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En 2013, un documental sobre la contaminación por plásticos en las islas Midway, en el océano Pacífico Norte, tuvo en mí un efecto profundo. La historia que relataba sobre los albatros fue perturbadora, pues mostraba de manera cruda los impactos devastadores que tienen los plásticos en esas aves y los ecosistemas de los que dependen. Sus cuerpos simplemente están llenos de ese material. Y no son las únicas.
La contaminación por plásticos afecta cada vez más al planeta. De los 9.200 millones de toneladas que, se estima, se han producido, el 75% ya es basura que se degrada lentamente, tomando décadas e, incluso, siglos. Pese a ello, seguimos usando más y más plásticos, con una tendencia que sugiere que el volumen actual de 430 millones de toneladas anuales se duplicará en 2060.
La rapidez con la que se genera esta contaminación se debe a que dos terceras partes se usan en productos de vida corta o de un solo uso –como botellas y empaques–, y a su bajo nivel de reciclaje. Esta situación es cada vez más preocupante y se ha convertido en una historia de amor tóxico, como lo describe irónicamente Susan Frinkel en su extraordinario libro de 2011.
Los residuos de plástico afectan el aire, la tierra y los cuerpos de agua. Según datos de 2021 del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), unos 13 millones de toneladas de residuos plásticos están acumulados en suelos, mientras que entre 19 y 23 millones son recibidos anualmente por los ecosistemas acuáticos. La generación de estos residuos y su permanencia en los ecosistemas se ha traducido en una mayor bioacumulación. Es decir, que fragmentos diminutos, como micro y nanoplásticos, se van acumulando en la sangre y tejidos de animales y seres humanos, incluyendo sus pulmones, hígado y cerebro. El resultado, según la Organización Mundial de la Salud (OMS), va desde alteraciones en las funciones bioquímicas, hormonales y reproductivas, hasta una mayor incidencia en nacimientos prematuros o en las probabilidades de contraer enfermedades renales, cardiovasculares, respiratorias o incluso cáncer.
De hecho, se ha estimado que anualmente el consumo humano de microplásticos se ubica entre 39 mil y 52 mil partículas, dependiendo de la edad y el sexo. Si se considera que también pueden ser inhaladas, su volumen aumenta en un rango de entre 74 mil y 121 mil. Además, de acuerdo con un estudio publicado en la revista Environmental Science & Technology en 2019 y liderado por la científica Kieran D. Cox y su equipo, los individuos que satisfacen su consumo con agua embotellada – incluyendo de garrafón-, como sucede en buena parte de América Latina y el Caribe, agregan 90 mil partículas en comparación con quienes lo hacen con agua filtrada de la llave, grupo que suman solo unas 4 mil partículas de micro y nanoplásticos en promedio.
Actuar frente a este grave problema ambiental y de salud requiere, antes que nada, reducir su consumo hasta idealmente limitarlo a usos muy específicos e imprescindibles – como ciertas aplicaciones en el sector salud-. En tal sentido, es urgente detener el uso de plásticos de un solo uso o de empaques innecesarios. Así ya lo han hecho, en un grado u otro, diversos países de América Latina y el Caribe, aunque, cabe advertir, muy pocos han fijado metas cuantitativas para hacerlo, como son los casos de Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, México, Panamá y Uruguay.
También es imprescindible impulsar la circularidad de los plásticos teniendo en cuenta la diversidad de polímeros y de compuestos químicos o “aditivos” que incorporan, muchos de los cuales son altamente tóxicos. Los que se conocen como BPA (Bisfenol A), por ejemplo, se han prohibido en biberones, botellas y recipientes para bebidas y alimentos.
Entre los retos que enfrenta la circularidad de los plásticos igualmente está la dificultad para su reciclaje debido a su uso junto a otros materiales, como el papel, metales y adhesivos. También existe la contaminación cruzada entre distintos tipos de plásticos y la presencia de variantes de aditivos y colorantes que se llegan a usar. Sobre la cuestión de quién los recicla, se ha advertido de algunos impactos negativos, sobre todo en la salud de los trabajadores que terminan expuestos a mayores concentraciones de micro y nanoplásticos.
Para el de los países del sur global, las importaciones de desechos plásticos se perfilan como un problema que, en América Latina y el Caribe, ha llegado a ser calificado como “colonialismo de la basura”. Tal fenómeno se asocia a la violación del derecho humano a un medio ambiente sano y al aumento de injusticias socioambientales, ya que crea zonas de sacrificio para la disposición final de residuos de plásticos, incluyendo aquellos con contaminantes tóxicos y que requieren ser regulados por el Convenio de Basilea, acuerdo internacional alrededor del movimiento transfronterizo de desechos peligrosos. De hecho, en 2020 Interpol denunció el aumento de las exportaciones ilegales de residuos plásticos.
La dimensión del escenario requiere de otras medidas que deben plantearse en la región, incluyendo la aplicación de impuestos a nivel de polímeros o de productos de plásticos, sistemas de depósito y rembolso, y la responsabilidad extendida del productor: una que va de la mano del avance de cambios en los diseños de los productos para favorecer su reúso y reciclaje.
Por todo lo antes dicho, el alcance de un acuerdo internacional en la materia es imprescindible, no como vía de solución en sí misma, sino como parte de un proceso de transformación multidimensional amplio y profundo. Sin embargo, lograr algo así sigue siendo una deuda del multilateralismo. Las negociaciones que se realizaron del 5 al 14 de agosto en Ginebra han sido un fracaso. Allí dominó el desacuerdo, sobre todo, por parte de los países petroleros que refutaron el establecimiento de límites a la producción de plásticos y de controles vinculantes al uso de compuestos tóxicos.
Se espera que las negociaciones se reanuden en el futuro. Pero, por lo pronto, ese amor tóxico a los plásticos perdurará al ser fuertemente estimulado por intereses económicos y de corto plazo. Ante ello, las regulaciones y acciones nacionales que se hagan o se dejen de hacer, serán cruciales, incluyendo las que tome el sector privado de manera voluntaria y lo que decida el consumidor en sus elecciones cotidianas. Lo dicho es sin duda un llamado a los países de América Latina y el Caribe, una región biodiversa que mantiene una tendencia al alza en el consumo de plásticos y en la acumulación de residuos de plástico en el medio ambiente.