Por Flavia Tomaello, https://flaviatomaello.blog/, Instagram @flavia.tomaello
Colegiales es un barrio que respira calma. Todavía conserva algo de pueblo, con calles arboladas y esquinas donde la vida parece transcurrir sin apuro. En ese paisaje sereno, donde la ciudad baja un cambio, nació Ostende. No es solo un restaurante, sino un viaje afectivo hacia las vacaciones familiares, los bodegones de playa, las pastas de la abuela y el ritual de sentarse a la mesa como si fuera la ceremonia más importante del día.
La idea fue clara desde el principio: crear un espacio que no pareciera un local gastronómico más, sino una casa a la que uno regresa. Por eso, al cruzar la puerta, el visitante encuentra un escenario familiar y, al mismo tiempo, inesperado. Hay mesas de fórmica verde, como las que alguna vez se usaron en los comedores de veraneo; sillas de los años setenta reversionadas para mayor comodidad; un cartel con tipografía de Scrabble que recuerda a los juegos de sobremesa. En cada rincón hay un detalle que despierta recuerdos: una pelota playera, un objeto vintage, un gesto que remite al calor hogareño. Todo parece pensado para que la memoria se active antes incluso de probar el primer bocado.
El espacio se despliega en varios niveles, cada uno con su encanto. En la planta baja, la barra domina la escena y desde allí se despachan los pedidos que van y vienen en un clima animado, casi festivo. Arriba, el primer piso invita a grupos de amigos o familias a sentarse alrededor de mesas largas que sugieren el encuentro sin formalidades. La vereda, sin cerramiento, es el lugar ideal para el mediodía o el atardecer, cuando Colegiales muestra su costado más apacible y las conversaciones se mezclan con el murmullo del barrio. Y la terraza, a cielo abierto, parece hecha para esas noches en que el verano porteño se confunde con el recuerdo de las vacaciones frente al mar.
La cocina acompaña con fidelidad esta búsqueda de familiaridad. A cargo de la jefa de cocina Paz Lucero, la carta se inspira en platos conocidos, de esos que se transmiten de generación en generación, pero se presentan con una vuelta creativa que los renueva sin traicionar su esencia. Una provoleta a la plancha se transforma en un hallazgo gracias a un chutney de tomates y peras que le da contraste y frescura. Las rabas, doradas y crujientes, llegan a la mesa con alioli, como si hubieran salido de algún bodegón costero. La milanesa napolitana, pensada para uno o para compartir, parece condensar en un solo plato toda la tradición argentina, con guarniciones que van del puré casero a los fetuccini Alfredo, en un guiño a las raíces italianas que atraviesan la identidad culinaria porteña.
Hay platos que sorprenden por su combinación de texturas y sabores, como el arroz crocante con langostinos y castañas, que ofrece una experiencia distinta en cada bocado, o la pesca del día, que respeta el producto y lo acompaña con puré de papa y coliflor, espinaca y pangrattato. El risotto de hongos de pino y liláceas aparece como un tributo al otoño, con aromas profundos que llenan el ambiente. Y para el final, los postres apelan a la memoria afectiva: el almendrado con praliné de almendras y chocolate semiamargo revive meriendas familiares, el tiramisú homenajea la tradición italiana y el brownie tibio con helado, caramelo salado y pistachos aporta el toque goloso que completa la experiencia.
El universo de Ostende no estaría completo sin su barra. Bajo la mirada de Vir Calderón, la coctelería funciona como un puente entre la nostalgia y la creatividad. El Vermú Ostende, preparado con un blend propio y un toque de salmuera de mar, se convirtió en el sello de la casa, un aperitivo que invita a sentarse sin apuro y dejarse llevar. A su lado, aparecen creaciones como Flores y Burbujas, con vodka de mandarina y rosas, o el Mito de Ostende, con Campari, vermut rosso y espuma de eneldo. Cada cóctel suma un matiz al relato del restaurante, como capítulos de una misma historia.
La carta de vinos, diseñada por Elías Aguilar Ruiz, también se inscribe en este camino de memoria y rescate. Su apuesta por cepas que alguna vez trajeron los inmigrantes italianos y que quedaron relegadas en el mercado —criollas, semillón, bonarda— no solo amplía el horizonte de sabores, sino que también aporta una dimensión patrimonial a la experiencia. En Ostende, el vino no es accesorio: es parte de la identidad del lugar, tan importante como un plato bien servido o una sobremesa compartida.
El barrio es protagonista en este relato. Colegiales, con su ritmo calmo y su aire residencial, parece hecho a medida para un proyecto como este. No es casual que Ostende haya encontrado aquí su hogar. La vereda arbolada, la esquina luminosa, el murmullo de los vecinos que pasan: todo se integra en la experiencia, como si el restaurante hubiera estado siempre en ese lugar. Comer en Ostende es también comer en Colegiales, porque el entorno forma parte de lo que se vive puertas adentro.
Ostende es, en definitiva, un refugio. Un lugar donde se puede volver a los sabores de la infancia y descubrir, al mismo tiempo, nuevas formas de disfrutarlos. Un restaurante que no pretende deslumbrar con artificios, sino con autenticidad. Que invita a bajar el ritmo, a sentarse sin mirar el reloj, a brindar por los recuerdos y por lo que está por venir. Allí, entre el aroma de un risotto, un vermut bien servido y una sobremesa que se estira más de lo previsto, se entiende que la gastronomía también puede ser un acto de memoria.
En tiempos en los que la ciudad parece correr detrás de las modas y las aperturas fugaces, Ostende se consolida como un espacio con alma, donde cada detalle cuenta una historia y cada plato es un puente hacia los buenos momentos. Un viaje a la costa sin salir de Colegiales, un regreso a casa que se celebra con cada brindis y cada bocado.
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