Por Ángela Gentile

En el Renacimiento, los hombres con poder de ejecución perpetuaban sus apellidos a través del mecenazgo, a sabiendas de que la inmortalidad no existía. Esto pensaba al recorrer el Museo 1871 de Berisso; añoré por un instante poseer una vara mágica o una cuenta bancaria abundante para darle a la “Casa de las Musas”, es decir, al museo, un espacio merecido.
Creo que nuestra ciudad, cuna de inmigrantes y de obreros, debería resignificar este espacio para mostrar a los ciudadanos y al mundo nuestro orgullo berissense. Es sabido que hay socios y aportes oficiales; pero, como todo ser orgulloso de su pequeña patria, deberíamos anhelar y solicitar alguno de los edificios que, de seguro, existen en tierra berissense. El museo necesita respirar más oxígeno, permitirle al viento del sudeste que nos visite cuando quiera, pero que el agua que trae no la deposite en los techos del edificio de la “Toma de agua”, humedeciendo nuestra memoria fotográfica, los bancos de escuela donde soñamos ser berissenses hasta el último aliento.


El Museo 1871 fomenta nuestra identidad en los recorridos escolares semanales; y también en ese abrazo familiar silencioso que nos brindan los objetos que son parte de nuestra historia, como ver en un ángulo una máquina de coser, un piano, un balde de albañil, un cardador de lana, un violín, pasaportes, un trapiche o el sillón de un médico emblemático. Todo eso somos y necesitamos, por nuestra memoria colectiva, continuar con la tradición bien fundada de que los berissenses somos distintos.
Volvamos la mirada a nuestra historia, pidamos que llegue un mecenas, una decisión generosa y se logre que esta casa donde reposan nuestras historias familiares continúe siendo nuestro orgullo, nuestra inmortalidad.
