Muchas veces, nuestro cerebro envía esta señal con el fin de priorizar nuestra supervivencia y evitar el rechazo, pero podemos reaprender a reaccionar diferente.

Foto: Freepik.
Redacción El País
“¿Por qué me cuesta tanto decir que no?”, “¿por qué sigo en este vínculo que sé que no me hace bien?” o “¿por qué no logro ponerle un freno a esto que me angustia?”. Estas son algunas de las preguntas que, según la psicóloga Valeria Francia, aparecen con frecuencia en la consulta clínica.
Lo cierto es que detrás de la dificultad para poner límites suele haber algo más que falta de carácter, debilidad emocional o baja autoestima. Desde su mirada psicológica y neurocientífica, comprender por qué cuesta tanto establecer límites implica también entender cómo aprendemos a sobrevivir emocionalmente.
“Los seres humanos estamos diseñados para formar lazos; biológicamente, la necesidad de conexión está tan arraigada como la de comer o dormir”, explica. Por eso, el miedo al rechazo o a la desaprobación puede ser tan intenso que muchas personas prefieren callar, ceder o adaptarse antes que arriesgarse a perder un vínculo.

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Cuando alguien crece en un entorno donde poner límites genera castigo, indiferencia o retiro afectivo, aprende desde muy temprano que decir “no” es peligroso. Y aunque de adultos ya no estemos en ese contexto, el cuerpo y la mente conservan esa huella. “A veces seguimos relacionándonos desde esa memoria emocional, incluso sin darnos cuenta”, advierte Francia.
Para la psicóloga, poner un límite no es rechazar al otro: es protegernos a nosotros mismos, cuidar nuestra salud mental y elegirnos. El problema es que muchas veces, al hacerlo, aparece la culpa. Una culpa aprendida, que nos hace sentir egoístas o desconsiderados. “Esa culpa no es real —afirma—, es una respuesta emocional condicionada por años de priorizar el bienestar ajeno por encima del propio”.
En este sentido, lo esencial es comprender que la dificultad para poner límites no tiene que ver con debilidad, sino con la historia personal y emocional de cada uno. “Tu cuerpo y tu mente aprendieron que era más seguro callar que decir, sostener que soltar, complacer que incomodar. Pero que hayas aprendido eso no significa que no puedas aprender algo diferente”, asegura.
La psicóloga propone algunos pasos para iniciar ese cambio:
- Reconocer el patrón. Identificar en qué situaciones cuesta más poner límites y qué emociones aparecen al hacerlo.
- Separar el límite del conflicto. Entender que poner un límite no es un acto agresivo sino de autocuidado, que puede hacerse con firmeza y amabilidad.
- Hablar del miedo y la culpa. Observar de dónde provienen esas emociones y a quién se teme decepcionar.
- Practicar con lo pequeño. Empezar con decisiones cotidianas, como elegir un plan distinto o decir “no” a una invitación.
- Buscar espacios seguros. La terapia, los grupos de apoyo o las amistades empáticas pueden ser entornos útiles para ensayar nuevos modos de expresión.
“Poner un límite no es rechazar al otro: es protegernos. No es cerrar puertas, sino elegir cuáles queremos abrir. No es ser egoístas, sino empezar a tratarnos con la misma comprensión que tenemos hacia quienes amamos”, resume Francia.

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