo continúa siendo una amenaza, dicha asistencia se brinda a una gama más amplia de policías y militares, incluidas las unidades y el personal antidrogas. (US Department of State and Department of Defense, 2018, II-3, subrayado propio).
A través del INCLE, la INL colabora con el Departamento de Defensa en la lucha contra el tráfico internacional de drogas, las organizaciones terroristas y otros grupos delictivos transnacionales. Esto incluye la capacitación y el apoyo técnico para fortalecer las instituciones de seguridad y aplicación de la ley en países como Colombia y México, donde el narcoterrorismo sigue siendo presentado como una amenaza. En estos casos, la asistencia se extiende tanto a policías como a militares, incluyendo unidades antidrogas.
Hasta 2014, gran parte de los fondos de INL se concentró en la Iniciativa Andina contra las Drogas (ACI). Sin embargo, a partir de 2013, se observa un desplazamiento del programa INCLE hacia Centroamérica con la extensión de la Iniciativa Mérida, y hacia el Caribe en 2015 con los programas CARSI y CBSI. Este cambio refleja un ajuste en la política antinarcóticos de Estados Unidos bajo la administración de Barack Obama, especialmente durante su segundo mandato.
El año 2015 marcó el punto más alto de financiamiento para la INL, alcanzando un total de 1.427 millones de dólares. Este aumento se debió, entre otras razones, al significativo incremento del 146 % en los fondos destinados a Colombia, que pasaron de 220 millones en 2014 a 541 millones en 20155; al aumento del 122 % en los fondos asignados a México, que subieron de 119 millones a 264 millones en el mismo período; y al alza extraordinaria del 5.423 % en los recursos dirigidos a Perú, que pasaron de 4,4 millones a 243 millones. Asimismo, se inició la implementación del INCLE para los programas CARSI y CBSI, con asignaciones de 135 millones y 39 millones respectivamente, y se distribuyeron 439 millones a través del Programa ACI en países como Colombia, Perú, Bolivia, Ecuador, Panamá, Brasil y Venezuela.
Hasta 2020 prácticamente toda la asistencia de INL se implementaba por el propio Departamento de Estado. A partir de 2021, con Biden se observa que la asistencia pasa a ser canalizada por una amplia diversidad de instituciones entre las que están otras agencias del gobierno de EE. UU. (Departamentos de Justicia, Defensa, Energía, Ejército, Homeland Security, Interior, Agricultura, USAID, U.S. Institute for Peace), y 42 instituciones del tercer sector, empresas y organizaciones internacionales. De las últimas, las que canalizan los montos más abultados son: PAE Government Services, Inc. (63 millones), AAR Corp (27 millones), The Cherokee Nation (22 millones), OEA (19 millones) y United Nations Office on Drugs and Crime (10 millones).
Oficina de Antinarcóticos
La Oficina de Antinarcóticos del Departamento de Defensa, actualmente denominada Oficina del Subsecretario Adjunto de Defensa para la Lucha contra el Narcotráfico y las Amenazas Globales (Office of the Deputy Assistant Secretary of Defense for Counternarcotics and Global Threats),6 es responsable de desarrollar la política de GCD y el crimen organizado transnacional del Departamento de Defensa de Estados Unidos. Si bien su enfoque principal radica en contrarrestar el tráfico ilícito de drogas, sus misiones también abarcan el combate a los flujos financieros ilícitos y el tráfico ilícito de personas, vida silvestre, recursos naturales y armas.
Los países que reciben mayores recursos de esta oficina incluyen a Colombia, con un total acumulado de 2.806 millones de dólares, México (842 millones) y Ecuador (319 millones).
Entre sus actividades principales se encuentra la coordinación y el monitoreo de los esfuerzos del Departamento de Defensa, en conjunto con otras agencias, para la detección y supervisión del tránsito marítimo y aéreo de drogas ilegales hacia Estados Unidos. Estas tareas se llevan a cabo a través del Programa Internacional contra las Drogas del Departamento de Defensa (ICDP, por sus siglas en inglés), cuya implementación en territorio está a cargo de los comandos combatientes geográficos. En el caso de ALC, estas funciones recaen principalmente en el Comando Sur, mientras que el Comando Norte se encarga de supervisar las operaciones en México y las Bahamas.
DEA
La DEA, dependiente del Departamento de Justicia de los Estados Unidos, fue establecida en 1973 como la organización federal encargada de hacer cumplir las leyes sobre sustancias controladas en ese país. Los principales receptores de recursos de la DEA en la región son Colombia, 6 millones, Perú con 2,9 millones y México 2,2 millones.
Su presencia en América Latina y el Caribe se materializa a través de oficinas regionales ubicadas en Bogotá (Colombia), Lima (Perú), Ciudad de México (México) y San Juan (Puerto Rico), además de diversas oficinas nacionales en las embajadas de países como Ecuador, Barbados, Trinidad y Tobago, Belice, Costa Rica, Panamá, Guatemala, Honduras, Argentina, Uruguay, Paraguay, Chile y Brasil.
Aunque la DEA ha estado involucrada en operativos antidrogas desde los años setenta, es llamativo que las bases de datos oficiales solo registren asistencia desde 2008. Una posible explicación es que, hasta esa fecha, la agencia se centraba en operaciones en territorio, sin enfocarse en brindar asistencia a los países socios.
En 2010, durante el gobierno de Rafael Correa en Ecuador, la DEA impartió el Seminario de Investigadores de Desvío de Sustancias Químicas. Ese mismo año, se llevaron a cabo diversos cursos de capacitación para el control de drogas en países como Argentina, Chile, El Salvador, México, Panamá y Perú. Además, se realizaron operaciones extranjeras no especificadas en Argentina, Chile, Colombia, Ecuador, Guatemala, Panamá y Surinam. En 2012, la agencia participó en un entrenamiento dirigido por el Departamento de Defensa en México.
La DEA tiene una presencia significativa en la región a través del programa Special Investigation Unit (SIU), diseñado para desmantelar y desarticular organizaciones de narcotráfico.7 Este programa se ha enfocado especialmente en la región andina, aunque también ha tenido un alcance considerable en otros países. El curso básico del SIU, impartido en la base de la DEA en Quantico, Virginia, tiene una duración de cinco semanas y prepara a los agentes de las fuerzas de seguridad extranjeras para participar en investigaciones complejas de conspiración internacional. Este entrenamiento incluye vigilancia, redadas, identificación de drogas, manejo de laboratorios clandestinos, entrevistas e interrogatorios, manejo de pruebas, tácticas defensivas y primeros auxilios. Al finalizar el curso, los graduados tienen la oportunidad de integrarse a Equipos SIU en diversas regiones del mundo, incluyendo América Latina.
El curso avanzado del SIU complementa la instrucción básica al proporcionar formación adicional en operaciones encubiertas, planificación operativa avanzada, tácticas de entrada, administración de fuentes confidenciales y combate al lavado de dinero. A lo largo de los años, este programa ha capacitado a policías de países como Argentina, Colombia, Ecuador, El Salvador, Guatemala, Honduras, México, Panamá, Paraguay y Perú. En Colombia, se han llevado a cabo entrenamientos más especializados, como el Curso de Analista Avanzado de Wire Room y el Entrenamiento Táctico y de Respuesta a Emergencias.8
En 2022, México disolvió un grupo que trabajaba en conjunto con la DEA y que formaba parte del programa SIU. Este grupo, conformado por más de 50 oficiales, fue fundado en 1997 y compartía información con la DEA. Aunque fue cerrado, otra oficina de colaboración sigue operando dentro de la Fiscalía General de la Nación (FGR) de México.
Otra iniciativa destacada de la DEA en la región ha sido el despliegue del Equipo de Apoyo y Asesoramiento de Despliegue Extranjero (FAST, por sus siglas en inglés), creado en 2005 para combatir el cultivo de opio en Afganistán. A partir de 2008, bajo la administración de Barack Obama, este escuadrón, equipado y entrenado por el Pentágono, comenzó a llevar a cabo misiones secretas en países como Honduras, Haití, República Dominicana, Guatemala y Belice (La Jornada, 08/11/2011). Sin embargo, su participación no ha estado exenta de controversias, como lo demuestra el incidente de 2012 en Honduras, donde agentes del equipo estuvieron involucrados en la muerte de civiles (The New York Times, 24/05/2017).
Ecuador: nueva experiencia de un viejo paradigma
Ecuador ha experimentado, al menos desde 2017, un proceso de injerencia extranjera que ha derivado en un notorio deterioro del Estado social de derecho, caracterizado fundamentalmente por prácticas de lawfare, y una creciente militarización como política principal para enfrentar las organizaciones criminales del narcotráfico que han aprovechado la degradación institucional para ocupar espacios. De manera gradual, pero acelerada desde 2023, se ha implementado el paradigma de la GDC con componentes que se asemejan a las políticas aplicadas en Colombia entre 1999 y 2016 basadas en la militarización, la adquisición de sistemas de armas estadounidenses, la presencia militar extranjera en bases estratégicas y acuerdos de concesión para el ingreso de tropas. Un costado poco destacado también se asemeja al caso colombiano: la asistencia al aparato judicial. Una serie de acuerdos en materia militar, policial y judicial componen lo que podría llamarse el “Plan Ecuador”, una versión transgresora y recargada del Plan Colombia.
Con la presidencia de Lenin Moreno (2017-2021) se retomaron los vínculos con EE.UU. suspendidos por su antecesor Rafael Correa (2007-2017)9, primero, a través de la firma de un Acuerdo de Cooperación en Seguridad en junio de 2018 a partir del cual retomó la participación en ejercicios militares combinados con el Comando Sur, tales como UNITAS, RIMPAC y PANAMAX, y que condujo a la apertura de la Oficina de Cooperación en Seguridad (OSC, por sus siglas en inglés) (Romano y Lajtman, 2018). Un año más tarde, restauró los mecanismos de asistencia extranjera estadounidense en Ecuador al firmar un Memorándum de Entendimiento (MOU, por sus siglas en inglés) en mayo de 2019, lo que habilitó el retorno de USAID (Ministerio de Relaciones Exteriores y Movilidad Humana, 2019).
Con el precedente inaugurado por Moreno, Guillermo Lasso asumió la presidencia en 2021 para fortalecer la agenda de militarización, tanto doméstica como de su política exterior e implementar un programa abiertamente neoliberal. Uno de los pasos más importantes fue la firma del Memorándum de Entendimiento con EE.UU. para fortalecer las capacidades del sector de defensa en el Ecuador en julio de 2023 (U.S. Mission Ecuador, 2023). El acuerdo, que también ha sido llamado Plan de Cooperación, se basa en tres pilares fundamentales del paradigma de las “nuevas amenazas”: narcotráfico, crimen transnacional y terrorismo, y al estilo del Plan Colombia, se destinarían 3.100 millones de dólares en 7 años. Como ha constatado el Observatorio Lawfare, este enfoque ha posicionado a Ecuador como un receptor prioritario de asistencia militar durante la administración Biden a través del Programa de Financiamiento Militar Extranjero (FMF, por sus siglas en inglés), llegando a ocupar la primera posición en la región entre 2022 y 2023 con 310 millones de dólares, por encima de Colombia (Lajtman Bereicoa & García Fernández, 2024).
Esta asistencia es complementada por las transferencias de la Oficina Internacional de Control de Narcóticos y Aplicación de la Ley (INL), que en el bienio 2021-2023 representó 21,2 millones de dólares, destinados al apoyo de operaciones antidrogas, capacitación en interdicción, así como a asistencia técnica y capacitación de jueces, fiscales, policías, guardacostas, militares, analistas financieros y otros funcionarios del sector de justicia penal. Esto da cuenta del reposicionamiento geopolítico de Ecuador, pasando a ser más que un centro geográfico del mundo, un foco de interés para la estrategia de EE.UU. en el hemisferio occidental.
Daniel Noboa llegó al gobierno en noviembre de 2023 para culminar el periodo de mandato de Guillermo Lasso, quien tras aplicar la “muerte cruzada”, disolvió la Asamblea Nacional y llamó a elecciones generales para eludir el juicio político de destitución. El contexto electoral estuvo invadido por la inestabilidad política y la inseguridad, que incluyó el asesinato del candidato presidencial Fernando Villavicencio. El deterioro institucional se profundizó en la gestión de Noboa, sumando al ya instalado lawfare, decisiones autoritarias y el despliegue militar para enfrentar los desafíos de orden público derivados de la violencia generada por los Grupos Delincuenciales Organizados (GDO) ligados al narcotráfico10. Los indicadores muestran un aumento inusitado de muertes violentas, llegando a 47 y 40 por cada 100.000 habitantes en 2023 y 2024, respectivamente, lo que ha ubicado a Ecuador como el país más inseguro de la región.
Noboa asumió con la promesa de terminar con la inseguridad en el país a través del Plan Fénix. Los componentes de esta estrategia de seguridad se estructuraron en el despliegue de las Fuerzas Militares en las calles del país, la construcción de dos mega cárceles donde se pretende imitar el modelo Bukele, la realización de una reforma del Código Orgánico Integral Penal (COIP) que endurezca las penas y la restauración de bases militares para la asistencia extranjera de EE.UU., para lo cual procedió a una reforma constitucional. Si bien se evidenciaron decisiones drásticas a partir del gobierno de Noboa, la agenda de militarización e injerencia extranjera se preparó durante los gobiernos antes reseñados. La siguiente cronología ayuda a comprender el acelerado curso de acción que ha posicionado a Ecuador en la órbita de subordinación al hegemón norteamericano:
- 7 de enero de 2024: uno de los jefes del crimen organizado más peligrosos del país escapó de la cárcel.
- 8 de enero de 2024: declaración de estado de excepción mediante decreto 110.
- 9 de enero de 2024: un grupo de 13 personas armadas y encapuchadas tomó las instalaciones de TC Televisión durante el noticiero del mediodía. En respuesta a la impactante agresión y la proliferación de focos de violencia, el gobierno nacional de Daniel Noboa resolvió emitir el decreto 111 “que moviliza a las fuerzas armadas y policiales para neutralizar a las organizaciones terroristas como objetivos” y declara la existencia de un conflicto armado.
- 15 de febrero de 2024: Noboa recibió en Quito a la Gral. Richardson para ratificar dos acuerdos de seguridad que se habían iniciado con Guillermo Lasso: el Estatuto de las Fuerzas Armadas (SOFA, por sus siglas en inglés) y otro para Operaciones contra actividades Marítimas Ilegales.
- 5 de abril de 2024: Fuerzas de Seguridad irrumpieron violentamente en la embajada de México en Quito secuestrando al ex-vicepresidente Jorge Glas que se encontraba asilado en la sede diplomática. El acto, que violó el derecho internacional público y en particular la Convención de Viena, implicó la ruptura de relaciones con México pero no recibió reclamo alguno por parte de EE.UU. hacia el presidente de Ecuador.
- 16 de septiembre de 2024: dos días antes de cumplirse 15 años del fin de la concesión de la base militar de Manta a los Estados Unidos, el presidente Daniel Noboa anunció el envío de un proyecto de reforma parcial de la constitución a la Corte Constitucional para permitir la instalación de militares extranjeros. El proyecto ingresó a la Asamblea Nacional en octubre, donde ha seguido un trámite lento en comisión. Se prevé que la votación la resuelva la nueva asamblea y de ser positiva, el trámite que debe surtirse es consultar a la ciudadanía ecuatoriana.
- 8 de diciembre de 2024: una patrulla de la Fuerza Aérea detuvo ilegalmente a cuatro menores de edad al sur de la ciudad de Guayaquil.
- 10 de diciembre de 2024: se aprueba el Proyecto de Seguridad Integral en la Región Insular para habilitar el ingreso y operación de tropas extranjeras.
- 24 de diciembre de 2024: la Unidad Especial de Uso Ilegítimo de la Fuerza Pública de la Fiscalía Provincial del Guayas realizó audiencia donde la jueza reconoció la desaparición forzada de Josue Didier Arroyo Bustos (14), Ismael Arroyo Bustos (15), Steven Gerald Medina Lajones (11) y Nehemias Saul Arboleda Portocarrero (15); bajo la responsabilidad del Estado ecuatoriano. Son encontrados cuatro cuerpos en la parroquia de Taura, provincia de Guayaquil, en las inmediaciones de la base aérea con señales de tortura.
- 27 de diciembre de 2024: Consejo de Gobierno del Régimen Especial de Galápagos (CGREG) aprueba Reforma Parcial del Reglamento de Ingreso y Control de Vehículos y Maquinaria en Galápagos.
- 31 de diciembre de 2024: el departamento de criminalística y ciencias forenses de la Fiscalía confirma que la identidad de los cuerpos hallados en Taura corresponden a los menores detenidos-desaparecidos (Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, 2025).
- 13 de abril de 2025: tras desarrollarse la segunda vuelta electoral en medio de un estado excepción que suprime los derechos constitucionales, y habiendo violado la Constitución y el Código de la Democracia que obligan al presidente a solicitar licencia en periodos de campaña, los resultados publicados por el CNE declararon reelecto a Daniel Noboa. En tal circunstancia, la candidata de la Revolución Ciudadana Luisa González denunció fraude y desconoció el resultado; esto marca un punto crítico de descomposición institucional.
La Gral. Richardson, se destacó por ser la jefa del Comando Sur que más visitó la región durante su mandato, en el cual cosechó 3 acuerdos militares claves para consolidar su alianza con el Ecuador, primero con Guillermo Lasso y luego ratificados con Daniel Noboa:
- Asistencia e Interceptación Aérea: autoriza a las fuerzas de defensa y seguridad a recibir asistencia logística para el comando, control y comunicaciones en operaciones de interceptación ―lo que se traduce en la coordinación jerárquica de tales eventos―, así como el financiamiento para la adquisición de equipos y sistemas de armas del sector aeroespacial, como radares y aviones.
- Operaciones contra actividades Marítimas Ilegales: habilita la vigilancia, circunnavegación y operación militar combinada entre la Armada de Ecuador y el Servicio de Guardacostas de los Estados Unidos para enfrentar el narcotráfico y el crimen organizado transnacional. Fue anunciado en septiembre de 2023 durante una mesa redonda de la Fuerza de Intervención del Congreso de EE. UU. para Combatir a los carteles de la Droga Mexicanos que contó con la presencia de Lasso.
- Estatuto de las Fuerzas Armadas (SOFA): otorga privilegios e inmunidad diplomática al personal militar y civil del Departamento de Defensa y sus contratistas, con lo cual en caso de “excesos”, los responsables serán juzgados en EE.UU. bajo su fuero. Estas fueron las mismas condiciones que se aplicaron en Colombia y que se consignaron en el Acuerdo Complementario para la Cooperación y Asistencia Técnica en Defensa y Seguridad de noviembre de 2009, a través del cual se continuaría “permitiendo el acceso y uso a las instalaciones” de 7 bases militares11.
Complementariamente, Daniel Noboa puso en marcha la modificación del artículo 5 de la Constitución para permitir el establecimiento de bases militares extranjeras en territorio nacional12. A partir de la reforma constitucional de 2008 durante el gobierno de la Revolución Ciudadana, se clausuró la presencia militar extranjera y se procedió a revocar el acuerdo de uso de la base de Manta, concedida desde 1999 a Estados Unidos13.
Ecuador ha sido permeada por esta lógica de militarización y es el presidente Daniel Noboa quien ha firmado nuevos acuerdos y ratificado los iniciados por su antecesor para aumentar la presencia de tropas estadounidenses. Lo más reciente ha sido la cesión de una base en la Isla Galápagos que tiene una proyección estratégica en el Pacífico hacia Colombia, y por supuesto, hacia la costa norte del Perú. Además, desde una perspectiva global, el Observatorio Lawfare sugiere analizar éste posicionamiento de EE.UU. como un ángulo dentro del polígono de seguridad Asia-Pacífico que une su estrategia con Australia, India y Japón en la contienda geopolítica contra la República Popular China; al respecto se complementan tanto la alianza militar AUKUS establecida por Joe Biden en 2021 con Australia y el Reino Unido de Gran Bretaña, como el grupo de cooperación Quadrilateral Security Dialogue (Quad), piedra basal del esquema que expandirá su proyección hacia suramérica bajo control de EE.UU.
El “Plan Ecuador”, la estrategia detrás de la “Guerra contra las Drogas”
Aunque en Ecuador existe una separación institucional de los roles de la seguridad y la defensa, desde 2019 se experimenta un creciente involucramiento de las Fuerzas Armadas en seguridad interior, especialmente, para disuadir eventos de protesta social y, según se afirma públicamente, para enfrentar el avance de organizaciones criminales ligadas al narcotráfico. Esto ha superpuesto un enfoque militarista con efectos perniciosos en la población civil.
Al cambiar los enfoques en seguridad y militarizarlos se descuida profundamente la seguridad ciudadana y sobre todo, la perspectiva integral de la seguridad como una situación para la garantía de los derechos populares. ¿Esto por qué ocurre? Porque mientras se fortalecen capacidades para combatir “amenazas” al Estado, como las ciudadanas y ciudadanos que salieron a protestar contra el ajuste fiscal producto de los acuerdos de Lenin Moreno con el FMI y fueron masacrados o encarcelados bajo el rótulo de “terroristas”, lo que hacen son enormes negocios en el ámbito militar, y paralelamente garantizan la expoliación de los bienes comunes como los minerales.
Por otra parte, clasificaciones como “narcoestado” o “estado fallido” sirven como instrumentos justificatorios para la intervención imperialista en América Latina y el Caribe. Así como otrora aconteció en Colombia y México, Ecuador experimenta el desarrollo de una estrategia estadounidense para ejercer un control geopolítico con la excusa de la GCD. Dicha estrategia se verifica como un “Plan Ecuador” donde 1) la injerencia extranjera; 2) la liberalización económica y el endeudamiento externo; 3) el deterioro institucional; y 4) la militarización de la sociedad y securitización de problemas sociales son sus componentes estructurales (Arias Barona, 2025).
Conclusiones
La estructura monumental de asistencia en seguridad diseñada por EE.UU. y el poder colosal de sus instituciones militares no han redundado en aciertos perdurables. Tal vez todo lo contrario. La intensa actividad intervencionista de la política exterior estadounidense en la región latinoamericana y caribeña, tanto a través de la llamada asistencia para el desarrollo como sus formas militarizadas, han agudizado los problemas que ha prometido solucionar, dejan una estela de perjuicios sociales que van desde violaciones a los derechos humanos por agentes extranjeros y locales, hasta la diseminación de doctrinas que estimulan la configuración de amenazas internas que recrean la Doctrina de la Seguridad Nacional y la contrainsurgencia, así como alientan la actuación de militares en la seguridad interior. Colombia y México son ejemplos diáfanos de sus consecuencias.
El análisis de los flujos de asistencia antinarcóticos proporcionada por Estados Unidos a América Latina y el Caribe entre 2001 y 2024 evidencia la continuidad de un enfoque radicalmente militarizado en la política regional de Washington. Según datos oficiales del gobierno estadounidense, recopilados a través de ForeignAssistance.gov, durante este período se destinaron 26,026.6 millones de dólares en asistencia militar y de seguridad a la región, de los cuales un significativo 80,9 % (21,076.8 millones) estuvo dirigido específicamente a programas antinarcóticos. Esta cifra pone de manifiesto que, tras el diagnóstico realizado desde sectores del gobierno estadounidense, thinks tanks y academia, de que la “Guerra contra las Drogas” fue “fallida”, los datos muestran que la estrategia antidrogas de EE. UU. hacia la región permanece securitizada y militarizada.
Este modelo militarizado se enfrenta a varias contradicciones y realidades inquietantes. Por un lado, numerosos estudios han señalado que entre el 60 % y el 70 % de las ganancias del narcotráfico terminan siendo lavadas en el sistema financiero de Estados Unidos. Por otro lado, los periodos de mayor asistencia coincidieron con picos significativos de violencia en los países receptores, como ocurrió en México entre 2011 y 2012, o en Colombia entre 2003 y 2008. Además, se mantiene la paradoja de que Estados Unidos no solo es el principal mercado consumidor de drogas, sino también el mayor proveedor de armas a los carteles que operan en la región.
La revisión de casi un cuarto de siglo de asistencia antinarcóticos sugiere que, más allá de su declarada intención de combatir el tráfico de drogas, esta política ha funcionado como un mecanismo de influencia geopolítica y de control regional. La consistencia en los flujos financieros, su distribución geográfica estratégica y el enfoque militarizado de estas iniciativas indican que sus verdaderos objetivos van mucho más allá de la retórica oficial centrada en la reducción de la oferta de drogas. Se trata de una arquitectura institucional y de relaciones clave en un escenario de disputa con otras potencias mundiales, en una región históricamente considerada como territorio estratégico para EE. UU.
Por lo anterior, es pertinente recordar a Noam Chomsky cuando comentó que “Decir que la guerra contra las drogas ha fracasado es no entender algo”, porque “Uno tiene que preguntarse qué está en la mente de los planeadores ante tanta evidencia de que no funciona lo que dicen que están intentando lograr. ¿Cuáles son las intenciones probables?” (citado en Paley, 2012). Se ha mostrado aquí la intención de construir un formidable sistema de dominación imperialista, para el cual han instrumentalizado la GCD.
Plan Colombia: imperialismo, contrainsurgencia y dependencia
El Plan Colombia fue, en lo formal, un acuerdo de asistencia extranjera entre Estados Unidos y Colombia implementado en 1999 por los gobiernos de Bill Clinton y Andrés Pastrana, sin embargo, realmente constituyó un modo de intervención con el que el gobierno y sector privado estadounidense buscaron afianzar su proyecto de dominación y extenderlo a toda Suramérica. La idea de que el Plan Colombia ha sido un modelo de intervención estadounidense es compartida desde distintas aristas dentro de la academia (Arias Barona, 2022; Delgado Ramos y Romano, 2011; García Pinzón, 2011; Pizarro y Gaitán, 2010; Rojas, 2015; Tickner, 2007; Tokatlián, 2010; Vega Cantor, 2015), no obstante, mantienen polémicas entre sí. Mientras algunas visiones sugieren que ha habido una intervención pactada (García Pinzón, Tickner, Tokatlián y Vega Cantor), otras manifiestan un rol militarizado de la política exterior estadounidense (Pizarro, Gaitán y Rojas), mientras el resto advierten que, más allá de la presencia de élites de colaboración periférica, existe una subordinación construida por la asimetría de poder que durante décadas ha ejercido EE. UU. como potencia imperialista (Arias Barona, Delgado Ramos y Romano).
Aunque Pastrana planteó en 1998 la necesidad de implementar un “Plan Marshall a la colombiana” que priorizara a la población desplazada por la violencia mediante la titulación de tierras y proyectos de activación productiva, e involucrara al campesinado en el plan de sustitución de cultivos ilícitos (El Tiempo, 1998), el documento definitivo fue diseñado por la burocracia del gobierno de Estados Unidos dándole un enfoque antinarcóticos, judicial y en menor medida de desarrollo y paz. Un hecho fundamental que marcó la securitización del plan fue la visita a Colombia del Subsecretario de Estado para Asuntos Políticos Thomas Pickering en agosto de 1999, quien expresó el desacuerdo de su gobierno con las concesiones a la guerrilla de las FARC-EP en la zona de distensión, e insistió en garantizar la ayuda a Colombia si se desarrollaba un plan comprensivo para fortalecer las fuerzas armadas, parar la economía del narcotráfico y luchar contra el tráfico de drogas (The Washington Post, 1999).
De este modo, el titulado formalmente Plan para la Paz, la prosperidad y el fortalecimiento del Estado se convirtió en el mayor programa de asistencia militar de la historia del continente. Aunque las diez estrategias que componen el documento oficial aprobado por el senado de EE. UU. destacan que sus objetivos son 1) el combate al narcotráfico, 2) el apoyo para el desarrollo económico y c) el fortalecimiento institucional, la planificación inicial contempló un gasto de 7.500 millones de dólares en cinco años, concentrados en la modernización y reorganización de las Fuerzas Militares y de Policía para combatir a las guerrillas y las fuerzas sociales identificadas con la izquierda.
El puntapié inicial se basó en un monumental incremento de la asistencia extranjera por 1.300 millones de dólares entre 2000 y 2001, paradójicamente, más del 70 % fue destinado a fortalecer a las Fuerzas Militares, mientras el gobierno desarrollaba los diálogos de paz con las FARC-EP en una región del sur de Colombia. Ante los hechos consumados se puede concluir que el gobierno de EE. UU. buscó emplear una estrategia contrainsurgente y crear un Complejo Militar Industrial Periférico, por una parte, para desmantelar la fuerza armada irregular de ideología marxista más poderosa del hemisferio, y a la vez irradiar su modelo de seguridad hacia la región para contener el avance del Socialismo del Siglo XXI. El siguiente paso sería crear una convergencia económica que permitiera integrar a Colombia y la región, en su órbita de libre comercio. De cierta forma esto lo anticipó la entonces Secretaria de Estado Madeleine Albright a inicios de 1999:
Estamos de acuerdo con el presidente Pastrana en que nuestra relación bilateral tiene que ampliarse para discutir más que los meros asuntos de la lucha antinarcóticos. Ya hemos realizado progresos en ese sentido puesto que hemos iniciado intercambios con el gobierno colombiano sobre una amplia gama de temas de interés común, incluyendo el comercio y la inversión, la lucha antinarcóticos, el desarrollo económico, la protección del medio ambiente y el proceso de paz. Sin embargo, teniendo en cuenta que 80 por ciento de la oferta mundial de cocaína es cultivada, procesada o transportada por Colombia y que entre el 50 y el 70 por ciento de la heroína consumida en la costa este de Estados Unidos es de origen colombiano, seguimos viendo el tráfico de narcóticos como una amenaza para la seguridad nacional en ambos países. A medida que se amplía nuestra relación bilateral, esperamos que nuestra cooperación antinarcóticos se expanda y se intensifique. (Semana N.º 872, 1999, p. 35)
La militarización de las relaciones colombo-estadounidenses no empezó con el Plan Colombia, sin embargo, a partir de este momento se agudizó como nunca antes. El gobierno colombiano selló la subordinación a EE. UU. profundizando una tradición de su política exterior llamada respice polum (mirar a la estrella polar, es decir, mirar al norte)14. Tal vez el factor más influyente ha sido la afinidad ideológica entre las clases dominantes de Colombia y la potencia norteamericana. La profunda asimetría que entraña dicha relación sólo puede ser soslayada por élites de colaboración periférica, que a cambio de un excedente económico y de su status, posibilitan el proceso de acumulación y de profundización de la dependencia por parte de las potencias centrales, en este caso, del gobierno y sector privado estadounidense.
En estas líneas se cuestiona el supuesto éxito del Plan Colombia que reivindican sus precursores y continuadores. La mirada general de lo sucedido que obtenemos luego de que el búho de Minerva ha hecho su vuelo, revela los efectos perniciosos que tuvo esta política, por ejemplo, el informe publicado en 2022 por la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición, indica que la mayoría de las violaciones a los derechos humanos cometidas desde 1985 hasta 2019, ocurrieron durante el Plan Colombia, en particular durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). Según los registros, en casi 35 años hubo aproximadamente 120.000 ejecuciones extrajudiciales, 60.000 personas desaparecidas forzosamente y más de 7,75 millones de víctimas de desplazamiento forzado (Comisión de la Verdad, 2022: 402). Otras afectaciones a la salud humana, a la naturaleza y a las economías locales devienen de la aspersión de glifosato como método de erradicación forzada de plantas de coca; se estima que entre 1999 y 2015 se fumigaron 1.800.000 hectáreas y hasta 2012 se derramaron 15 millones de litros de glifosato (Lajtman & Arias Barona, 2019).
El presente capítulo intenta, en primer lugar, establecer un estado actual de la documentación existente sobre el Plan Colombia tomando materiales oficiales del gobierno colombiano, así como de diversas instituciones y representantes de EE. UU. y organismos internacionales, se recuperan en el análisis múltiples contribuciones académicas de investigadores e investigadoras y también fuentes periodísticas, todas ellas sometidas a la técnica de triangulación para dar solidez a las argumentaciones. En segundo lugar, se busca proveer una perspectiva crítica que polemiza tanto con la mayoría de producciones académicas, como con la ejecución de políticas públicas en materia de política exterior, defensa y seguridad.
Este capítulo se estructura de la siguiente manera: la primera parte expone los motivos que llevaron a EE. UU. a fortalecer su intervención en Colombia, la segunda propone tres claves para el análisis del Plan Colombia considerando la asistencia extranjera, la estrategia contrainsurgente y la mercantilización de la guerra, y la tercera, sintetiza los impactos de la intervención estadounidense enfatizando, por un lado, en los aciertos detrás del fracaso de la “Guerra Contra las Drogas”, es decir, las metas que realmente alcanzaron con la excusa de su cruzada narco-terrorista, y por otro, en las consecuencias sobre los derechos humanos como los llamados falsos positivos.
¿Por qué un plan de intervención “antinarcóticos”?
Al menos cuatro acontecimientos deben considerarse como antecedentes para la formulación del Plan Colombia, de ellos, los tres primeros corresponden al escenario global y regional, y el tercero a la correlación de fuerzas nacional:
- La pretensión de EE. UU. de consolidar su hegemonía hemisférica en el plano económico se sintetizó en su propuesta de un Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA), para lo cual desde 1994 buscaba establecer las condiciones materiales que permitieran crearla.
- La vigencia de la “Guerra contra las Drogas” (GCD) y su militarización a partir de caracterizarla como parte de las “nuevas amenazas” pos Guerra Fría se sumaba a la insoslayable gravitación de la producción de narcóticos de Colombia, donde ya había ensayado experiencias de operación conjunta con la creación del Bloque de Búsqueda, cuerpo de élite policial que logró desarticular el cartel de Medellín con el asesinato de Pablo Escobar en 1992.
- EE. UU. adoptó un nuevo diseño de la proyección militar para su frontera sur mediante el traslado de la Sede del Comando Sur (SOUTHCOM) desde Panamá hacia Miami (Florida) y le asignó un nuevo protagonismo en la coordinación de la agenda del Sistema Interamericano de Seguridad Hemisférica.
- La vigencia de organizaciones político militares revolucionarias cuya ofensiva había roto la primacía de las Fuerzas Militares llevó a concluir al entonces jefe del Comando Sur, Gral. Charles Wilhelm que “el ejército colombiano carece de movilidad e infraestructura para combatir a la insurgencia que tiene más y mejores armas” (Emmerich, 2002, p. 40), por ende, Colombia representaba para Estados Unidos una “amenaza para la seguridad nacional superior a Cuba”.
Tal vez la afirmación más divulgada para contextualizar el Plan Colombia y el rol estadounidense es que el país se había convertido en un “Estado fallido”, sin embargo, tanto dicho concepto como el de “narcoestado”, son instrumentos teóricos de justificación de las intervenciones imperialistas, y no el resultado del análisis crítico. Ya en 2001 Noam Chomsky dedicó un libro entero a desentrañar los verdaderos intereses detrás de la clasificación de Estados fallidos en Asia occidental, y años más tarde el fenómeno fue estudiado aplicado a Colombia por Juan Gabriel Tokatlián (2008) y Norberto Emmerich (2015). El cuadro interpretativo del gobierno estadounidense, sus think tanks y asesores se basaba en que “Colombia pasó de ser un país problema en el contexto internacional, a convertirse en la nación que representa mayores riesgos para la seguridad regional” (Downes, 1999, p. 71).
Como bien destaca la investigadora colombiana Viviana García Pinzón, EE. UU. mantenía una diferenciación de la GCD y la guerra contrainsurgente, siendo la primera un asunto de índole transnacional y la segunda un problema doméstico (2011, p. 112). Por esto mismo, analistas y tomadores de decisión del Departamento de Defensa advirtieron del sentido ambiguo que podría tener el Plan Colombia (Pizarro y Gaitán, 2010), sabiendo que desde mediados de la década de 1980 los diplomáticos estadounidenses (con el embajador en Colombia Lewis Tambs a la cabeza15), clasificaban el problema de Colombia como el de “narcoguerrillas”. El 5 de marzo de 1998, tres meses antes de las elecciones que darían como presidente al conservador Andrés Pastrana, el mismo Gral. Wilhelm presentó en su comparecencia al Comité de Servicios Armados del Senado, una mirada que integraba la idea de “narcoguerrillas”, sugería el empleo de las Fuerzas Armadas en la seguridad interior en coordinación con la Policía Nacional y caracterizaba la permanencia de guerrillas como una amenaza transnacional:
Las FARC y el ELN no son peligrosas únicamente para Colombia, ellas también amenazan a los países fronterizos. Para combatir a estos insurgentes, las fuerzas policiales y militares regionales deben aumentar la coordinación y la cooperación. El Ejército colombiano se encuentra actualmente a la defensiva. Como parte de un enfoque integral de ambos problemas del narcotráfico y la insurgencia, nuestro compromiso con el ejército colombiano abordará las deficiencias que las fuerzas de seguridad colombianas han mostrado en el desempeño de su misión antinarcóticos (US Congress, 1998; Traducción propia, el destacado es nuestro).
Aunque la discusión respecto a la “guerra ambigua”, es decir, encubrir la guerra contrainsurgente bajo el rótulo de la GDC (Pizarro & Gaitán, 2010, p. 143), estuvo abierta durante un tiempo, se disipó en después de los atentados al World Trade Center en septiembre de 2001. Como reacción a este acontecimiento, EE. UU. declaró la Guerra Global Contra el Terrorismo (GWOT, por sus siglas en inglés) y ésta pasó a ser el eje ordenador de su política exterior, aboliendo la vieja distinción.
El análisis de la intervención militarizada estadounidense muestra que la misma se ha valido de un proceso de despolitización de aquello que ha declarado como amenazas. Se pasó entonces del combate al comunismo como “enemigo interno” con la Doctrina Truman desde 1947 a catalogarlo como “narcoguerrillas” con la Doctrina Nixon en la década de 1970, y con el escenario global post-2001 y la National Security Strategy de 2002, lo que se conoce como la Doctrina Rumsfeld-Cebrowski, se reformuló como guerra contra el “narcoterrorismo” (Zacarías, 2013). Esta caracterización es la que ha justificado mayores esfuerzos bélicos y la aplicación de la violencia estatal contra las fuerzas sociales antagónicas o divergentes al orden político dominante.
Al suceder a Andrés Pastrana en el gobierno, Álvaro Uribe negó el conflicto armado interno y asumió la doctrina anti-terrorista estadounidense (este precedente ha evolucionado al punto en que ya no hay contradicción entre conflicto armado y combate al terrorismo como se verifica en el caso de Ecuador desde 2024). Uribe insistió en diagnosticar a las organizaciones guerrilleras como una amenaza “narcoterrorista” para direccionar toda la mayor parte de la asistencia extranjera al fortalecimiento de capacidades de combate. Es pertinente señalar que respecto al Plan Colombia, tanto Bill Clinton, como George W. Bush y Barack Obama mantuvieron una tendencia a jerarquizar la asistencia militar.
El Plan Colombia resultó determinante en el nuevo rumbo que tomaron las relaciones civiles-militares, que se caracterizaron por el protagonismo de la fuerza pública en tres dimensiones:
- con la transferencia extraordinaria de medios por parte de Estados Unidos, así como la provisión de programas de adiestramiento y actualización doctrinaria, especialmente en la primera fase de intervención fuerte (1999-2002).
- con la búsqueda de recuperación de su legitimidad mediante resultados operacionales en las fases dos y tres, que abarcan los dos períodos de Álvaro Uribe (2002-2006 y 2006-2010). Incluso, para recuperar la imagen institucional se realizaron campañas publicitarias como “los héroes en Colombia sí existen” (Gordillo y Federico, 2013).
- con la creación de un complejo militar-industrial, cuyo carácter periférico se encuentra signado por su conexión con la constelación de proveedores que el Pentágono le habilita. Los estímulos del Plan Colombia dotaron al SDS de dos nuevas industrias militares, por un lado, la Corporación de Ciencia y Tecnología para el Desarrollo de la Industria Naval, Marítima y Fluvial en el año 2000, y por otro, la Corporación de Alta Tecnología para la Defensa en 2012, que complementan a la Industria Militar y a la Corporación de la Industria Aeronáutica de Colombia, ambas creadas en el gobierno de facto del General Rojas Pinilla. Como corolario de este aspecto, se creó un viceministerio para la gestión de dieciocho entidades aglutinadas en el Grupo Social y Empresarial de la Defensa, que condensa una rama del poder económico de los militares que dispone de 1% del PBI (Arias Barona, 2022: 158).
Correlatos del Plan Colombia
La activación de la violencia con la solución militarista al problema de las drogas encajó perfectamente con otros objetivos estratégicos del desarrollo capitalista en esta parte del planeta. En primer lugar, la predominancia militar del Plan Colombia quedó fotografiada en las cifras del fortalecimiento bélico del Leviatán: en el año 2000 las FFAA tenían un pie de fuerza de 234.046 efectivos; en 2015 llegó a 505.000 unidades en sus filas de tierra, mar y aire, cuando apenas en el Estado se contaban un millón de funcionarios y funcionarias en total. En cuanto al presupuesto del sector Defensa, el año 2000 cerró con 12,69 billones de pesos colombianos y tres lustros después obtuvo 28,2 billones: más del doble al cerrar el año 2015. A partir de 2016 y en coincidencia con el Acuerdo de Paz de La Habana y otras variables, el pie de fuerza comenzaría a disminuir: en 2023 el Estado sumó 1.329.760 funcionarios y funcionarias y de estas, el 28 % –es decir 366.420– son personal de FFAA. Recordemos que el Plan Colombia llevó al Estado colombiano a tener el 50 % de su personal uniformado, mucho más que en educación y en salud16.
Aquel crecimiento cuantitativo y acelerado de soldados y policías trajo también cambios cualitativos en la degradación de la guerra y, en particular, impactó en la violación a los derechos humanos de la población civil. De acuerdo con el Security Assistance Monitor, entre 2000 y 2020 fueron formados 108.727 militares y policías colombianos mediante el programa de Educación y Entrenamiento Militar Internacional (IMET, por sus siglas en inglés), superando a Afganistán (86.825) e Irak (42.608) (Egar, 2021). La eficaz propagación de conceptos y métodos a través de instructores en toda la tropa ha sido fundamental para configurar una mentalidad admiradora de los EE. UU. y obediente a los fundamentos de la contrainsurgencia.
El crecimiento vertiginoso del pie de fuerza y del presupuesto trajo novedades para el caso colombiano, a saber: el enfoque del sector defensa y el impacto del aumento del gasto militar en la recuperación de la economía nacional. Es nuevo el surgimiento, por ejemplo, del Grupo Social y Empresarial de Defensa (GSED), grupo económico creado en el entorno de la organización logística para atender aquel crecimiento de las FFAA: un negocio con ingresos operacionales de millones de dólares al año. El GSED es un conglomerado de 19 empresas y tiene una variada oferta de servicios, equipos, mantenimiento y material de protección. A lo anterior se suman negocios en el exterior en asesoría militar, entrenamiento y venta de armas, con el objetivo de la autosuficiencia estratégica de las FFAA y la expansión ideológica contrainsurgente. A través del Grupo se ejecuta el presupuesto militar con compras billonarias que terminan dinamizando otros sectores económicos nacionales y extranjeros.
Así se construyó un complejo militar colombiano con los riesgos de conceptos como la autofinanciación, la financiación particular de la Defensa y la privatización de las FFAA. A esta institución de las proporciones mencionadas le preocupó la prospectiva con escenarios de un país en paz y de paso, con la legalización de las drogas: allí apareció la posibilidad de la desfinanciación pública del sector defensa, que hace parte de las contradicciones entre el Estado capitalista y la burguesía que pretende una paz lo más económica posible, o si es posible, gratuita. Las amenazas al presupuesto de la Defensa identificadas por el militarismo se presentan como una justificación de preparación para la autosostenibilidad. En Colombia se promociona un boom de la exportación de Seguridad y Defensa producto del crecimiento de la industria militar, de la aplicación de la ciencia y la tecnología y del entrenamiento en sus escuelas, que durante años han sido convertidas en Escuela de las Américas donde se entrenan y capacitan militares de todo el mundo. Un ejemplo de la exportación, capacidades y disposición para el interés privado lo constituyen los militares colombianos mercenarios que asesinaron por encargo al presidente de Haití en 2021.
Como cierre de este correlato del militarismo, no sobra decir que el fortalecimiento del sector Defensa en Colombia tuvo entonces dos variables clave durante los últimos treinta años: la política exterior y la política contra las drogas. Es tal su incidencia en las agendas bilaterales que hasta hoy no han sido “desnarcotizadas” las relaciones con EE. UU. El crecimiento de las capacidades bélicas contó con el 72 % del presupuesto del Plan Colombia y alistó la internacionalización de las FFAA para ser reconocida como “nación aliada” de la OTAN y realizar ejercicios militares con esta durante los últimos 12 años. En 2013 Colombia participó por primera vez en la reunión de la OTAN y a partir de ahí se han logrado diferentes acuerdos de cooperación militar, en el marco de la política exterior y de Defensa.
Se trata de un alineamiento inducido y asimétrico que generó tensiones en la región debido a que la “Guerra contra las Drogas” es utilizada en la intervención en conflictos internos y de estigmatización y deslegitimación de la oposición antisistémica. Así damos paso a otro correlato, con los hechos que alteraron la política latinoamericana a partir de acciones de guerra bélica, guerra política y guerra económica del Plan Colombia.
El impacto del militarismo en la guerra bélica y en la guerra política, también evidenciaron que el Plan Colombia no era solo para intervenir este país. En esa coyuntura, Colombia llegó a ser considerada “la Israel de América”. La expansión geográfica y el apetito del capitalismo iba más allá de sus fronteras, en un momento donde el Socialismo del Siglo XXI surgió como alternativa al neoliberalismo y a la espacialidad del ALCA. El Plan Colombia encajó en la geopolítica del imperialismo e interfirió en la agenda de integración distinta al “Consenso de Washington”. No era posible ese gran movimiento militar en presupuesto, pie de fuerza y armas –desproporcionado con respecto a la justificación pública con las drogas– sin que los vecinos vieran una amenaza a su soberanía. Hugo Rafael Chávez Frías ganó las elecciones presidenciales de 1998 y asumió el poder el 2 de febrero de 1999. Chávez ya había visitado a Fidel Castro en Cuba y allí fue recibido con honores. EE. UU. conocía el escenario posible de un “militar populista y antiimperialista en el poder” en un país suramericano y su reacción fue el Plan Colombia. Las hipótesis de guerra en la región, formuladas en la prospectiva de la alianza entre Colombia y EE. UU. orientó este gran alistamiento militarista de escala subcontinental con el pretexto de la “Guerra contra las Drogas”.
Veamos un ejemplo de hipótesis de guerra donde la amenaza está ubicada directamente en Latinoamérica: en 2009, el Ministerio de Defensa de Colombia publicó un escenario que denomina Escenario Papaya Partida17, donde se plantea que “… las señales que permiten inferir que el país no toma en cuenta cambios en el escenario regional son percibidas por otros países y alguno de ellos decide ‘partir la papaya’. La agresión externa hipotética ocurriría en el año 2018, el cual coincide con la terminación del proceso de ajustes en el pie de fuerza de las Fuerzas Militares”18. La agresión externa no ocurrió, pero —consecuente con la hipótesis— el sector Defensa diseñó sus presupuestos de inversión, realizó compras de armas, activó unidades y estableció relaciones estratégicas, en un gran gasto militar justificado con la “Guerra contra las Drogas” y con un gran impacto en la victimización masiva.
La actualización de las drogas como pretexto para estigmatizar a las fuerzas progresistas, y el ejemplo del uso ideológico de estas en América Latina, lo presentó el expresidente Pastrana, quien aprovechó la Cumbre Biden–Petro en 2023 y envió una carta abierta al primero en la que vincula a gobiernos progresistas de la región con el narcotráfico, al mejor estilo de los años noventa, como si no hubiera pasado el tiempo y como si desconociera el impacto del Plan Colombia. En la carta sostiene que Petro tiene a Colombia en “un mar de coca” y está al borde de la “narcocracia”; caracteriza a Venezuela “con carteles propios enquistados en el gobierno”; a México le llama “potencia del narcotráfico”; y señala de “narcoguerrilla” a las FARC EP, organización firmante de paz con el Estado colombiano en 2016 en La Habana. Con estas consignas, el expresidente Pastrana termina aceptando que los objetivos altruistas del Plan Colombia fueron subordinados a la lucha antinsurgente y antipueblo que les asiste como poder hegemónico y oligarquía.
En resumen, la “Guerra contra las Drogas” vino a reemplazar a la Guerra Fría y a la lucha anticomunista por “nuevas amenazas”; en la práctica, antidrogas y anticomunismo quedaron mezcladas en la guerra contrainsurgente y anticambio. No fue coincidencia que finalizando los noventa se impulsara una intervención a gran escala con el Plan Colombia, convirtiendo al país en plataforma de lanzamiento de otras intervenciones en América Latina. Son numerosos los hechos de injerencia, infiltración, operaciones psicológicas, entrampamientos, golpes de Estado, golpes blandos, sabotaje, propaganda, financiación de contras y oposición política, justificándose con el miedo a las drogas y señalando de narcotraficantes a los procesos antisistémicos. Hoy se genera por lo menos expectativa con el reposicionamiento de fuerzas progresistas en los gobiernos latinoamericanos, al mismo tiempo de un nuevo ambiente internacional para discutir cambios en la atención a este problema. Bienvenidos sean, incluyendo el compromiso de no repetición de las intervenciones militares en los conflictos internos. En tercer lugar, para terminar con este punto de los correlatos, aquí se parte del concepto según el cual la doctrina y la estrategia militar están en estrecha relación con el modo de producción. En 1991, tan solo ocho años antes del inicio del Plan Colombia, este país cambió su Constitución Política para institucionalizar el neoliberalismo. La resistencia militar de la insurgencia y la movilización popular habían impedido el logro del control territorial requerido en el despojo de tierras, en la explotación de recursos naturales y en la erradicación forzada de la coca: contra esta resistencia también iría el Plan Colombia. Ya en el nuevo siglo, toda la fuerza militar fue utilizada para la expansión geográfica del Estado neoliberal hacia las nuevas espacialidades, el alistamiento del territorio para el desarrollo extractivista, el boom minero energético, la construcción de macroproyectos de infraestructura y las economías de enclave. El Estado aprovechó y atendió sus propias necesidades de poder político y militar sobre el territorio. Temas y problemas estos muy distantes de los tratados en una política antidrogas preocupada por la juventud de EE. UU.
El militarismo del Plan Colombia alistó con terror ―y “chorreando sangre”, diría Marx― las condiciones de seguridad para atraer la inversión capitalista. El fortalecimiento del sector Defensa y su expansión geográfica facilitaron el aumento veloz de la inversión extranjera al doblar su participación en la economía en esos quince años, en especial en la inversión en el sector de minas y energía. Así facilitó el crecimiento económico, donde el PIB pasó de estar en 1999 de -4,2 % al 5 %19 con el inicio de la implementación del Plan. Fue un momento en el cual los ingenieros militares se convirtieron en explosivistas de las transnacionales del extractivismo, además de que cumplían sus funciones clásicas de seguridad a la infraestructura del saqueo capitalista. No es un dato menor que con esa presencia militarista EE. UU. se aseguraba por lo menos un millón de barriles diarios de petróleo desde Colombia, en un momento convulsionado en la región con productores como Venezuela y Brasil. Al boom minero energético contribuiría Europa con la importación del carbón, lo que llevó a Colombia a convertirse en el cuarto productor y exportador de ese mineral. En ese proceso exitoso, empresas de explotación carbonífera como la estadounidense Drummond hoy se encuentran en procesos judiciales debido al financiamiento de grupos paramilitares que desplazaban población de territorios donde luego construyeron instalaciones de la empresa; al mismo ritmo que asesinaban la oposición sindical y popular a la explotación de los recursos naturales, según propias acusaciones de la Fiscalía General de la Nación20.
Claves del Plan Colombia (1999-2016). La intervención estadounidense cambia de forma, pero nunca de intención
El Plan Colombia se desarrolló en cuatro fases caracterizadas por el modo de intervención estadounidense. Haciendo una síntesis de las periodizaciones propuestas por Vega Cantor (2015), Rojas (2015) y Arias Barona (2022)21 se proponen la siguiente secuencia: 1) intervención militarizada (1999-2002); 2) intervención con “terrorización” + intervención blanda (2002-2006); 3) consolidación, también denominada de “nacionalización” del Plan Colombia (2006-2010); y 4) liberalización (especialmente desde 2012 con el TLC). La última, corresponde a un escenario estratégico para el desenvolvimiento de una nueva fase de acumulación, caracterizada por un cambio en la naturaleza del conflicto armado interno tras un Acuerdo de Paz con las FARC-EP.
De acuerdo con el reporte del Congressional Research Service (CRS) de noviembre de 2019, el Congreso de los Estados Unidos otorgó más de US$10.000 millones para el Plan Colombia entre los años 2000 y 2016, de los cuáles 20 % fueron financiados a través del Departamento de Defensa y la mayor parte por el Departamento de Estado, lo cual ubicó al país suramericano como el primer receptor de ayuda militar de EE. UU. Se verá a continuación cómo la asistencia extranjera operó como mecanismo de intervención y desenvolvimiento de otras estrategias para fortalecer la dependencia de Colombia y debilitar las fuerzas políticas antagónicas.
A partir de aquí se presentan las tres claves principales que ordenan cada periodo de implementación y ajuste de los objetivos de la intervención estadounidense.
a. La asistencia extranjera
Decía Noam Chomsky que a partir del Plan Colombia la nación latinoamericana pasó a recibir “más ayuda militar de Estados Unidos que el resto de América Latina y el Caribe juntos. En total para 1999, alcanzó aproximadamente USD 300 millones, además de USD 60 millones en venta de armas, un incremento tres veces mayor con relación a 1998” (Chomsky, 2000, p. 9). En el mismo período, el Programa Internacional de Control de Narcóticos y Aplicación de la Ley (INCLE, por sus siglas en inglés) pasó a concentrar el mecanismo de asistencia extranjera por su amplia cobertura. Los datos del Security Assistance Monitor son reveladores al respecto: de cada 10 dólares destinados a la asistencia en seguridad en 1999, 6,3 iban al INCLE; en el año 2000 la relación ascendió a 8,9 dólares de cada 10 (Lajtman Bereicoa & Arias Barona, 2019).
La asistencia estadounidense se convirtió en el combustible de una colosal transformación basada en el protagonismo de la Fuerza Pública (Fuerzas Armadas y Policías) desde el plano operativo hasta el psicosocial. Precisamente, el cambio más importante se dio en la asistencia militar estadounidense hacia Colombia, como advierten Pizarro y Gaitán, por “la remoción de la condición, por primera vez desde el final de la Guerra Fría, de que la ayuda militar a Colombia estuviera sujeta a su exclusiva utilización en la guerra contra las drogas”, algo que Bush transgredió para borrar la “línea invisible” que “separaba formalmente o, en la práctica, a la lucha antinarcótica de los programas contrainsurgentes.” (Pizarro y Gaitán, 2010, p. 157). Éste es un punto de contacto de tres aristas esenciales en la ejecución del Plan Colombia: 1) porque presenta de forma diáfana la intervención estadounidense en el conflicto armado colombiano usando este mecanismo, 2) porque expone el enfoque contrainsurgente que toma dicha estrategia y que se agudiza con el señalamiento de las guerrillas como organizaciones narco-terroristas, y 3) porque a partir de estos componentes se formula la Política de Defensa y Seguridad y Seguridad Democrática.
El Plan Colombia alteró la jerarquía de las políticas estatales y por ende la asignación de fondos para las distintas áreas de la administración pública. Como se mencionó al inicio de este apartado, Estados Unidos realizó un voluminoso y extraordinario aporte económico a Colombia para la ejecución del Plan, sin embargo, el Estado colombiano asumió las nuevas prioridades y sus consecuencias presupuestarias. Tan pronto como se activó la asistencia militar y para el desarrollo, el Gasto en Defensa y Seguridad (GDS) inició un proceso exponencial que le obligó incluso a aplicar gravámenes para fondear el sostenimiento de un poder militar y policial en expansión. Fue particularmente durante la implementación de la Política de Defensa y Seguridad Democrática que el presupuesto del Sector Defensa y Seguridad (SDS) se incrementó más aceleradamente, posicionando a Colombia en el segundo país que más recursos económicos destina al respecto después de Brasil en la región suramericana (Arias Barona, 2022, p. 111).
Figura Nº 1. Presupuesto de defensa y seguridad de Colombia (1997-2017)
Fuente: elaboración propia con base de datos del SIPRI (2019).
Al analizar los datos de Security Sector Assistance (programas de ayudas militares y de seguridad) proporcionados por el Security Assistance Monitor para Colombia entre los años 2000 y 2016, se observa que más de 6.600 millones de dólares fueron transferidos solo a través INCLE y que en promedio recibió 1,4 millones de dólares al año por el programa de Educación y Entrenamiento Militar Internacional (IMET). En este periodo, los dos principales programas de asistencias antinarcóticos sumaron 8.589 millones de dólares, 1.000 millones más que lo estimado inicialmente para todo el Plan Colombia. Como se observa a continuación, INCLE del Departamento de Estado, acaparó el mayor volúmen de asistencia con fluctuaciones extraordinarias que coinciden con coyunturas de mayor agresividad en la PDSD, mientras que la Sección 1004 suministrada por el Departamento de Defensa y originalmente creada para fortalecer a las fuerzas de seguridad y apoyar operaciones de interdicción, se mantiene casi constante.
Figura Nº 2. Evolución de asistencia extranjera antinarcóticos . INCLE / Section 1004 (1999-2016)
Fuente: elaboración propia con datos del Security Assistance Monitor.
Como se ha advertido, a pesar de los monumentales recursos provistos por EE. UU., la mayor contribución realmente la ha hecho el Estado colombiano. La siguiente figura permite entender la proporción de la asistencia extranjera en comparación con la evolución del Gasto en Defensa y Seguridad para dimensionar la magnitud de recursos destinados al sector:
Figura Nº 3. Comparación del GDS y la asistencia militar de EE.UU. (1998-2016)
Fuente: elaboración propia con datos del Security Assistance Monitor y la base de datos del SIPRI 2019.
Desde el inicio del Plan Colombia, el programa INCLE destinó partidas importantes a la compra de insumos para la erradicación de cultivos declarados ilícitos, tanto voluntaria como forzosa. Vale aclarar que el segundo modo de erradicación puede hacerse manualmente o vía aspersión aérea con glifosato. También es pertinente indicar que el 53 % de los insumos se compran a compañías estadounidenses y, en el caso de las aspersiones, se ha llegado hasta contratar empresas y pilotos extranjeros como en el caso de DynCorp. Más adelante se verá que este no es el único mecanismo mediante el cual la asistencia vuelve en forma de contratos a empresas estadounidenses, mostrando un circuito que nace en las partidas aprobadas por el Congreso de EE. UU., pasa a Colombia y retorna al país de origen como ganancia para las empresas proveedoras del Pentágono.
La asistencia extranjera ha sido un instrumento de intervención para profundizar la dependencia, cuyo objetivo es expandir su sistema económico, político e ideológico. Esta dinámica es complejizada por un mecanismo económico que, amén de la reserva estratégica de recursos naturales que representa el continente en general y Colombia en particular, “también es clave tanto en términos de la realización como de la transferencia de excedentes, dígase por medio de la IED, la transferencia de tecnología y el pago de la deuda”, a lo que se añade el singular “negocio de la seguridad y la ‘guerra’ que normalmente se libra en esos espacios.” (Delgado Ramos & Romano, 2011, p. 91).
b. La estrategia contrainsurgente
Lo primero que corresponde aclarar es qué se define como contrainsurgencia. Si bien el concepto ha sido empleado por las Fuerzas Militares de modo sistemático desde la década de 1950, éste no se resume a un aspecto meramente armado. Desde el punto de vista doctrinal, la concepción del insurgente contenida en la teoría de la seguridad nacional y la representación estratégica de las amenazas en enemigos internos, ha tenido un sentido tan amplio que involucra a sujetos no armados, es decir, la calificación de insurgencia alcanza a fuerzas sociales que desafían con sus ideas y programa de lucha política al orden dominante. El primer problema de esta interpretación es que asume la noción de enemigo como un antagonismo existencial, es decir, la enemistad se efectúa en el exterminio del otro (Schmitt, 1984, p. 39). El segundo problema deriva en que la guerra contrainsurgente contemporánea “se libra contra un enemigo ‘invisible’” y, en ella, “el enemigo potencial es toda la población civil. Por lo tanto, el universo de sospechosos abarca al conjunto de la población que será pasible, entonces, de maniobras tendientes al control militar de la misma” (Bonavena & Nievas, 2012). Las formas que toma el medio social en que se desarrollan las organizaciones armadas ha llevado a los promotores de la versión actualizada de la Doctrina de la Seguridad Nacional a señalar a la población simpatizante como elementos insurgentes, no sólo extendiendo la definición, sino que han servido de justificación para la ejecución de operaciones que criminalizan a sujetos como campesinos, trabajadores o estudiantes.
La primera fase del Plan Colombia no significó una gran inversión en Ciencia y Tecnología para el SDS, sino para la adquisición, actualización y modernización de capacidades y para la reorganización y adecuación doctrinaria militar. Esto impactó en la incorporación de nuevos sistemas de armas, la construcción de batallones de contraguerrilla, formación y capacitación para nuevas unidades tácticas y todo lo concerniente con la reforma del Sistema de Defensa y Seguridad que más tarde se reflejó en la Doctrina de Acción Integral y la incorporación de los estándares de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).
Los primeros impactos sobre la capacidad militar en la lucha contrainsurgente fueron notorios y divulgados por la prensa nacional. De acuerdo con la revista Semana “El Plan Colombia, la nueva tecnología, la asesoría de los gringos, las siete Brigadas Móviles (cuatro nuevas) y el aumento en el número de soldados profesionales (en los últimos tres años pasaron de 21.000 en 1998 a 55.000 en 2001) han fortalecido la logística y el pie de fuerza de los militares” (Semana, 2002, p. 21). La asesoría estadounidense se enfocó en la búsqueda de superioridad estratégica mediante la reingeniería militar en el ámbito aéreo, logrando revertir graves desequilibrios con que contaba el Estado, para ello dotó a Colombia de 4 aviones de transporte C-130 Hercules, 20 helicópteros de combate Black Hawk, 50 helicópteros multimisión UH-II Huey II, 7 Vehículos Aéreos No Tripulados (VANT), entre otros (Departamento Nacional de Planeación, 2016, p. 3). La nueva situación operó como telón de fondo de la ruptura de las negociaciones de paz con las FARC y tras la suspensión definitiva de la “zona de distensión”, se habilitó el discurso mediático de la “Guerra Total” como una posibilidad para acabar con la insurgencia, política que continuaría el siguiente gobierno con Uribe al mando.
Como ha afirmado con atino Vilma Franco Restrepo, la intervención extranjera y las políticas gubernamentales han propiciado la configuración de un orden contrainsurgente para favorecer al capital (Franco Restrepo, 2009). Sin duda que uno de los acontecimientos que agudizó la intervención contrainsurgente fue el 11 de septiembre de 2001, que entre otras fue utilizado por el gobierno de George W. Bush para reactivar su misión de “policía internacional”, esta vez, desplegando sus tentáculos alrededor del planeta para “combatir al terrorismo”.
Aunque ya se ha dicho, “el resultado ‘oficial’ más significativo de los trágicos sucesos del 11 de septiembre fue que despejaron el camino de Washington para que se encargara de las guerrillas”, una nueva representación de la amenaza según la cual “ya no eran consideradas fuerzas insurgentes sino movimientos terroristas financiados por el tráfico de drogas” (Pizarro & Gaitán, 2010, p. 148). En concordancia con esto, la embajadora de EE. UU. en Colombia, Anne Patterson, afirmó en diciembre de 2001 que tildar a la guerrilla y los paramilitares como terroristas tenía por objeto justificar la existencia del Plan Colombia y fortalecer la asistencia militar (Semana, 2001, p. 41).
Todo esto quedó condensado en la National Security Strategy publicada en 2002 por la administración Bush, que además de justificar la “guerra preventiva” contra el terrorismo, incluyó una caracterización de Colombia que sustentaba el giro respecto a la asistencia militar en este país. El documento reconoce “el vínculo entre grupos terroristas y extremistas que desafían la seguridad del Estado y las actividades de tráfico de drogas que ayudan a financiar las operaciones de tales grupos”, y asume “ayudar a Colombia a defender sus instituciones democráticas y derrotar a los grupos armados ilegales” (The White House, 2002, p. 10).
La evolución de este planteamiento se reflejó en la Doctrina de Acción Integral presentada por el Gral. Mario Montoya siendo Comandante del Ejército Nacional en 2007. A pesar de que la conceptualización se basaba en la clásica formulación de Karl Von Clausewitz sobre la integración del tridente Estado, Ejército y Pueblo, se concentraba en la actitud ofensiva de las Fuerzas Militares cuyo objetivo final era “DERROTAR MILITARMENTE LA AMENAZA” (Montoya Uribe, 2007, p. 20; las mayúsculas son del original), y mucho menos en la integración social mediante la presencia institucional no militarizada. Por otra parte, se soportaba en el Plan Lazo, primer proyecto “autóctono” de contrainsurgencia basado en la sistematización de la experiencia en la Guerra de Corea hecha por el General Alberto Ruiz Novia en 1964, así como en el US Army Field Manual 3-24, conocido como Manual de Campo de Contrainsurgencia actualizado para las operaciones en Afganistán e Irak.
El empleo unificado de la calificación de narcotraficantes y terroristas hacia las organizaciones insurgentes, derivó en la criminalización generalizada de los movimientos sociales que apoyaban la solución política negociada del conflicto a través de un acuerdo de paz. Del mismo modo, aquellas organizaciones opositoras a la política militarista del gobierno y acogidas dentro de los programas históricos de la izquierda, eran asociadas como “brazo político” o socios de las guerrillas, por lo cual padecieron una feroz criminalización en el marco de la Doctrina de Acción Integral. Estos hechos han sido denunciados incluso por organismos estadounidenses y contenidos en reportes de balance del mismo Plan Colombia como efectos lesivos de la política contrainsurgente por violar los derechos humanos.
c. La mercantilización de la guerra
En el célebre capítulo XXIV de El Capital, Karl Marx afirma acertadamente que la violencia es una potencia económica (Marx, 2008, p. 940). La densidad de esta frase refiere al ejercicio del poder y la dominación que entraña el capital y su propia naturaleza despojadora que hace a sus ciclos recurrentes de acumulación, tesis desarrollada por Rosa Luxemburg en La acumulación del capital y recuperada hace un par de décadas por David Harvey bajo el concepto de acumulación por desposesión (2004). Las guerras contemporáneas siguen cumpliendo ese objetivo: garantizar el proceso de acumulación de capital.
Mientras los EE. UU. han establecido un régimen económico de guerra permanente apalancado por el Complejo Militar-Industrial, en las periferias han alimentado conflictos para generar demanda a las corporaciones satélites del Pentágono, a la vez que garantizan el acceso a fuentes de riqueza y abren las puertas para el mercado de sus productos (Barnet, 1976; Cox, 2014; Magdoff, 1969; Melman, 1972). Por ello cobra suma relevancia que, concomitantemente al Plan Colombia y luego a la GWOT, el imperialismo estadounidense trazara como derrotero la expansión del neoliberalismo en una fase de globalización avanzada y la conformación de un Área de Libre Comercio para las Américas.
La economía política de la guerra ha adquirido una estructura multiforme y una extensión espacial transnacional. Aunque el epicentro convencionalmente se ubica en esa amalgama entre gobierno-sector privado del Pentágono y el Complejo Militar-Industrial, la militarización de la política exterior estadounidense ha contribuido a la proliferación de conflictos que demandan provisión de medios e insumos, mantenimiento, capacitación y adiestramiento de tropas, entre otros, que han creado nodos periféricos de esa dinámica22. Algunos de estos se han convertido, como en el caso de Colombia, en un Complejo Militar-Industrial Periférico con capacidad de atender de modo tercerizado la provisión de bienes y servicios del SDS en la región (Arias Barona, 2025, p. 13). Este es uno de los componentes menos expuestos de la dinámica del Plan Colombia que llevó a desarrollar nuevas industrias militares como la Corporación de Ciencia y Tecnología para el Desarrollo de la Industria Naval, Marítima y Fluvial (COTECMAR) en el año 2000 o la Corporación de Alta Tecnología para la Defensa (CODALTEC) en 2012. La fase de “nacionalización” del Plan Colombia incluyó la reorganización de las 18 entidades entre las que hay industrias, empresas comerciales, logísticas, turísticas y de servicios sociales en un Grupo Social y Empresarial de la Defensa (GSED) que cuenta con un viceministerio exclusivo dentro del Ministerio de Defensa y administra un presupuesto de 1% del PBI.
Pero el mercado de la guerra no ha sido una prerrogativa exclusiva del Estado. Los primeros años del Plan Colombia tuvieron como característica el arribo de múltiples Empresas Transnacionales Militares estadounidenses (Cruz Cruz, 2008) y agencias gubernamentales que bajo el eufemismo de “contratistas” desarrollaban misiones de erradicación, entrenamiento e interdicción, aunque también cumplían tareas de transporte aéreo y logística, búsqueda y rescate, vigilancia, control, comunicaciones y reconocimiento de terreno, entrenamiento, evacuación médica y mantenimiento de aeronaves (Bigwood, 2001). Estos servicios eran prestados fundamentalmente por DynCorp y Northrop Grumman, aunque con el tiempo fueron estableciendo filiales con asociación de empresarios locales.
Las empresas de seguridad privada han conseguido asentarse en este mismo contexto absorbiendo la fuerza de trabajo formada por su experiencia en la guerra. Para 2022 la Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada reportaba que las empresas del sector representaban 1,2 % del PBI y contabilizaba más de 390 mil empleados formales (Superintendencia de Vigilancia y Seguridad Privada, 2022); aunque por los niveles de informalidad del país que rondan el 55 %, se estima que puedan ser muchos más. Por otra parte, existe una alta concentración de las ganancias: el 18 % del total de estas empresas acapara el 79 % de los ingresos totales (Portafolio, 2023). Además, empresas extranjeras como Fortox, G4S, Prosegur y Securitas concentran casi el 8 % de los ingresos totales.
El mercado de la Seguridad y la Defensa está motorizado por la acumulación de capital más que por las amenazas reales a las sociedades y Estados. Esta lógica se inscribe en la dinámica propia del imperialismo en cuanto recurre en dos sentidos al robustecimiento del aparato militar: para someter a otros Estados en la competencia por la hegemonía global y para aplacar las resistencias internas al avance del capital.
10 impactos de la intervención estadounidense en Colombia
Estados Unidos ha interferido en el desarrollo de un proyecto independiente latinoamericano y caribeño desde hace dos siglos con la implementación de la Doctrina Monroe, que en Colombia ha tenido una continuidad con momentos de agudización. La élite del poder ha compatibilizado sus intereses con los del gobierno-sector privado estadounidense para sostener la dependencia, como lo confirman las posturas de política exterior de inicios del siglo XX como la respice polum (1918-1921) o el “elogio estadounidense” (1938-1942) que forjaron lo que ha sido una tradición.
Impacto 1: la asistencia extranjera de EE. UU. es un instrumento imperialista para favorecer su proceso de acumulación capitalista mediante un mecanismo de transferencia de recursos del Estado estadounidense, usando como puente los conflictos militarizados de las periferias, y que concluye en las principales compañías contratistas del Pentágono, es decir, del Complejo Militar-Industrial.
Impacto 2: la formación de militares y policías en y por EE. UU. ha ejercido un rol estandarizador y homogeneizador, que mientras adiestra a las fuerzas en el empleo de las armas y las tácticas de combate, a la vez las encuadra ideológicamente alentando su simpatía por la nación dominante. De este modo se reproduce en las filas la admiración por el modelo estadounidense y se instruye como modelo ideal la concepción contrainsurgente.
Impacto 3: la intervención estadounidense en Colombia con el pretexto de la GCD también ha sido un laboratorio de aprendizaje para sus fuerzas militares y sus agencias de inteligencia. Las resistencias y dificultades sorteadas, han puesto a prueba y han demandado ajustes de la doctrina contrainsurgente.
Impacto 4: con el Plan Colombia, EE. UU. condujo el proceso de creación de industrias del SDS, así como su organización centralizada en el GSED. Sin la intervención estadounidense no existiría en Colombia un Complejo Militar-Industrial Periférico capaz de adquirir insumos extranjeros y proveer a las fuerzas propias como a terceros en la región mediante un encadenamiento productivo.
Impacto 5: Colombia se posicionó como proveedor subregional de bienes y servicios de Defensa y Seguridad en países como Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras, Panamá y Paraguay; una capacidad que implica la tercerización de la asistencia extranjera estadounidense en la región.
Impacto 6: a pesar de representar la mayor asistencia militar en la historia del hemisferio occidental, el Plan Colombia permitió a EE. UU. generar las condiciones para la puesta en marcha del Tratado de Libre Comercio (TLC) entre ambos Estados. Esta meta premeditada por la conducción política del hegemón norteamericano dejó dos fenómenos observables, el primero, es que desde 2010 implementó una disminución drástica de la asistencia en seguridad que se acompañó de una mayor Inversión Extranjera Directa, mientras el segundo, muestra que con el TLC se revirtió la balanza comercial colombo-estadounidense pasando a un déficit por incremento de las importaciones desde la nación periférica, como se constata en el siguiente gráfico.
Figura N° 7. Importaciones / Asistencia Extranjera entre Colombia y Estados Unidos
Fuente: elaboración propia con datos del Security Assistance Monitor y el DANE.
Impacto 7: uno de los aspectos de mayor relevancia ha sido, más que la preservación, el endurecimiento de las prerrogativas que habilitan la participación de las Fuerzas Militares y de Policía en la toma de decisiones, aunque se presenten como simples subordinados a la conducción civil. El diseño y ejecución de la política de Defensa y Seguridad, así como la gestión de recursos de las empresas del GSED y su articulación con la red proveedores privados, verifican un poder propio y un grado de autonomía incrementado con el Plan Colombia.
Impacto 8: si bien los objetivos de la Doctrina de Acción Integral no se alcanzaron (derrota militar de la amenaza), el giro estratégico de las élites del poder que posibilitó el proceso de paz entre 2010 y 2016, decantó en el desarme material de la guerrilla más poderosa del hemisferio y la principal amenaza al Estado colombiano. En ese sentido, la contrainsurgencia logró contrarrestar la ofensiva ideológica de las organizaciones rebeldes (armadas o no). Por ello es preciso entender la intervención estadounidense también como una disputa político-ideológica contra los proyectos de revolución social e ideología radical.
Impacto 9: con el nuevo escenario estratégico se inició un proceso de transformación y modernización doctrinaria que redujera la predominancia de la contrainsurgencia para conformar una “fuerza multimisión”. Con este horizonte se buscó la incorporación de Colombia a la OTAN, alcanzando el estatus de Global Partner (Socio Global) en 2017 y de Major Non-NATO Ally (Aliado Principal Extra OTAN) en 2022. Ambas categorías no sólo posibilitan acceder a ejercicios combinados, intercambio de información y transferencia de material, sino que implican una participación en situaciones de conflicto bélico regional como el alojamiento de armamento estratégico (nuclear) y envío de tropas en una confrontación; dinámicas que amenazan la paz del vecindario y conspiran contra la confianza en la construcción de una integración regional.
Impacto 10: el efecto más lesivo del Plan Colombia ha sido la violación sistemática de los derechos humanos y la ejecución de crímenes de Estado. El asesinato, la persecusión política, la desaparición, el desplazamiento forzado y la apropiación de tierras, entre otras, han sido la contracara del éxito de la intervención imperialista en Colombia. Por ello, es necesario dedicar un apartado específico para mostrar su pernicioso efecto y los mecanismos perversos contra la población.
Los falsos positivos, la perversidad de los indicadores de éxito
Los falsos positivos se encuentran entre las consecuencias de la “Guerra contra las Drogas” en la población civil rural y urbana. Ante la imposibilidad de las Fuerzas Armadas del Estado de presentar bajas de la guerrilla comunista de las FARC-EP, optaron enmascarar sus aciertos asesinando jóvenes de poblaciones empobrecidas del país. Según la Jurisdicción Especial para la Paz, más de 6.402 personas fueron asesinadas para ser presentadas como bajas en combate por agentes del Estado como si hubiesen sido integrantes de la organización revolucionaria (Jurisdicción Especial para la Paz, 2021). Se trata de una verdad aún por reconocer plenamente de parte de las Fuerzas Militares y otros componentes del Estado colombiano y de EE. UU., siendo este un paso esperado para su no repetición. Esta falsedad sobre el éxito y los logros de la política, además, fue producto de la incapacidad interna de resolver la situación militar a finales de la década de los 90: sin la intervención imperialista, el conflicto social y armado habría tomado otro curso. Así, los falsos positivos muestran que el problema público del Plan Colombia fue la situación militar en la guerra interna.
En la evaluación de esta política pública se puede sostener que los falsos positivos son los falsos indicadores de un éxito inexistente pero sobreexplotado en la propaganda de Estado, creando la idea de una victoria militar cercana. El afán de resultados por parte del gobierno colombiano y de EE. UU. exigió a sus combatientes resultados en el número de muertes (reminiscencia del body count aplicado en Vietnam). Al no lograrlos, informaron con indicadores falsos a través de los falsos positivos, en un claro ejemplo de la captura criminal del Estado a través de la corrupción, con impresionantes costos humanos. Miles de personas fueron asesinadas con el propósito de elevar los logros y justificar el presupuesto utilizado en el pago de recompensas, vacaciones, ascensos, contratos, pagos de logística, informantes y otros productos de inteligencia local, aunque sean mínimos incentivos comparados con el botín de más arriba, pues esos logros, además de la asistencia extranjera, respaldaron el endeudamiento externo en miles de millones de dólares para la guerra.
Sobre las contradicciones de esta realidad, Juan Manuel Santos presentó su versión ante la Comisión de la Verdad y dijo que, mientras fue Ministro de Defensa, “se dieron en paralelo dos fenómenos absolutamente contradictorios: una notable mejoría del comportamiento de nuestras tropas en el terreno y una tendencia opuesta, asociada marcadamente a ciertas unidades y ciertas regiones, a cometer homicidios a persona protegida” (Comisión de la Verdad, 2021). Esa mejoría era falsa, pues falsos eran los hechos, las evidencias y los indicadores: los homicidios son la verificación dramática de ese engaño. Santos no asoció esto en su versión, conociendo que los matices regionales le tributaron a instancias nacionales como el Ministerio del cual fue jefe.
Los principales conductores del Estado, han intentado evadir la responsabilidad con la victimización masiva. Los falsos positivos son por supuesto un problema de represión política, pero también de corrupción de los principios del Estado de derecho; esto indica el carácter criminal del Estado al violar él mismo la obligación de proteger la vida. Al cuantificar los integrantes del Ejército involucrados en estos asesinatos, el dato no da lugar al negacionismo: cerca de 3.000 se han acogido a la JEP y otros 10.000 están involucrados23. Dada la sistematicidad y el número de casos resulta imposible que los responsables de la política de Defensa y Seguridad no conocieran lo que estaba sucediendo. Destacados personajes sacaron renta mediática del accionar criminal de sus subalternos, a los cuales llamaron héroes, pero luego, en la misión de evadir responsabilidades, culparon a sus subordinados por pertenecer a los estratos bajos, como ratificó el tribunal de la Jurisdicción Especial para la Paz en el caso del General retirado Mario Montoya, ex comandante del Ejército (France 24, 2023).
Fue tal la sistematicidad que la práctica de los “falsos positivos” se instaló en la cultura organizacional y por esa razón hoy los suboficiales y soldados se extrañan de ser investigados y acusados por hechos en los cuales fueron condecorados como héroes, mientras quienes ascendieron a rangos de oficiales ―reconociéndoles esos positivos― hoy les den las espaldas en su defensa.
Pasaron más de quince años para que un oficial retirado del Ejército de rango de Mayor General, Henry William Torres Escalante, excomandante de la Brigada XVI, reconociera ante la Jurisdicción Especial para la Paz su máxima responsabilidad en los casos de falsos positivos. El Gral. Torres reconoció “los cargos de autor mediato de crímenes de lesa humanidad, de asesinato y de desaparición forzada de personas” (Jurisdicción Especial para la Paz, 2022b) y dijo a la víctimas: “Asumo la responsabilidad por todos los señalamientos que me han hecho, por estos delitos que fueron cometidos bajo mi mando por mi exigencia. Mi reconocimiento se fundamenta por las presiones permanentes que realizaba, que las presiones venían desde arriba” (es decir, de oficiales de mayor rango que aún no rinden su versión en el Sistema de Verdad). La JEP registró solo en el caso del General Torres que:
303 personas fueron asesinadas y presentadas falsamente como guerrilleros o delincuentes dados de bajas en combate. Mujeres, niños, niñas, adolescentes, adultos mayores y personas en condiciones de discapacidad cognitiva sufrieron daños graves, diferenciados y desproporcionados por las acciones de esta unidad militar. Los pobladores fueron estigmatizados y algunas familias padecieron con intensidad este fenómeno. Las víctimas eran equipadas con armas, munición y prendas para hacerlas pasar como combatientes. Los miembros de la Brigada XVI denominaban a estos implementos el ‘kit de legalización’. Más de 140 millones de pesos, provenientes de los recursos de los contribuyentes, sirvieron para financiar el accionar criminal de los imputados (…) (Jurisdicción Especial para la Paz, 2022a).
Aunque la política oficial de las Fuerzas Militares ha sido el negacionismo de la victimización masiva del Plan Colombia y la GCD, producto del Acuerdo de Paz de 2016 y en el marco del gobierno progresista de Gustavo Petro se han dado acontecimientos en dirección opuesta. El entonces Ministro de Defensa Iván Velázquez reconoció en público lo siguiente: “en nombre del Estado, en nombre del Ministerio de Defensa Nacional, de las Fuerzas Militares, del Ejército Nacional, pido perdón por estos crímenes que en realidad nos avergüenzan y reconocemos la responsabilidad de Estado en su ejecución” (Ministerio de Defensa Nacional, 2024). También le dijo a los familiares de 8 víctimas de ejecuciones extrajudiciales que “recuerda a las más de 6.402 familias que han luchado por la verdad durante este tiempo (…)”. Sin embargo, ello no ha revertido la postura oficial de la fuerza pública, mostrando una vez más sus prerrogativas y autonomía real.
Los responsables políticos del periodo de ejecución de los falsos positivos coinciden en reducir esta práctica a hechos aislados u operaciones individuales de “manzanas podridas”. La Fiscalía, institución fortalecida con la estrategia del Plan Colombia y de la GCD, ha tratado en los últimos años de reivindicar algunas condenas contra los suboficiales y soldados, pero reserva sus manifestaciones cuando se trata de altos rangos. Por otra parte, la Justicia Penal Militar ha sido garante de impunidad, pues no investigó las muertes desde 2002. A partir de ahí se creó un ambiente en el cual los involucrados nunca tuvieron una autoridad que les frenara. Sin embargo, de acuerdo con el magistrado de la JEP Eduardo Cifuentes, en el Ejército se presentó un patrón criminal con las ejecuciones extrajudiciales.
Por otra parte, Omar Rojas, oficial retirado de la Policía, sostiene que “en las 180 unidades militares que están distribuidas por todo el país se sentaban personas con uniforme para determinar dónde iban a simular un combate, de dónde iban a sacar muchachos para asesinarlos, quién ejecutaría el crimen y de dónde iba a salir el presupuesto para la compra de armas, municiones, panfletos y computadores. Todo eso para venderle a la sociedad colombiana la idea de que esos jóvenes se habían enfrentado a nuestras Fuerzas Militares y que cayeron en combate (…)”. Sobre la cifra de 6402 homicidios, Rojas dice que “para el año 2012 la Fiscalía General de la Nación estaba investigando cerca de cuatro mil setecientos casos; los datos del Observatorio de Derechos Humanos de la Coordinación Colombia-Europa-Estados Unidos hablan de cinco mil setecientos; otras ONG encontraron seis mil doscientos, pero, de acuerdo a nuestra investigación, tan solo durante ese período, la cifra superó los diez mil casos” (Tavera, 2018).
Con el caso de los falsos positivos se ratifican las consecuencias de militarizar un problema social y se comprueba que el fundamento del pacto aglutinador de las clases dominantes en Colombia ha sido el consenso anticomunista (Arias Barona, 2025, p. 211). Por esto los militares han manifestado (mediante “ruidos de sable”) su malestar con los mandatarios que han quebrado dicho consenso en las coyunturas de diálogo con las insurgencias, o de apertura democrática con participación popular como ha ocurrido con Gustavo Petro. Si bien a este último la cúpula militar no le ha manifestado su abierto descontento, ha debido equilibrar su discurso con abstenerse a “invadir” su campo de acción, o padecer el “dejar hacer” de la parálisis militar en los territorios.
Así las cosas, los contribuyentes de EE. UU. terminaron financiando el asesinato de jóvenes colombianos presentados como positivos en bajas guerrilleras, bajas que fueron sistematizadas en términos de indicadores de éxito en la lucha anticomunista y contrainsurgente. Claro que, desde la perspectiva de la acumulación por despojo, el saqueo a sangre y fuego, fue exitoso.
El neoliberalismo de guerra y los desafíos para las alternativas populares en la región frente al problema de las drogas y el narcotráfico
La narrativa “contra la droga” de Estados Unidos sobre América Latina y el Caribe: neoliberalismo de guerra o “narcoestados”
La llegada del siglo XXI estuvo signada por las consecuencias catastróficas del desembarco del modelo neoliberal en la mayoría de los países del continente latinoamericano y caribeño. No aportamos novedades si recordamos que durante la década de 1990, y como hemos expuesto en artículos del presente cuaderno, la concentración de la riqueza, la profundización de la pobreza y pauperización de las condiciones de vida en América Latina y el Caribe alcanzaron niveles inusitados y con ello, una creciente movilización social de sectores sociales organizados que no sólo impulsaron procesos políticos por la defensa de su derecho a la vida y la exigencia de resolución de problemas como el hambre y la pobreza, sino que también impugnaron al modelo neoliberal por su imposibilidad de solucionar los enormes problemas sociales que había acarreado su implementación durante más de una década en la región. (Pinzón Capote, 2021).
En ese contexto, y con el triunfo de diversos gobiernos de corte popular, vinculados en su mayoría con expresiones de movilizaciones callejeras producto del descontento social antineoliberal —destacan en ellos la llegada de Néstor Kirchner en Argentina, Lula da Silva en Brasil, Rafael Correa en Ecuador, Evo Morales en Bolivia y por supuesto el paradigmático triunfo de Hugo Chávez en 1998, heredero de la enorme movilización del Caracazo casi 10 años antes de su victoria electoral—. Este fenómeno evidenció el fracaso neoliberal se enfrentó con una serie de medidas concretas que estos nuevos gobiernos llevaban adelante en los diferentes países que iban orientadas a superar las consecuencias del modelo neoliberal.
Por su parte, los procesos progresistas y, en particular el parteaguas de la derrota del ALCA en Mar del Plata en 2005, fueron escenarios de claras propuestas no solo antineoliberales sino también antiimperialistas, marcando la responsabilidad de Estados Unidos en la situación política del continente. Situación dada no solo por su influjo en términos comerciales y económicos —como muchos podían pensar eran las áreas restringidas dentro del ALCA— sino en términos sociales e históricos, producto del protagonismo de la política exterior de Estados Unidos en la financiación, patrocinio e incentivo de diversos escenarios de violencia política en el continente. Entre ellas diversas excusas de intervención de naturaleza imperialista como la “Guerra contra las Drogas”.
Por supuesto, las experiencias de gobiernos de corte popular no triunfaron en toda la región, y convivieron durante la primera década del siglo XXI con países donde el modelo neoliberal no sólo continuó, sino encontró nuevos mecanismos de fortalecimiento. En algunos países como en Colombia, estos mecanismos se entremezclaban con la realidad conflictiva preexistente, dando lugar a lo que Pablo González Casanova ha denominado como “neoliberalismo de guerra” dentro del cual el desarrollo de la denominada “Guerra contra las Drogas” era condición necesaria para su existencia. Así, para González Casanova (2002):
El neoliberalismo de guerra enfrenta una crisis de credibilidad, de gobernabilidad y de sobreproducción con una política de guerra e intimidación que le permite reformular las presiones de los peores momentos de la guerra fría, sólo que acusando ahora de “terroristas” a quienes antes acusaba de “comunistas”. Asimismo, “ permite al capital corporativo y sus gobiernos reforzar la jerarquía mundial de poder y reforzar los alineamientos, sometimientos y arbitrariedades de las fuerzas neoconservadoras que abandonan la política de disuasión y pasan a la de agresión, expansión e integración por todos los medios propagandísticos y publicitarios disponibles y por todos los medios de destrucción de baja y alta intensidad, convencionales y no convencionales.
Con el nuevo y difuso enemigo del “narcotráfico” y posteriormente el “terrorismo” después del 11S como justificativos para la guerra total, EE.UU. encontró la excusa perfecta para permanecer en los países donde ya se encontraba, y ampliar su presencia en diversos territorios aún no explorados, para garantizar objetivos políticos de naturaleza contrainsurgente. De esa forma entonces, desarrolló de forma paralela una doble política que perseguía profundizar la presencia neoliberal a través del financiamiento del aparato de guerra en aquellos países que tenían fuerte presencia del narcotráfico pero que eran aliados geopolíticos (México, Colombia), con el modelo de neoliberalismo de guerra que mencionamos anteriormente. Dicho modelo se tradujo en la securitización de las agendas locales en dichos países, justificando acciones autoritarias y punitivas en tanto se enfrentaba un contexto de creciente violencia, frente al cual parecían entonces necesarias dichas medidas. Este “neoliberalismo de guerra” promovió un proceso simultáneo de represión y profundización de la violencia social imponiendo el patrón de la guerra como ordenador de las relaciones sociales y se nutrió particularmente de la llamada “Guerra contra las Drogas”.
Por otra parte, la existencia de gobiernos populares o progresistas, en especial de aquellos que adoptaron un corte antiimperialista, se convirtió en un problema para la estrategia de fortalecimiento de la hegemonía estadounidense en la región. En ese caso, también con la mixtura de la narrativa de la “Guerra contra las Drogas”, de modo similar a la planteada guerra contra el terrorismo, se construyó un nuevo enemigo con la categoría de “narcoestados”, refiriéndose sin rigurosidad o definición concreta específica, a aquellos países donde las estructuras e instituciones políticas están supuestamente influenciadas y dirigidas por estructuras natrotraficantes, dentro de los cuales se incluyó a Venezuela y Nicaragua; países que —paradójicamente— nunca habían estado en las principales rutas de producción de materia prima o de narcotráfico.
La muestra más clara de esta acusación vinculada con el “narcotráfico” fue el pedido de recompensa en 2020 por parte de William Barr, fiscal general de Estados Unidos, por la detención del presidente de Venezuela, Nicolás Maduro Moros, así como otros altos dirigentes del país, por los supuestos delitos de “conspiración para el narcoterrorismo, conspiración para la importación de cocaína, y tenencia de armas y otros artefactos destructivos”, siguiendo la narrativa de “narcoestado” instalada por la misma DEA, como se evidencia en las declaraciones del ex jefe de Operaciones Internacionales de la DEA Mike Vigil, quien afirmó en entrevistas en 2019 que “Venezuela era un “narcoestado” hace varios años, pero se ha vuelto más oscuro y ominoso”, sin ningún tipo de referencia correspondiente con los mismos reportes de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito del mismo año.
Aquí es importante recordar la publicación anual que hace el Departamento de Estado de los Estados Unidos del informe denominado “Estrategia Internacional para el Control de Estupefacientes (INCSR) (2025)”, donde compila las “acciones” de alrededor de 60 países del mundo en la “lucha contra la droga”, y otorga la certificación a los países que cooperan o no con la “lucha contra el narcotráfico”. Que un país no tenga esta certificación, implica una serie de sanciones y restricciones —ya conocidas en nuestra región como las Medidas Coercitivas Unilaterales en el caso de Venezuela. En el último informe publicado en marzo de 2025, se refuerza la narrativa de “narcoestados” en particular en relación a Venezuela y Bolivia.
En realidad ―a pesar de, o producto de― las principales rutas de narcotráfico en la región están protagonizadas por países con histórica presencia de los EE.UU. en el marco de la misma “guerra contra las drogas”: resalta el caso de Colombia, por supuesto, cuyas rutas pasan a) desde el nororiente del país ―en particular la región del Catatumbo, como vimos en el cuaderno 1― atraviesan el Caribe con destino a Haití y finalmente los Estados Unidos, o b) desde el occidente del país por el océano pacífico hacia América Central, ruta compartida con el narcotráfico en Perú y Ecuador. El otro circuito, principalmente orientado hacia Europa, sale por el sur del continente en las fronteras de Paraguay, Argentina y Brasil.
El sistema financiero internacional y su naturaleza de promoción y habilitación de la economía del narcotráfico
Pese a su naturaleza ilegal, el negocio del narcotráfico no sólo convive sino es promovido y habilitado por el modelo neoliberal y su naturaleza de acumulación de ganancias, sea o no de una empresa criminal transnacional como es el caso. Son precisamente los procesos de la liberalización de la economía propios de este modelo los que promueven, con el fin de lucro sin límite, todo tipo de economías ilegales que permitan el lavado de grandes cantidades de dinero, como es el caso de las enormes ganancias que mueve el negocio del narcotráfico, que son centrales para el funcionamiento del aparato financiero y bancario en varios casos.
A pesar de ser discursivamente rechazado, el tráfico de drogas, sus ganancias exorbitantes y su naturaleza criminal conviven en los mismos salones en los que ministros y secretarios definen la política de lucha contra las drogas en nuestro continente y en el sur global.
Para Marcos Kaplan, el narcotráfico
se vuelve ante todo el núcleo duro y el eje estructurante de una economía criminal, que coexiste y se entrelaza con la economía formal o legal, y con la economía informal pero no ilícita, sin que entre ellas existan separaciones completas, y si en cambio interrelaciones, límites borrosos y zonas grises. La narcoeconomía abarca e integra dimensiones que se acumulan y refuerzan mutuamente, y cuenta sobre todo en EE.UU. y otros países con un consumo y demanda que generan y aseguran una enorme rentabilidad y una altísima tasa de acumulación de capitales.
En ese sentido, para Kaplan, “las enormes ganancias en efectivo, la masa de dólares, su concentración en un pequeño número de dirigentes en países con crisis económicas, el estancamiento y regresión del crecimiento, la inflación, al devaluación, la deuda externa, permiten a los narcotraficantes comprar todo a precios favorables, gozar de un enorme margen de maniobra para presionar y controlar” cómo podríamos ver en países como los mencionados anteriormente.
El narcotráfico ha logrado constituirse como empresa nacional/transnacional que corresponde con la lógica financiera de cualquier actividad económica capitalista, enfocada en reducir riesgos y maximizar beneficios “que son finalmente percibidos y retenidos en los EE. UU. y otros países de alto consumo: son lavados, depositados en bancos o canalizados hacia inversiones y propiedades en aquellos paraísos bancarios o fiscales de terceros países” (Kaplan, 1996).
Sobre esta última afirmación, vale la pena recuperar información conocida gracias a la filtración de documentos en 2020 de la FinCEN (la Oficina de Control de delitos financieros del Departamento del Tesoro de EE.UU., por sus siglas en inglés) cuyos principales hallazgos se basan en la revisión de más de 200.000 transacciones que rondan los USD 2 billones de dólares estadounidenses, que permitieron evidenciar cómo los bancos implicados en los documentos habrían facilitado el lavado de dinero de clientes vinculados a la mafia, el narcotráfico y otras actividades ilegales, realizando transferencias por cifras exorbitantes de dólares. Dentro de las entidades financieras se encuentran bancos como el Deutsche Bank, The Bank of New York Mellon, JPMorgan, HSBC, Bank of America, entre otros.
En los documentos filtrados se confirma la naturaleza de connivencia del capital financiero representado en bancos e instituciones financieras globales con el flujo de dineros provenientes del narcotráfico y la vinculación intrínseca que tiene esta empresa trasnacional con el mercado financiero internacional. En palabras de Kaplan, “el narcotráfico se inserta así en una economía mundial globalizada, parte de sus bases y dentro de sus marcos, aprovecha sus posibilidades y recursos. Obtiene de ella las condiciones de su rentabilidad y acumulación”.
Una propuesta piloto frente a los desafíos actuales de los gobiernos de corte progresista/popular respecto al narcotráfico
A pesar de los intentos de impulsar diferentes políticas de atención al paradigma del tratamiento del problema de las drogas y el narcotráfico en sus distintas fases ―producción, distribución, comercialización y consumo―, los gobiernos progresistas de la región no desarrollaron grandes transformaciones que cambiaran de forma radical la permanencia y fortalecimiento de la empresa criminal del narcotráfico y su implicancia en los países de la región.
El fenómeno, como hemos desarrollado en estos Cuadernos, es profundamente complejo y tiene numerosas aristas de tratamiento. Sin embargo, todas han apelado, en general, ya sea a la criminalización o al acompañamiento de las y los consumidores finales con políticas públicas específicas. Pero no ha habido una construcción real, y sobretodo regional, que despliegue una política orientada a afrontar las causas estructurales del narcotráfico y su vinculación con el sistema financiero internacional y con las clases dominantes de los países de la región, una ausencia que se agiganta ante la ineficacia de las políticas de sustitución de cultivos de uso ilícito, como desarrollamos en el Cuaderno 1.
A este contexto de no resolución se sumaron, a partir de 2015, el retorno de gobiernos de corte neoliberal-conservador y de extremas derechas, para quienes el paradigma de tratamiento del problema de las drogas y el narcotráfico no sólo prolonga e intensifica la política de “guerra” contra las drogas, sino desarrolla una agenda de criminalización y securitización como vimos anteriormente, justificando con ella ejercicios autoritarios que finalmente terminan reprimiendo los eslabones más débiles de la cadena del narcotráfico, y favoreciendo los grandes movimientos de dinero de empresarios y narcotraficantes, como pudimos ver en el caso de Ecuador en el capítulo 3 del presente cuaderno.
Es en ese marco, entonces, donde se presenta con urgencia la construcción de nuevas perspectivas de abordaje del problema de las drogas y el narcotráfico por fuera del paradigma de esta “Guerra contra las Drogas” que resulta en los hechos una guerra contra los pueblos. Como vimos en el Cuaderno 1, dicho paradigma no sólo ha demostrado que el supuesto objetivo de su creación ha sido un fracaso ―en la última década la producción de Bolivia, Perú y Colombia se ha duplicado y los carteles multiplicado― sino que ha garantizado la permanencia de la presencia de los Estados Unidos en los territorios de la región.
A la hora de pensar en un cambio de paradigma del tratamiento del problema del narcotráfico, el caso de Colombia se convierte en paradigmático, precisamente por su lugar en la implementación de la política de “Guerra contra las Drogas” por parte de Estados Unidos, los saldos en materia humanitaria, social y económica que esto ha implicado para el país, así como su historia y presente marcado por el problema de las drogas. Con ese recorrido, y en especial a partir de la firma del Acuerdo Final de Paz de 2016 entre el gobierno colombiano y las FARC-EP, en especial en el punto 4 Sobre la Solución al Problema de las Drogas Ilícitas, a partir de su su llegada al gobierno, el presidente Gustavo Petro ha impulsado iniciativas en el contexto nacional, y regional, para llevar adelante este necesario cambio de paradigma.
Como desarrollamos en el artículo de lanzamiento del proyecto Adictos al Imperialismo, después de las más de cinco décadas que la política de “Guerra contra las Drogas” lleva sobre nuestro continente, no sólo ha sido un rotundo fracaso en la reducción de la producción y el consumo, sino que sus orientaciones y financiaciones han convertido a nuestros territorios en verdaderos valles de guerra y muerte. Así lo señaló el presidente de Colombia, Gustavo Petro, en la Conferencia sobre Drogas en América Latina y el Caribe citada en septiembre de 2023 junto al presidente López Obrador de México, donde además planteó que esta política “ha significado una experiencia sanguinaria y feroz […] donde las sociedades latinoamericanas y caribeñas somos las mayores víctimas, y no los victimarios”.
La política de “Guerra contra las Drogas” en América Latina y el Caribe, en palabras de Petro, ha ocasionado un “genocidio en nuestros países”. Este se ha llevado a cabo con la militarización y financiamiento de aparatos bélicos que han causado dramáticas violaciones a los derechos humanos, incrementado la violencia social, así como generado desplazamientos y migraciones forzadas. También, ha generado estigmatización y endurecimiento de penas contra quienes consumen, especialmente en las ciudades, y ha tenido efectos perniciosos en las tierras, las economías y las vidas de las comunidades campesinas por la implementación de la erradicación forzada de los cultivos de uso ilícito. Mientras todo esto ocurre, la estructura económica criminal que sustenta las redes de narcotráfico y que garantiza sus extraordinarias ganancias, así como sus vínculos en el circuito financiero que permite realizar transacciones para el lavado de dinero, se encuentra intacta.
En ese marco, el gobierno de Colombia desarrolló la propuesta de nueva Política Nacional de Drogas 2023-2033 titulada “Sembrando vida, desterramos el narcotráfico”, que parte del diagnóstico de las consecuencias del paradigma hasta entonces vigente en el país vinculado con los lineamientos de política de “guerra” contra las drogas, que ha implicado “una inversión aproximada de 3.8 billones de pesos por año, con un consolidado de 76 billones en 20 años” lo que se traduce en “un esfuerzo inmenso desde lo económico sin contar con el costo pagado en vidas perdidas, violencias varias y el impacto ambiental”. Según el informe del Observatorio de Drogas de Colombia, “en 2022 Colombia alcanzó las 230.000 ha de coca, y una producción potencial de 1738 toneladas métricas de cocaína. Asimismo, en 2019 los recursos generados por el narcotráfico alcanzaron los 31 mil millones de pesos, cerca del 2,9% del PIB (UNODC-SIMCI7, 2023).
En su definición, el nuevo paradigma está centrado en “la vida y el medioambiente, priorizando la salud y bienestar”, buscando que los esfuerzos y recursos del Estado atiendan las causas estructurales del narcotráfico y no solo sus manifestaciones. En ese marco, “se busca trabajar con un principio de responsabilidad compartida entre todos los países que deben abordar el fenómeno de manera conjunta, evitando que los costos recaigan en los países productores y países de tránsito”.
La nueva Política Nacional de Drogas 2022-2033 tiene dos pilares principales denominados como a) Oxígeno, para los territorios, enfocándose en la necesidad de transformar la economía de las regiones afectadas, y b) Asfixia, para las estructuras criminales, y fue elaborada junto a las comunidades en los territorios afectados por el narcotráfico en 27 foros territoriales, 150 municipios con más de 7 mil personas. Con este esquema se busca la reducción de 90 mil ha de coca para el 2026, que significa una disminución del 43 % de la producción de coca, que implicaría entre 55 y 86 billones de dólares en pérdidas para las finanzas ilícitas, permitiendo que casi 50 mil de las 115 mil familias que hoy dependen de la coca como medio de sustento puedan transitar a otras actividades económicas. A nivel regional, se busca impulsar una estrategia internacional con la promoción de una Alianza Latinoamericana Antinarcóticos.
El cambio de paradigma parte de la discusión sobre la economía política del narcotráfico, que busca “1) cambiar la perspectiva que plantea la sustitución de los cultivos ilegalizados desde su eliminación, por una que piense la gradualidad con convivencia de los cultivos hoy declarados ilícitos; 2) superar la lógica de la regulación a partir del paradigma prohibicionista a uno donde la salud pública que atienda los consumos problemáticos y formalice los mecanismos de comercialización; y 3) aplicar una regulación comercial que registre a los productores, legalice los intercambios, permita el control sanitario de la producción e implemente contribuciones fiscales”.
Equipo de investigación
Silvina Romano, Observatorio Lawfare (Argentina)
Silvina Romano es investigadora del Consejo Nacional en Investigaciones Técnicas y Científicas (CONICET) en el Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe de la Universidad de Buenos Aires (IEALC-UBA). Co Coordinadora de CLAJUD – Grupo de Puebla. Es posdoctora por el Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y por el Centro de Investigaciones y Estudios sobre la Cultura y la Sociedad-CONICET. Doctora en Ciencia Política por el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba (UNC), Argentina. Licenciada en Historia y Licenciada en Comunicación Social por la UNC. A lo largo de los últimos años, ha investigado sobre las siguientes temáticas: las relaciones entre Estados Unidos y América Latina durante la Guerra Fría y en la actualidad; crítica a la asistencia para el desarrollo; integración, subdesarrollo y dependencia en América Latina; democracia y seguridad en Estados Unidos. Recientemente ha publicado el libro Lawfare: la guerra por otros medios.
Tamara Lajtman, Observatorio Lawfare (Brasil-Argentina)
Tamara Lajtman es investigadora posdoctoral de la Universidad de Santiago de Chile. Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires (UBA), Magíster en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y Licenciada en Ciencias Sociales por la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ). Es investigadora en formación del Instituto de Estudio de América Latina y países del Caribe (IEALC/UBA), integrante del Núcleo de Investigación “Geopolítica, integración regional y sistema mundial – GIS” (UFRJ/CNPQ) y miembro de los grupos de trabajo “Geopolítica, integración regional y sistema mundial” y “Estudios sobre Estados Unidos” del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO). Las líneas de trabajos abordadas en los últimos años son: Relaciones de América Latina y el Caribe con Estados Unidos; Asistencia militar y en seguridad. Militarismo y dependencia. Integración regional y recursos naturales.
Aníbal García Fernández, Observatorio Lawfare (México)
Aníbal García Fernández es doctor, magíster y licenciado en Estudios Latinoamericanos por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Es miembro de los Grupos de Trabajo de CLACSO “Crisis y economía mundial” y “Violencias en Centroamérica”. Además, es analista en el medio Contralínea de México. Sus principales líneas de estudio son la guerra fría interamericana, geopolítica energética, dependencia e integración latinoamericana, militarismo y relaciones económicas entre Estados Unidos y América Latina.
Christian Arias Barona, Observatorio Lawfare (Colombia-Argentina)
Christian Arias Barona es becario doctoral de la Universidad de Buenos Aires e investigador del Instituto de Estudios de América Latina y el Caribe (IEALC-UBA). Magíster en Defensa Nacional (UNDEF) y Licenciado en Ciencia Política. Actualmente es docente de Teoría Crítica Latinoamericana en la carrera de Sociología de la UBA y contribuye como analista en diversos medios de comunicación. Sus temas de investigación han versado sobre: las relaciones entre Estados Unidos y América Latina y el Caribe; dependencia y contrainsurgencia en América Latina; Fuerzas Armadas y procesos de paz. Recientemente ha publicado junto a Tamara Lajtman, Luis Wainer y Mariano del Pópolo el libro ¿Militares vs democracia? Fuerzas Armadas y democracias en América Latina.
Fredy Escobar Moncada (Colombia)
Fredy Escobar Moncada es Trabajador Social y tiene un Máster en Ciencia Política. Es miembro de la Cooperativa Multiactiva de Paz del Cesar, y actualmente es analista de contexto del grupo de defensa de FARC-EP en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en Colombia.
Equipo de comunicación
El diseño gráfico, edición y comunicación del proyecto Adictos al Imperialismo es realizado por el equipo del Instituto Tricontinental de Investigación Social, Nuestra América.
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Notas
1 Aunque el Plan Colombia fue presentado como una estrategia integral para el fortalecimiento del Estado cuyo eje prioritario suponía la lucha antinarcóticos, la asistencia militar estadounidense se concentró en dotar a las Fuerzas Militares, y en especial al Ejército, de medios y tácticas para el combate de las guerrillas, y la asimilación de éstas como organizaciones narco-terroristas. En consecuencia, los magros resultados respecto a la GCD se verifican a partir de tres claves que distan de los objetivos declarados: a) la asistencia extranjera, b) la estrategia contrainsurgente y, c) la mercantilización de la guerra (Arias Barona, 2022). Para una mirada profunda ver el capítulo 5 del presente libro “El caso colombiano: Plan Colombia: Impacto político, social, económico y militar”.
2 El sostenimiento de la criminalización de comunidades cultivadoras e incluso de las personas consumidoras, así como de la producción y circulación de drogas ilegalizadas, redunda en un encarecimiento de la mercancía. Para una mejor comprensión del proceso de producción y valorización de la coca para cocaína véase el Cuaderno 1 la presente serie: La criminalización de los cultivadores como coartada imperialista: economía política de las drogas en Colombia.
3 Siguiendo la definición propuesta por Mario Cruz Cruz, se trata de “aquellas empresas que se dedican a la producción y venta de armamento y que prestan servicios de seguridad privados”, pero a diferencia de las civiles, estas “no internacionalizan todas sus actividades económicas; funcionan como empresas nacionales para la producción y transnacionales para la venta-distribución de armamento y servicios militares. Esto funciona así porque las armas son productos estratégicos que no pueden ser producidos en cualquier parte del mundo” (2008, p. 27).
4 Los datos presentados fueron sistematizados en base a trabajos anteriores donde hemos realizado un abordaje critico de la asistencia militar y en seguridad de Estados Unidos a ALC a partir de la base de datos oficial del gobierno estadounidense sobre asistencia extranjera, ForeingAssistance.gov. (Lajtman y García Fernández, 2022; Lajtman, García Fernández y Romano, 2024). Para la presente investigación se presentan datos sistematizados de lo que clasificamos como “asistencia antinarcóticos”, que contempla todo el financiamiento brindado por la Oficina de Asuntos Antinarcóticos y Aplicación de la Ley (INL, Departamento de Estado), la Oficina de Antinarcóticos del Departamento de Defensa y la DEA del Departamento de Justicia. Cabe resaltar que pese a que la asistencia de la USAID haya ejercido un rol complementario a la asistencia en seguridad y particularmente a la asistencia antinarcóticos (GAO, 2017) los programas de desarrollo alternativo no se incluyen sistemáticamente, por limitaciones de datos.
5 Aunque esto ocurrió en medio de los Diálogos de Paz entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (FARC-EP), coincidía con la estrategia del presidente Juan Manuel Santos de “negociar en medio de la guerra” e intensificar las hostilidades para obtener ventajas en la mesa de diálogo.
6 Ver: https://policy.defense.gov/ousdp-offices/asd-for-special-operations-low-intensity-conflict/counternarcotics-
and-global-threats/
7 Para profundizar sobre las SIU ver “The Drug Enforcement Administration’s International Operations (Redacted)”. Disponible en https://oig.justice.gov/reports/DEA/a0719/chapter3.htm
8 Ver “Office of Training Programs”. Disponible en: https://www.dea.gov/office-training-programs
9 La política de la Revolución Ciudadana intentó enfrentar con radicalidad la injerencia extranjera y en particular la presencia militar de Estados Unidos en Ecuador. De hecho, la reforma de la constitución de 2008 incluyó en su artículo 5 una mención específica que impide “el establecimiento de bases militares extranjeras ni de instalaciones extranjeras con propósitos militares” y prohíbe la cesión de las bases militares nacionales. Este fue el fundamento para no renovar la cesión de la base de Manta 2009, la cual además fue utilizada para facilitar el bombardeo a un campamento de las FARC-EP en la provincia norteña de Sucumbíos por parte de la Fuerza Aérea Colombiana el 1 de marzo de 2008.
10 En febrero de 2021 ocurre la primera masacre carcelaria. Se estima que de las 40.000 personas detenidas en cárceles, 40% corresponden a delitos vinculados al tráfico de drogas y un 15% de ellas permanecen recluidas sin sentencia firme.
11 “El Gobierno de Colombia, de conformidad con su legislación interna, cooperará con los Estados Unidos, para llevar a cabo actividades mutuamente acordadas en el marco del presente Acuerdo y continuará permitiendo el acceso y uso a las instalaciones de la Base Aérea Germán Olano Moreno, Palanquero; la Base Aérea Alberto Pawells Rodríguez, Malambo; el Fuerte Militar de Tolemaida, Nilo; el Fuerte Militar Larandia, Florencia; la Base Aérea Capitán Luis Fernando Gómez Niño, Apíay; la Base Naval ARC Bolívar en Cartagena; y la Base Naval ARC Málaga en Bahía Málaga; y permitiendo el acceso y uso de las demás instalaciones y ubicaciones en que convengan las Partes o sus Partes Operativas.” (Presidencia de la República de Colombia, 2009)
12 “Ecuador estaría preparando una base militar para Estados Unidos en Manta, según CNN”, en Primicias. Recuperado de https://www.primicias.ec/seguridad/ecuador-construccion-base-militar-estados-unidos-manta-cnn-92867/
13 Se trató de una Forward Operating Location (FOL, o Locación para Operaciones de Avanzada), un tipo de instalación militar empleada por el Comando Sur de los Estados Unidos en territorio extranjero.
14 Se trata de la doctrina de política exterior inaugurada por el presidente Marco Fidel Suárez (1918-1921). Por un breve período subsiguiente, se adoptó una diplomacia de “gratitud británica” hasta que Eduardo Santos (1938-1942) rubricó su alineamiento con Estados Unidos. Sobre esta tradición hay que indicar “que los acuerdos del 23 noviembre de 1938, son el comienzo del alineamiento de Colombia en la política de Seguridad hemisférica promovida por los Estados Unidos (…) tanto el Presidente Santos como el ex presidente López Pumarejo compartían la idea de que la seguridad exterior de Colombia se podía dejar en manos de los Estados Unidos, en cambio, las Fuerzas Armadas de Colombia, se deberían hacer cargo de la seguridad interna de nuestro país” (Gómez Moreno, 2010: 12).
15 El sociólogo colombiano Miguel Ángel Beltrán advertía este problema con antelación del siguiente modo: El término de la narcoguerrilla acuñado hace ya varios años por el entonces embajador norteamericano en Colombia, Lewis Tambs, durante la administración Reagan, ha servido a los altos mando militares para conciliar las nuevas políticas de Washington, que privilegian la lucha contra el narcotráfico, con su tradicional tarea de lucha contrainsurgente (Beltrán Villegas, 1997, p. 139).
16 Logros y Retos de la Política de Defensa. Dirección de Planeación y Presupuesto del Viceministerio de Estrategia y Planeación 2023.
17 Expresión coloquial de Colombia que hace referencia al aprovechamiento de una oportunidad que se presenta de forma sencilla.
18 Ministerio de Defensa Nacional. La Fuerza Pública y los Retos del Futuro. Serie de Prospectiva Estudio No. 03 Dirección de Estudios Sectoriales. 2009
19 Boletín Trimestral del Departamento Administrativo Nacional de Estadísticas sobre el comportamiento del PIB. Indicadores económicos 1999. Banco de la República. https://repositorio.banrep.gov.co/server/api/core/bitstreams/60506239-25d6-4a8b-aaff-2b19c9ea922d/content
20 “El presidente de Drummond acusado de financiar paramilitares en el Cesar”, 31 de mayo de 2023 Disponible en: https://www.infobae.com/colombia/2023/05/31/el-presidente-de-drummond-acusado-de-financiar-paramilitares-en-el-cesar/
21 Limitadas por su alcance temporal, las periodizaciones de Renán Vega y Diana Rojas abarcan hasta el 2013 y 2014, respectivamente, dividiendo en el primer caso en dos fases 1999-2006 y 2007-2013, una de fuerte intervención militarizada estadounidense y otra de internacionalización combinada con financiarización. La propuesta de Rojas acompaña los periodos de gobierno y formula tres de los momentos adoptados aquí que son complementados por Christian Arias con la continuación de una cuarta fase de liberalización que se conecta con la propuesta de Vega.
22 Por ejemplo, los helicópteros transferidos requieren un mantenimiento que también desarrolló un negocio propiciado por la asistencia extranjera. Esto condiciona a la nación receptora a emplear recursos de la “ayuda” para contratar los servicios de la firma fabricante. La compañía Lockheed-Martin, fabricante de los helicópteros Sykorsky, ha contado desde entonces con contratos para adiestramiento, mantenimiento, provisión y modernización de las aeronaves Black-Hawk transferidas a Colombia.
23 Según lo relevado por la JEP, el universo provisional de víctimas atribuidas a la fuerza pública, paramilitares y otros agentes del Estado es de 72.492.