Después de varios intentos fallidos a lo largo de los últimos diecinueve meses (“el rey está muy ocupado”, “el rey está convaleciente”, “el rey está en Escocia”…), por fin Enrique ha conseguido ser recibido por su padre. Y además para algo tan genuinamente inglés como tomar el té a las cuatro de la tarde. Los windsorólogos echan humo: ¿será el principio de la reconciliación real?
El encuentro duró 54 minutos, que no es ni poco ni mucho sino todo lo contrario, tiempo suficiente como para que el padre monarca y el hijo pródigo se pusieran al día, de la enfermedad del primero y de la vida del segundo en el exilio californiano (dorado a veces y otras no tanto, como todo en la vida). Suficiente también para los reproches, si es que los hubo, que no se sabe (“tú has lavado los trapos sucios en público”, “tú me has marginado”). Como tampoco nadie ha explicado si se dieron un abrazo, un beso, chocaron la mano o mantuvieron una distancia física a la escandinava.
La profunda inquina entre Guillermo y Enrique, sin aparente salida, es el gran escollo a la reconciliación
Enrique está en una posición más débil porque es el que pide audiencia, el que desearía seguir jugando un papel como miembro activo de los Windsor en vez de ser tratado como un paria (igual que su tío Andrés, y eso que no ha tenido nada que ver con Jeffrey Epstein), y poder traer a la familia de vacaciones al Reino Unido sin miedo por su seguridad o a que algún pariente les haga un feo.
Carlos III, no solo por ser rey sino por el apoyo de la prensa y de los súbditos, porque su hijo es el que se fue y habló mal de la familia en sus memorias y entrevistas, adopta (con razón o sin ella) la posición de autoridad moral y se hace de rogar. A nivel emocional es –se supone– un padre que quiere ver a su hijo. En el institucional, es un monarca que no tiene claro qué papel darle. Y en el familiar, es el jefe de un clan muchos de cuyos integrantes están muy enfadados con el exiliado.

El príncipe Enrique, ayer en Londres
Aaron Chown / Reuters
Nadie tanto como su hermano Guillermo, tal vez por las intimidades de él que ha sacado a relucir, o por cómo se envenenó la relación entre Meghan y Catalina, o porque tenía celos de que Enrique (antes de divorciarse de los Windsor) era el miembro que mejor conectaba con el pueblo, el que parecía más normal y más accesible.
En un momento dado, Guillermo estuvo el jueves en Londres a solo doce kilómetros de distancia del lugar donde se encontraba Enrique, pero no hizo ningún ademán de buscarlo ni de dejarse encontrar. Entre los hermanos se ha generado una inquina profunda, mucho mayor que la que pueda haber entre padre e hijo. Es el gran escollo a una reconciliación.
A todo esto, una encuesta publicada ayer indica que la cantidad de gente que considera “importante” la monarquía ha caído de un 86% en 1983 a un 51%, y que los partidarios de su abolición han pasado del 3% al 15% (una subida sustancial, pero no como para que Carlos tema por su cabeza). Tres factores contribuyen al declive: el estado de la nación (en horas muy bajas), la crisis del Gobierno y la ausencia del primer plano de Carlos y Catalina, por sus enfermedades.
¿La clave de la caja fuerte? 54 (los minutos que hablaron padre e hijo), 19 (los meses que llevaban sin verse), 12 (los kilómetros entre Enrique y Guillermo).