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miércoles, noviembre 5, 2025

La destrucción no paga

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Desde que asumió el gobierno de Yamandú Orsi la orientación general de su gestión ha sido la de desandar el camino recorrido por la administración anterior. Más que un proyecto propio, lo que ha quedado en evidencia es una obsesión por desmontar lo hecho durante el gobierno de Luis Lacalle Pou. Esa lógica destructiva -mezcla de mezquindad, cortedad de miras y estolidez- no sólo ha privado al país de políticas que estaban dando resultados, sino que empieza a pasarle factura política al propio gobierno.

Las encuestas de Factum, Equipos y Opción Consultores lo confirman con claridad. En pocos meses de gestión, la desaprobación del gobierno ya supera a la aprobación, algo insólito en la historia reciente de nuestro país. Según Opción, la aprobación se ubica en 26% y la desaprobación en 29%. Estos datos, tan tempranos, reflejan una percepción ciudadana de desorden, improvisación y falta de rumbo.

No hay gestión que resista cuando la prioridad parece ser destruir lo heredado, no mejorar lo existente.

El caso del proyecto Arazatí es paradigmático. Se trataba de una obra largamente planificada, técnicamente sólida y ambientalmente responsable, que aseguraba el abastecimiento de agua potable para Montevideo y su área metropolitana. El gobierno decidió descartarla y sustituirla por un proyecto improvisado, más costoso y con impacto ambiental sumamente negativo. En nombre del revanchismo se decidió que Montevideo siga dependiendo de un sistema vulnerable, y el episodio ha dejado en evidencia que el resentimiento pesa más que el bienestar de los ciudadanos.

Lo mismo ocurre con la seguridad marítima. La administración decidió rescindir el contrato de los patrulleros oceánicos, ya en avanzado estado de construcción, sin una justificación técnica o económica válida. Con esa decisión, el país pierde la oportunidad de modernizar su flota y fortalecer la defensa de su soberanía marítima. Se trató de un acto de irresponsabilidad que afecta el interés nacional, solo explicable por el afán de marcar distancia política de lo hecho por el gobierno anterior.

La regla fiscal es otro ejemplo de destrucción innecesaria. Había sido una innovación institucional de gran valor, destinada a dar previsibilidad y transparencia al manejo de las finanzas públicas. En lugar de fortalecerla, el nuevo gobierno la vació de contenido y abrió nuevamente la puerta a un uso discrecional de los recursos, algo con lo que tenemos una desastrosa experiencia histórica. Uruguay había dado un paso hacia la responsabilidad fiscal; ahora retrocede hacia los tiempos en que el gasto era sinónimo de poder y los recursos públicos se usaban electoralmente.

También se lesionó la seguridad jurídica del sistema educativo privado, pilar de la libertad de enseñanza. En vez de respetar la pluralidad y la autonomía, se ha vuelto a la lógica de la amenaza estatal, tratando a las universidades privadas como sospechosas. Esta regresión no solo afecta a instituciones prestigiosas, sino al clima de confianza que ha caracterizado a Uruguay en la región.

Lo mismo ocurre con los combustibles. El mecanismo de ajuste automático de precios, que aportaba transparencia y previsibilidad, fue demolido para volver al viejo método del manoseo político. En pocos meses, los uruguayos volvieron a pagar más de lo que corresponde para financiar un agujero que no tiene que ver con los costos internacionales del petróleo, sino con las necesidades fiscales del gobierno.

Se volvió a hacer caja con la nafta y el gasoil, desplumando a los consumidores con una discrecionalidad que se creía superada. Cada uno de estos ejemplos y muchos más revelan el mismo patrón: destruir lo anterior, aunque funcione. Se deshace lo bueno, no por convicción ni por una alternativa mejor, sino por pequeñez política. Pero la destrucción no paga. La gente lo percibe, y la pérdida de confianza llega antes de lo que nadie imaginaba. Cuando un gobierno gasta su energía en deshacer en lugar de construir, inevitablemente termina cavando su propia fosa.

El país necesita un rumbo, no una revancha. Las políticas públicas deben juzgarse por sus resultados, no por su origen partidario. Uruguay había logrado avances institucionales sumamente valiosos: previsibilidad fiscal, reglas claras, respeto por la iniciativa privada y por la continuidad de las políticas de Estado. Dinamitar esos pilares por cálculo político es un error que se paga caro, y las encuestas empiezan a reflejarlo.

Porque, al final del día, la destrucción no paga porque la inmensa mayoría de los uruguayos quiere un país que mire para adelante.

Redacción

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